Hablando sobre deportados españoles a campos nazis (II)

Los que entraron por Perpignan fueron derechos a las arenas de las Landas francesas y obligados a malvivir en unas playas azotadas por vientos fortísimos –como la tramontana catalana-, sin más cobijo que tres alambradas por el norte, este y oeste, y por el sur abiertos al Mediterráneo. 

Por Pepe Sedano Moreno

II.- CAMINO A FRANCIA EN BUSCA DEL EXILIO FORZADO

Vuelvo a asomarme a esta ventana que NR me ha abierto para hablar con ustedes, una vez pasado el susto –bueno, más que susto era incertidumbre, desasosiego, intranquilidad por aquello de “qué dirán” los lectores pero… después de ocho libros publicados me vuelve a pasar con cualquier cosa que escriba y se haga pública, o con cualquier conferencia a alumnos de IES u otra charla relacionada con el tema que nos ocupa a otros colectivos, lo siento, no puedo evitarlo-, de esa “primera vez” de enfrentarme a una cosa diferente de mi día a día. No sé cómo habrá sido la reacción de ustedes, los fieles lectores de NR, ante ese artículo primigenio pero si no hubiese sido de su agrado se lo hubieran hecho saber –estoy seguro- a los responsables de la misma para que evitasen que, en un futuro, pudiese tediar su apreciado tiempo con ocurrencias como esa.

Dicho esto continúo escribiendo el que será un nuevo capítulo de esta serie que he querido compartir con ustedes, en relación con los deportados a campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial que, en el caso de hoy va a tratar sobre un deportado español al campo de concentración nazi de Mauthausen, a unos 20 km. de la ciudad de Linz, en el norte de Austria. Pero antes deberíamos hacernos la pregunta -que ya aparecía en mi primer capítulo-, y que no es otra que ¿por qué había españoles en los campos de concentración nazis si España no había participado en esa guerra mundial de la que hablamos? Muchas personas en nuestro país, más de las que nos imaginamos, se han hecho esa misma pregunta. La razón no es otra que la guerra de España (1936-1939). Cuando se pierde la batalla del Ebro por el Ejército de la República y tropas del ejército sublevado llegan al Mediterráneo en el Levante español, Cataluña queda embolsada. En esos momentos, alrededor de quinientas mil personas –entre militares, heridos, hombres, mujeres, niños, ancianos… toda una barahúnda de personas que huyen hacia un lugar seguro en aquellos momentos-, van a cruzar la frontera francesa en busca de seguridad, esa que no era tan segura si se quedaban en el territorio patrio como el tiempo lo demostró y con creces.

El gobierno francés, incrédulo ante lo inevitable, era tozudo –al principio-, en no dejar pasar a los militares. Solo los civiles podrían traspasar esa línea imaginaria que separa a los dos países. Pero también lo hacían por lugares inverosímiles como podía ser a través de la nieve cruzando los Pirineos en pleno invierno –recuerden que estamos hablando de los meses de enero, febrero y principios de marzo-, por sendas, veredas, cualquier paso era bueno en busca de esa seguridad que se le estaba negando en su país. Ante la presión internacional, Francia tuvo que abrir esa frontera igualmente a los militares. Pero… ¿dónde metían a 500.000 personas en tan poco tiempo? ¿Cómo lo hacían para que esa ingente cantidad de población no campara a sus anchas por la patria de Jeanne d’Arc o de Napoleone Buonaparte Ramolino? Era, desde luego, un problema, un grave problema para el gobierno galo puesto que no solo tenía que atender a esa gran cantidad de personas que les habían entrado en tan poco tiempo, también –y no lo olvidemos- tenían que tener en cuenta a los que ya lo habían hecho con anterioridad a estos últimos. Me estoy refiriendo a las decenas de miles de españoles que habían huido al territorio vecino cuando el avance de los insurgentes por el norte había comenzado y cada vez estaban más cerca de la frontera con Irún. Otro tanto pasó cuando hicieron lo mismo con Navarra y cuando comenzó la ofensiva contra Aragón. Era, pues, una extensa y abrumadora cantidad de personas las que ya se habían instalado en su territorio más las que estaban entrando en esos momentos. El presupuesto se les disparaba de un día para otro. Piensen que había que dar de comer, al menos, un par de veces al día a esa impresionante cantidad de personas.

El Presidente Lebrun y todo su gobierno ordenó el levantamiento expres de campos de refugiados, a lo largo y ancho de todo el sur francés, desde el Mediterráneo hasta el Atlántico, donde poder retener y tener controlados a esos “indeseables” que les habían entrado sin ser llamados. Los que entraron por Perpignan fueron derechos a las arenas de las Landas francesas y obligados a malvivir en unas playas azotadas por vientos fortísimos –como la tramontana catalana-, sin más cobijo que tres alambradas por el norte, este y oeste, y por el sur abiertos al Mediterráneo. Este mar hacía las veces de lavabo pero también de letrina; la promiscuidad estaba a la orden del día, la ausencia de intimidad regía todos los períodos del día. Por cama la arena, por techo, el cielo raso. La solución radicaba en cavar un hoyo profundo donde poder introducirse y cubrirlo, de alguna manera, bien con cañas, bien con la manta que siempre llevaban los soldados, de esta manera se evitaban los fuertes vientos. Para comer… ellos sabrán cómo lo hicieron. Con el paso del tiempo las autoridades galas fueron mejorando una situación que se estaba haciendo insostenible y que podría haber estallado en cualquier momento dadas las pésimas condiciones en las que se estaban dirimiendo sus vidas un día tras otro. Quien estuvo en Argelés sur Mer sabe de lo que estoy hablando y sus familiares también.

