Por Tin Morín
Tengo a mi munícipe como un lamentable error de mis conciudadanos, y no tengo mucha esperanza de que esto que escribo hoy llegue a buen puerto, pero aun así lo voy a intentar porque si algo me gusta es librar batallas que parecen perdidas porque cuando vas y resulta que las ganas el placer es indescriptible, y sabe a mil guerras vencidas.
Soy vecino de Galapagar y ciudadano de su República Independiente, mi patria es aquel sitio en el que viva mi familia en cada momento, y hoy da la casualidad de que es en plena Ruta Imperial ¡¡qué cosas!! Nunca lo hubiese imaginado, sobre todo porque mi juventud la pasé viviendo en Valdemorillo y temiendo acercarme a este pueblo que tenía por repleto de malas bestias desde que mis amigos y yo casi no salimos vivos de él una noche de juerga, pero ay, desde que vivo en él he podido pasar de lo general al detalle minucioso, y como siempre eso te acerca un poco a la objetividad. He descubierto que en Galapagar hay un enorme número de personas que pueden mejorarme a mí y a mi familia junto a una escasa cantidad de impresentables, he decidido dedicarme a aprovechar la presencia de los primeros y a ignorar en lo posible a los segundos.
Además de esa gente fantástica con la que convivo he descubierto algo excepcional, y es que también es vecino de Galapagar Antonio Escohotado, donde resulta que parte de su familia hunde sus raíces. Don Antonio es parte de mi vida aunque él no lo sepa desde el verano de 1993 cuando codirigió el seminario titulado “Contracultura, desobediencia civil y farmacia utópica” en la Universidad de verano de El Escorial, ese seminario al que acudí por la patilla (con fantástico criterio se invitó a asistir a todo el mundo que quisiera aunque no pudiese, mi caso, o quisiese pagar la matrícula, con ese título de cabecera ya me diréis…) me descubrió entre otras muchas cosas al gigante Albert Hofmann o al vate homérico Luis Paniagua, pero sobre todo me descubrió a Escohotado, yo estaba justo en la edad en la que uno tiene el cuerpo, las ganas y la curiosidad por probar y transgredir, pero a diferencia de muchos de mis amigos y conocidos de mi Carabanchel natal que terminaron ese proceso de manera siniestra yo pude hacerlo con un criterio superior al mío y desde una perspectiva iluminada por el conocimiento, guiado por la sabiduría de la Historia General de las Drogas de Antonio Escohotado. Otros amigos terminaron igual de bien que yo esa etapa sin leerlo, pero por lo menos yo tengo que agradecérselo a él, y sobre todo tengo que agradecerle que más allá de guiarme por el mundo de las sustancias psicoactivas me descubriese el valor de la propia responsabilidad que implica la libertad, que las sustancias no pueden tener por definición categoría moral, y que el discurso racional puede ser tan bello como un poema. Luego vinieron otros libros y más agradecimiento por mi parte.
Antonio Escohotado es el último hombre del renacimiento que nos queda, su trabajo ha sido tan enciclopédico que ha pagado por él con la atención de nuestros monstruos nacionales, esos siameses que comparten la espalda, la envidia y la indiferencia; una atención constante que ha hecho que ni siquiera en el ámbito que le debería ser más proclive se le haya hecho justicia: en nuestra universidad, ese antro de sinvergüenzas donde relucen unos pocos faros admirables anclados en su extrarradio, se le ha negado hasta el más mínimo reconocimiento oficial. Esto es justamente lo que me trae aquí y la razón por la cual mencionaba al comienzo al alcalde de Galapagar, creo que no sólo es justo, también es un placer por mucho que yo en la actualidad esté bastante alejado de las opiniones de Don Antonio, concretamente en cuanto a mi religión concierne y a mi empeño en el elogio tanto a la mediocridad como a la colaboración frente a la competencia como motor social; no veo cómo hacer esto compatible con un sistema de laissez faire que me da la sensación de que es donde está ahora mismo nuestro sabio, el fallo, mucho sospecho, estará en mi posición pero por ahora no veo dónde.
Señor alcalde Don Daniel Pérez Muñoz:
Le solicito en mi propio nombre y en el del más aséptico razonamiento que considere homenajear a nuestro vecino Don Antonio Escohotado dándole su nombre a nuestro centro cultural, ese que ahora mismo se llama La Pocilla y que salvo que mi ignorancia sea mayor de lo que me gustaría y tenga ese nombre por alguna fantástica razón parece que ganaría con el cambio, al mismo tiempo que haría una simbólica y pequeña justicia a este gran hombre. De esta manera no sólo me contentaría a mí (él me parece que está más allá de este tema, y no sospecha siquiera este desvarío mío) sino que quizás, y si tuviésemos mucha suerte, animaría al señor Escohotado a participar directamente en nuestra vida cultural.
Tenemos la oportunidad de escapar a esa maldición tan española de agradecer su trabajo a nuestros vecinos más admirables cuando ya no pueden disfrutar de ello, considérelo. Agradezcamos al señor Escohotado YA todos sus años de iluminar el mundo a su alrededor.
Atentamente le saludo y le doy las gracias por anticipado.
Hacerle justicia a Escohotado es compartir su obra, ayudar a difundirla, que se enteren de que este tipo existe y de lo que piensa y escribe. El nombre en el centro cultural es pintoresco, pero hay un montón de calles, plazas y edificios cuyos nombres ilustres no sé a quiénes pertenecen, salvo que alguien me haga llegar su obra y esta sea interesante. Genial que hayan publicado algo de él en esta revista de rojas letras, ¡saludos!
El fallo, o un atisbo del mismo, puede estar en contraponer colaboración y competencia como figuras que se excluyen. Valga como ejemplo el fútbol, donde 11 colaboran para competir con otros 11. El motor del juego requiere las dos cosas, sin que tenga sentido enfrentarlas.
Acertadísimo símil Jaime