Hablando sobre deportados españoles a campos nazis (III)

Ni la mente más sádica hubiera podido hacerse una idea de lo que se fueron encontrando las fuerzas liberadoras en cada uno de los campos que se habían erigido a lo largo y ancho, tanto de Alemania como de la Europa ocupada por las fuerzas militares de la Whermacht.

Por Pepe Sedano Moreno

III.- SE ESTABA FRAGUANDO EL APOCALIPSIS

De nuevo con ustedes a través de esta espléndida ventana que me ha ofrecido NR, que se abre al exterior para que les llegue a todos los interesados en la misma –incluso para aquellos (ya saben que cuando hablo, escribo, lo estoy haciendo, como es el caso, para todos, para los hombres y para las mujeres) que aún no la conocen pero que les ha llegado cierta información por medio de terceros y el boca a boca se ha encargado de hacer lo demás-. Una vez superada esta “fobia” a comenzar a escribir –a mí me cuesta, en serio, cada vez que comienzo a escribir algo. Ya se lo dije en el primer capítulo y lo seguiré repitiendo más de dos y tres veces porque es superior a mis fuerzas, no lo puedo evitar-, les informo que en esta ocasión vamos a “hablar”, como indica el título del capítulo, de dos palabras –que en realidad son cuatro como veremos-, que tanto supusieron para los republicanos españoles que se alistaron en cualquiera de las decenas y decenas de Compañías de Trabajadores Extranjeros (las CTE) que se fueron conformando en los diversos campos de refugiados erigidos para acoger a miles de españoles que huían de las tropas sublevadas al finalizar la guerra que había dado lugar ese fallido golpe de estado.

Vimos someramente en el capítulo anterior que algunas de estas CC.TT.EE. sí estaban militarizadas, bajo mando militar y con uniformes militares franceses. Éstas fueron desplazadas mayoritariamente a lo largo de la frontera belga, mientras que el resto de ellas estaban conformadas por personal civil pero, eso sí, bajo mando militar. Fueron desplazadas –como vimos-, a todo lo largo de la frontera con Alemania con la idea de reforzar –aún más-, la Linea Maginot que Francia construyó al finalizar la Primera Guerra Mundial pensando así que, si en alguna otra ocasión a Alemania se le volviera a ocurrir invadir el país galo, con estas defensas sería prácticamente imposible poder hacerlo de la forma que lo hicieron en 1914. Lo cierto es que miles de españoles republicanos se alistaron a estas unidades pensando que, de esta manera, los días se les harían más cortos puesto que estarían haciendo algo y no aburridos y cabizbajos en los barracones levantados en los campos de concentración donde les había recluido el gobierno galo.

Ese, y no otro, fue el motivo por el que se alistaron en esas Compañías. Hubo, por el contrario, otros que prefirieron hacerlo en los Batallones de Marcha o en la Legión Extranjera, como veíamos también en el capítulo anterior, pero estas unidades sí corrían más riesgo porque seguramente sí tuviesen que intervenir en una nueva guerra que -se vislumbraba-, no tardaría mucho en comenzar puesto que Hitler había dado pasos que la comunidad internacional había permitido (anexión de los Sudetes en Checoslovaquia, invasión consentida de Austria y más temprano que tarde reclamaría a Polonia la Pomerania que había quedado separada del territorio alemán tras la firma del Tratado de Versalles) y eso, a la larga sería la muerte para muchos y la gloria para unos pocos, como por ejemplo la famosa compañía novena o La Nueve (una de las compañías de la 2ª División Blindada del general Leclerc).

Mientras que las unidades militares francesas y esas Compañías militarizadas estaban acantonadas a lo largo de la frontera de los Países Bajos, sobre todo con las de Bélgica y Luxemburgo esperando el desarrollo de los acontecimientos, lo que se ha llamado el “Drôle de guerre” (la “Guerra de broma”, también la “Guerra falsa”), ese período de ocho meses anteriores al comienzo de la Segunda Guerra Mundial que como sabemos fue el 1º de septiembre de 1939, el resto de las Compañías, las civiles, continuaban con sus trabajos de refuerzos para evitar, en un hipotético caso, una nueva invasión alemana. Pero la maquinaria de guerra alemana estaba más que preparada para hacerlo una vez más. La comunidad internacional había ido viendo como a lo largo de los años de mandato del Canciller alemán, Adolf Hitler, desde el año 1933 que llegó al poder no respetó ninguno de los puntos acordados en aquel vagón de tren, en el Bois de Boulogne –a las afueras de París-, tras la firma de lo que vino en llamarse el Tratado de Versalles. Por otro lado el capital alemán se puso al lado del poder y éste los puso a producir –sobre todo- armamento. Alemania se estaba rearmando. De sus fábricas no paraban de salir tanques, cañones, municiones para todos los equipos, aviones de caza, bombarderos, de reconocimiento y de sus astilleros la armada alemana se hizo con una serie de barcos que, en aquel momento, superaban –con creces-, a cualquier armada de cualquier país del globo terráqueo. Eso sí, no podían pasar de determinado tonelaje pero se las urdieron para fabricar lo que ellos llamaron “acorazados de bolsillo” que estaban en el límite del tonelaje pero con una potencia de fuego jamás vista en barco alguno.

