Se necesita una ciudadanía consciente y alerta para seguir la ruta correcta y vencer.
La cartelera de candidaturas para la presidencia, las diputaciones y alcaldías en el proceso electoral desarrollado en Guatemala es una muestra fehaciente de la falta de participación de la ciudadanía en la depuración de sus instituciones, incluyendo entre ellas a una de las más importantes a la hora de elegir representantes, como son los partidos políticos. Creados y organizados en su mayoría por personajes poderosos pero de dudosas intenciones, los partidos poseen el monopolio del poder político gracias a una ley mediante la cual se obstaculiza la participación de líderes populares independientes y se imponen listados elaborados a conveniencia de sus dirigentes.
El ambiente electoral, sin embargo, comienza a calentarse por la inédita efervescencia alrededor de una candidata quien, además de ser mujer, pertenece a la históricamente marginada población indígena de Guatemala. No es de extrañar, por lo tanto, el estupor de cierta sociedad capitalina, urbana, ladina y profundamente racista, cuyos parámetros para medir “lo correcto y aceptable” no permiten admitir los derechos de una importante parte de la población a dirigir los destinos del país al cual pertenece. Es decir, los marginados no solo deberían continuar en ese estado, sino además aceptar en silencio y sin protesta las normas impuestas por un puñado de poderosos empresarios y políticos cuya incidencia en asuntos de Estado ha sido catastrófica para todos, excepto para ellos.
Es lógico suponer el temor que despierta en cierto sector de la sociedad la perspectiva de un cambio tan rotundo en el escenario político. La historia del país ha estado jalonada de abusos y regida bajo un sistema cuyos resultados están a la vista: saqueo de fondos públicos; robo de territorio ancestral de las comunidades indígenas; exclusión de casi la mitad de la población; explotación laboral a niveles de esclavitud; legislación excluyente para la población no ladina; desnutrición aguda y crónica en la niñez indígena y rural; muerte materna y una persecución constante contra la organización comunitaria, al extremo del asesinato de sus dirigentes y la cárcel por defensa del territorio y los recursos naturales.
Desde hace mucho tiempo los analistas más lúcidos vienen predicando la necesidad imperiosa de realizar cambios profundos en el modo de gobernar Guatemala. Hoy, con un crecimiento inesperado de la intención de voto por una candidata indígena cuya personalidad y programa de gobierno ha conquistado un espacio importante en el escenario electoral, queda demostrado el hecho de que el abuso de poder tiene un límite, por más obstáculos se opongan a la reacción popular. En esta ocasión, el rechazo a las obscenas maniobras de los corruptos para impedir la expresión libre de la voluntad del pueblo comienza a marcar las jornadas previas al evento.
La incógnita es cómo se van a desarrollar los pactos y acuerdos entre quienes representan la corriente “anti-corrupción” y cuántos candidatos tendrán los arrestos de renunciar a sus pretensiones presidenciales para acuerpar a uno solo y dar el golpe de timón a la situación de extrema fragilidad en la cual se encuentra la democracia en Guatemala. Por ahora, algunos se han pronunciado en tal sentido pero falta muy poco para abrir las urnas y votar. Por ello, no será suficiente con concertar un pacto; para alcanzar el éxito será imprescindible llegar al corazón de la ciudadanía con un mensaje de unidad capaz de despertarla del letargo en que se encuentra: Una tarea titánica sin el concurso de los medios masivos de comunicación, cuya mayoría (sobre todo la televisión abierta) se encuentran dedicados a mentir y apañar los abusos del Pacto de Corruptos.
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