Hablando sobre deportados españoles a campos nazis (V)

Los varones que se habían bajado de ese convoy en la estación de Mauthausen, formados en columnas de a cinco de frente, fueron caminando por la empinada cuesta que accede al campo de concentración situado sobre la colina final de la ascensión. 

Por Pepe Sedano

V.- EL CONVOY DE ANGOULÊME.

Veíamos en el capítulo anterior que ese convoy que había partido de la ciudad francesa de Angoulême (allí estaba el Frontstalag 184, en el campo de Les Alliers), al que desde un tiempo a esta parte se le conoce con el nombre de “El convoy de los 927” –que ha dado lugar a un reportaje televisivo bajo el mismo nombre que se pudo ver en el programa de Televisión Española hace algunos años denominado “Documentos TV”, así como a una publicación escrita también con el mismo título-, que, por cierto, no era ese el total de deportados que habían conformado para ese convoy, tal y como ha quedado demostrado por las investigaciones de mis amigos Juan Crespo García de la Rosa y Manuel Torres Cañete, ese convoy –decía-, llegó a la pequeña estación de Mauthausen y bajo las voces de los soldados de las SS y de sus perros amaestrados en la intimidación y ataque, se abrieron las puertas de los vagones destinados al transporte de caballos pero que en esa ocasión –y en todas-, lo que transportaban eran personas. Personas que sobrevivían a un infernal viaje de cuatro días –en este caso. En otros eran más días-, de pie porque no había sitio para sentarse. Donde deberían de haber ido 80 personas eran, realmente, 120 las que transportaba cada vagón. En una de las esquinas un pequeño bidón hacía las veces de retrete. Claro que cuando se llenaba todo lo demás iba abriéndose paso por el suelo del mismo.

La orden era muy clara y precisa: solo pueden bajar del convoy los varones, mayores de 14 años de edad. El resto debe permanecer en el vagón de procedencia porque ese convoy va a partir de inmediato hacia el lugar desde donde partió. Por más que uno pueda imaginarse las escenas que se pudieron producir en tan poco tiempo, nunca superarían a lo que fue en realidad. Imagínese usted a unos padres que deben de dejar a un chico de apenas 14 años –y otros con menos, como el caso del almeriense de Serón, Félix Quesada Herrerías, que solo tenía 13 años y medio aunque aparentaba más-, sin saber qué va a ser de él. Otra de las familias dejó a tres hijos y al padre –como fue el caso de la familia Cortés García, de la localidad almeriense de Pechina, y quedaron en el vagón la madre y tres hijas, así como otro hijo que apenas tenía 6 años de edad, Ángel-. Muchas familias, demasiadas, tuvieron que desprenderse de parte de sus vástagos o de sus esposos. Algunas no volvieron a verlos jamás porque quedaron allí para siempre. En el caso de otras familias sobrevivió parte de los que se quedaron en ese campo infernal y un día pudieron volver a juntarse y llorar juntas la pérdida de sus seres queridos.

Para los que se quedaron, el presente no auguraba nada bueno pero es que no querían ni imaginarse lo que sería el futuro. Pronto descubrieron lo que iba a ser su día a día y solo les daba tiempo a pensar si verían la luz del día siguiente. Sobrevivir un día era un éxito, otro días más era un triunfo y otro una victoria. Cada día era una bendición aunque ese cada día era un martirio también para todos y cada uno de los que quedaron bajo esos muros graníticos del campo austríaco de Mauthausen. Mientras tanto, ese convoy, el de los 927 –que no los eran-, una vez vaciado de varones mayores de 14 años, comenzó a rodar hacia su procedencia, o sea, Angoulême pero… ese viaje que había durado cuatro días, a la vuelta lo va a hacer en 18 días, en las mismas condiciones que el viaje de ida pero ¿porqué 18 días de vuelta? Estamos hablando de la segunda quincena del mes de agosto de mil novecientos cuarenta, en pleno verano, en un vagón sin ventanas, solo una pequeña abertura con barrotes que servía de respiradero para los caballos, el calor allí dentro –cuesta imaginárselo-, tuvo que ser asfixiante, enrarecido, irrespirable. Con apenas comida suficiente para una persona, con las calorías insuficientes para una persona y con niños pequeños que son los que más necesitan… Pero no acaba ahí el tema. Ese convoy tuvo que cambiar la dirección que había llevado en el viaje de ida y lo hizo por otras vías diferentes. A veces tenían que esperar en vía muerta, horas y hasta días, para que pasara un convoy militar con suministros al frente, o más de uno con algunas horas de diferencia con soldados o con materiales de guerra. De ahí que se tardara tanto en el viaje de retorno.

Ya ha llegado ese tren al lugar de donde había partido: Angoulême. ¿Y qué va a pasar ahora? Pues que a las pocas horas ese tren volvió a ponerse en marcha ¿Destino? En esta ocasión era España la estación terminal. El tren llegó a la estación de Hendaya y desde ahí fueron llevados hasta la frontera de Irún y entregados a las autoridades españolas que, tras el papeleo pertinente y la burocracia sempiterna española, esas mujeres, niñas y niños menores de 14 años volvieron a subir a otro tren, en este caso no era de ganado pero sí iban bajo vigilancia policial, que se dirigía hacia Barcelona. Una vez que llega a la ciudad condal, todos los ocupantes de ese convoy fueron llevados al castillo de Montjuich y allí quedaron tras los muros de esa enorme estructura defensiva ¿por qué? Porque tenían que demostrar que eran buenas personas y no tenían nada que esconder como desafectos al régimen imperante en este país en el año 1940. Les hacían falta avales, es decir, personas que les conociesen y que hablasen por ellas ante las autoridades y se hicieran cargo de las personas que iban a salir del castillo con su aval. Esas personas serían, a partir de ese momento, responsables de los hechos que cometieran aquellas personas avaladas por ellos.