La guerra era inevitable. Hitler lo sabía desde el principio y fue engañando a todos los gobernantes europeos y americanos. Fue atando cabos. Para ello firmó un tratado de no beligerancia con Rusia para invadir Polonia, recuperar Pomerania y dividirse este país entre ambas potencias. Había firmado, igualmente, un pacto de amistad y colaboración con Italia y con Japón, el famoso “Pacto de acero” o el “Eje Roma-Berlín-Tokio” y la comunidad internacional daba voces pero no intervenía. Y Alemania vio que lo tenía fácil y siguió erre que erre con sus planes sin que nada ni nadie le hiciera sombra. Creó el mejor ejército que se pudiera imaginar nadie, ni punto de comparación con el que veinte años antes había luchado en la Gran Guerra, con un armamento sofisticado para la época, inimaginable para cualquier Estado Mayor de cualquier país del mundo. Y Hitler lo sabía, y sus generales lo sabían y todo el almirantazgo era consciente que su kriegsmarine era la mejor que Alemania había tenido hasta ahora, mejor que la Marina Imperial Alemana que había combatido durante la I Guerra Mundial y mejor que la Reichsmarine de la República de Weimar.

Así fueron pasando los días, los meses y llegó ese infame día del 1º de septiembre de 1939 cuando Alemania, sin previo aviso de declaración de guerra, con nocturnidad y alevosía, comenzó la invasión de Polonia conocedor, por el Tratado firmado, que Rusia no iba a mover un dedo para evitarlo. Desde ese preciso momento Francia y el Reino Unido –que tenían un compromiso firmado con Polonia de ayuda en caso de invasión-, le declararon la guerra a Alemania. Poco a poco se fueron poniendo a un lado y otro de las potencias diferentes países que tenían compromisos, bien con unos, bien con otros. Lo cierto es que el conflicto se convirtió en mundial. A nadie se le había pasado por el pensamiento que caso de estallar una nueva guerra, ésta superaría –y con creces-, a los daños que había producido la de 1914-1918, en bienes y en vidas. El tiempo daría la razón a quienes sí habían llegado a esta conclusión.

Esta guerra que se había iniciado en el mes de septiembre del 1939 y que duraría igualmente hasta septiembre de 1945 –en el Pacífico aunque en Europa había terminado en mayo de ese mismo año-, sería la madre de todas las guerras conocidas hasta ese momento, no ya por la destrucción que acompaña a toda guerra y los daños colaterales que conlleva cualquier estallido bélico, más si éste es mundial. Uno de estos daños colaterales descubierto a partir de enero de 1945 fue el descubrimiento, y liberación por las fuerzas aliadas, de los campos de concentración nazis. Ni la mente más sádica hubiera podido hacerse una idea de lo que se fueron encontrando las fuerzas liberadoras en cada uno de los campos que se habían erigido a lo largo y ancho, tanto de Alemania como de la Europa ocupada por las fuerzas militares de la Whermacht. Montones de cadáveres famélicos se apilaban, bien frente a los lugares donde se ubicaban los hornos crematorios –a todas luces insuficientes-, instalados para hacer desaparecer los horrores cometidos con todas las personas que fueron a parar a uno de ellos: judíos, prisioneros de distintos países que fueron hechos prisioneros y deportados a cualquiera de los campos a pesar que lo que se estipulaba en las diversas Convenciones de Ginebra que regulaban el derecho internacional humanitario cuyo fin era la protección de las víctimas en los conflictos armados, bien en algún lugar algo apartado de los barracones, bien en el Revier –lo que quería ser una especie de enfermería-, bien en vagones abiertos a la mirada de todos en cualquier vía muerta dentro del propio campo.

El propio general Eisenhower, tras la liberación del campo de concentración nazi de Buchenwald, próximo a la ciudad de Weimar –donde había nacido el gran Ghoete-, ordenó que decenas de autobuses repletos de ciudadanos de esta ciudad pasaran por este campo y presenciaran por sí mismos la barbarie a la que habían dado lugar las autoridades nazis y que ellos, la población civil próxima al campo, habían consentido con su silencio aunque siempre quedaba aquello de que no sabían nada, que no podían acercarse alrededor del campo y que, por tanto, desconocían lo que pasaba tras los muros de ese campo ¿Es que no les llegaba el olor a carne quemada que desprendían, noche y día, durante todos los días, todos los días del año, aquellas chimeneas que escupían ese humo oscuro cargado de un olor inconfundible? Un autor americano, Daniel Goldhagen, lo explicaba muy bien en un libro publicado hace unos años bajo el título de Los verdugos voluntarios de Hitler. La población civil frente al holocausto.

La guerra no había hecho nada más que comenzar. Alemania demostró al mundo lo que durante el período de entre guerras había estado entrenando: la Blietzkrieg o, lo que es lo mismo, la guerra relámpago, por la velocidad en que se desarrollaron las acciones militares y lo rápido del avance alemán, tanto en Polonia como en los diferentes frentes a los que apuntó. Después de Polonia les tocaría el turno a los Países Bajos. Rusia, como vimos, con ese Tratado o pacto de no agresión vio, con alegría, que sin disparar un tiro se haría con la mitad de Polonia una vez que terminara la guerra. Mientras tanto los españoles republicanos que trabajaban en la fortificación de la frontera con Alemania, ni se les había pasado por la cabeza que, un día de estos, los alemanes se presentarían por aquellos lares. Los españoles alistados en esas Compañías militarizadas iban a ver pronto lo que significaba estar en una verdadera guerra y no en esa “guerra de broma”. El destino les tenía deparadas algunas sorpresas. Una de ellas sería el verse rodeados en la bolsa de Dunkerque. Otra que no serían rescatados por los barcos ingleses que llegaron.

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