A lo largo y ancho del sur francés y hacia la mitad del país muy pronto se erigieron campos con otras condiciones de habitabilidad y servicios. Así, campos como Septfonds, Bram, Noé, Gurs, Saint Cyprien, Vernet d’Ariege, Rivesaltes… y tantos otros, se fueron completando de españoles que desde que se levantaban hasta que se acostaban no hacían completamente nada, solo sobrevivir y recibir el rancho diario a las horas estipuladas. Es cierto que en diferentes campos se les dio la oportunidad de trabajar en granjas, en instalaciones agrarias, en otras ocupaciones pero siempre con carácter voluntario, no obligatorio, y diversas instituciones como Cruz Roja Internacional, el Partido Comunista francés, incluso los Cuáqueros, ayudaron a que la estancia en esos campos de refugiados –en la mayoría fueron campos de concentración en toda su acepción, aunque, desde luego, no se pueden comparar con los campos nazis-, fuera lo mejor posible y ayudarles a encontrar familiares que estaban dispersos en diferentes campos y consiguieron, en más de una ocasión, que estuviesen juntos.

No hay que olvidar que el gobierno de Juan Negrín creo, en el mes de febrero de 1939, en pleno éxodo hacia Francia, lo que vino en llamarse Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles, también llamado Servicio de Emigración de los Republicanos Españoles (SERE), que fue el primer organismo de auxilio a republicanos exiliados a causa de la guerra de España, creado en París y adscrito a la dirección del propio presidente Negrín, y más adelante, en el mes de julio de ese mismo año, la Diputación Permanente de las Cortes republicanas en el exilio, igualmente en París, se constituiría lo que se llamó la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles, o sea, el JARE. Gracias a estas instituciones de las que hemos hablado anteriormente y de estos organismos puestos a funcionar por el gobierno republicano exiliado, hicieron más “agradable” la estancia de estos españoles obligados a abandonar su territorio patrio. No podemos, ni debemos, olvidar la inestimable ayuda de determinados Consulados hispanoamericanos que hicieron lo posible y lo imposible por atender las solicitudes de pasaportes, de pasajes de barcos para marchar a sus países de América, de dar salvoconductos a quienes lo pedían pero… quién podía costearse un billete para Veracruz, para Santiago de Chile, para New York… en realidad muy pocos pero… los hubo.

Pero tampoco podemos dejarnos en el tintero la invitación del gobierno galo a los españoles en los campos franceses para que retornasen a su país, es decir, a España. El gobierno de Franco aseveraba que no habría represiones contra las personas que volviesen de nuevo a España, “salvo que sus manos estuviesen manchadas de sangre”. Se sabe que algo más de 350.000 personas lo hicieron. Miles de ellos se arrepintieron de haber dado ese paso porque, para algunos de ellos, les estaba esperando un pelotón de ejecución en el patio de una cárcel, o en las paredes de un cementerio a las seis de la mañana, después de un juicio sumarísimo lleno de irregularidades –tanto de los testigos propuestos como de los propis fiscales-; ellas tampoco se libraron del odio y de la vileza de los que cacareaban su victoria y ahora había llegado el momento de su venganza. El aceite de ricino corrió como la pólvora, las maquinillas de cortar el pelo o las navajas de afeitar comenzaron a hacer su trabajo en manos de salvajes que disfrutaban con su faena, al tiempo que se reían, escupían, violentaban y abusaban tanto de niñas jóvenes, como de impúberes y ancianas. Era una orgía de satisfacción el ver cómo éstas gemían y escondían sus vergüenzas mientras ellos disfrutaban al verlas de esta manera, sometidas, dominadas y avasalladas. El tiempo –dicen-, todo lo cura. Pero hay circunstancias, situaciones que nunca podrán ser olvidadas por más tiempo que pase porque éstas pasarán de generación en generación. Dicen que hay que perdonar y, de hecho, muchas personas lo han hecho pero no pidan que se olvide, eso jamás. Es como una herida, mientras la tienes te duele pero con el tiempo se transforma, se cura y solo queda la cicatriz. Ésta es la que hará que esa herida que un día tuviste, nunca se olvide.

El gobierno galo pensó en aprovechar, de alguna manera, esa mano de obra que estaba en decenas de campos sin hacer nada, aburriéndose día tras día. ¿Y cómo hacerlo? Pidió voluntarios para engrosar la Legión Extranjera, para cubrir puestos en los Batallones de Marcha –tanto uno como otro, eran militares-, y, por último para conformar las llamadas Compañías de Trabajadores Extranjeros (las CTE). Miles de ellos lo hicieron. Y miles de ellos salieron de sus campos, dirección a la frontera con Alemania, para reforzar la Linea Maginot que Francia construyó tras el fin de la Gran Guerra. Francia pensaba que Alemania podría volver a invadirles y, de esta manera, quería ponérselo algo más difícil. Ese sería el momento en que miles de refugiados españoles irían a trabajar, de civiles (aunque es cierto que hubo CTE militares, con uniforme del ejército francés) aunque bajo mando militar. Alemania cruzó la frontera por donde no imaginó el Estado Mayor francés. Y todos fueron hechos prisioneros sin pegar un tiro, simplemente porque no tenían con qué hacerlo.

 

Se el primero en comentar

Dejar un Comentario

Tu dirección de correo no será publicada.




 

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.