Los varones que se habían bajado de ese convoy en la estación de Mauthausen, formados en columnas de a cinco de frente, fueron caminando por la empinada cuesta que accede al campo de concentración situado sobre la colina final de la ascensión. Se llevaron una grata sorpresa al traspasar la puerta de acceso al interior de aquellos murallones graníticos: había españoles allí dentro vestidos con un traje a rayas verticales azul magenta sucio y una gorra de igual tejido, además comprobaron que el campo aún no estaba terminado. Trabajaban en él cientos de republicanos deportados vestidos con ese traje de infamia al que nos hemos referido. Era el 24 de agosto de 1940.

Desde el día 6 de agosto hasta el 24 del mismo mes, fecha en la que se detiene en la estación de Mauthausen ese tren cargado de familias completas –que había partido de Angoulême-, fueron cuatro los convoyes que llegaron antes que éste a la pequeña estación austríaca, próxima al río Danubio. El primero de ellos lo hizo el 6 de agosto, procedente del Stalag VII-A, de Moosburg, llevaba, entre otros, 392 deportados republicanos españoles. Tres días después, el 9, otro tren procedente del Stalag I-B, situado en Hohenstein, se detenía en los andenes de esta localidad y se bajaban de él 169 republicanos. Cuatro días más tarde, o sea, el día 13 de dicho mes, de un nuevo convoy ferroviario se apeaban 91 republicanos procedentes del Stalag IX-A, ubicado en la localidad alemana de Ziegenheim/Kassel. Y por último, antes de que ese tren procedente de Francia con familias completas llegara a esa estación del norte de Austria, lo hizo otro que solamente llevaba, entre otros deportados, a 3 republicanos el día 22 –dos días antes del convoy de Angoulême-, y procedía del Stalag XI-A situado en la localidad de Magdeburg. En total, desde el día 6 hasta el día 22 de agosto de 1940, habían llegado al campo de Mauthausen 655 deportados republicanos españoles. La mayor parte de ellos eran miembros de las Compañías de Trabajadores Extranjeros (CTE), pero en este caso de las que sí estaban militarizadas porque habían sido hechos prisioneros en la enorme playa de Dunkerque por el ejército alemán, es decir, la Wehrmacht.

Les voy a “hablar” de algunos de los varones que más conozco de ese convoy del 24 de agosto –porque los he investigado-. Me refiero a los almerienses. La familia Cortés García, de Pechina (Almería) -aunque residente en la ciudad de El Prat del Llobregat (Barcelona)-, completa: padre, madre y siete hijos. La familia Quesada Herrerías, de Serón (Almería) –residentes, igualmente, en Hospitalet del Llobregat (Barcelona) y, por último otro almeriense: Rafael Castillo Díaz que había nacido en la localidad almeriense de Doña María, de niño había marchado junto con su familia Córdoba, concretamente a la localidad de Adamuz. Él sí había formado parte de una de estas CC.TT.EE. y había sido hecho prisionero en Dunquerke. De allí –pasando la “cuarentena”-, fue enviado a un Stalag y de ahí a Mauthausen. La familia Cortés García dejó en el arcén de la estación del pueblo austríaco a los cuatro varones mayores de 14 años: el padre –Francisco- y tres hijos –Pepe, el mayor con poco más de 21 años, herido de la guerra de España en una pierna, Jacinto con apenas 17 años y Manuel con 15 años-. Solo sobrevivirán a esta pesadilla de Mauthausen los dos últimos (el padre y Pepe murieron a los pocos meses de llegar). Respecto a la familia Quesada Herrerías solo quedaron el padre y su hijo Félix (habían perdido una hija con dos años en el campo de Les Alliers, en Angoulême). La madre y otra hermana quedaron en el tren. También estaban vivos cuando liberaron el campo las tropas del VIII Ejército americano. En otro capítulo más adelante hablaremos un poco más de ellos porque van a tener un protagonismo inesperado ante una acción importantísima de uno de los deportados republicanos españoles que llegó al campo a principios del año 1941 y que, como ellos, también sobrevivió a Mauthausen.

Me estoy refiriendo a Francisco Boix, el que todos conocemos como “El fotógrafo de Mauthausen” –que ha dado lugar a una película que aunque no se ajusta completamente a la realidad, sí se aproxima, además de haber sido la primera película que se hace en nuestro país y que toca ese tema al que antes no se había atrevido (a las pruebas me remito), ningún director español; y a un libro del mismo nombre de mi amigo historiador, Benito Bermejo-. Boix va a entrar en el campo en la fecha que hemos indicado y será destinado al laboratorio de revelado de fotografías puesto que él era fotógrafo –estamos hablando del Erkennungsdienst o lo que es lo mismo, el Servicio de Reconocimiento e Identificación-, en el que también se encontraba –entre unos pocos-, el tarraconense de Tortosa Antonio García. Hay quien dice que a Antonio le dio miedo y no participó, hay quien dice lo contrario. Lo que sí es cierto es que Boix -y seguramente Antonio-, se las ingeniaron en duplicar las fotografías que les revelaban al SS, Paul Ritken, sobre todo lo que acaecía en el interior del campo y no solo eso, sino que ocultaron miles de negativos duplicados por si algún día tenían la suerte de sobrevivir y enseñarles al mundo lo que allí pasó.

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