Al trasladar al Defensor del Pueblo una investigación imposible de esquivar porque cada día aparecen nuevos testimonios de valientes que denuncian las violaciones que les mataron la alegría de vivir, el Gobierno y el Congreso no pretenden proteger a las víctimas, sino a los religiosos abusadores.
Por Domingo Sanz
Congreso y Gobierno decidirán escurrir el bulto en la persecución de los delitos cometidos por miembros de la Iglesia que durante décadas han estado envolviendo palabras y silencios asquerosos con la cruz católica en la mirada para asustar a miles de menores a los que les metían mano y otras partes de unas anatomías frustradas por la incapacidad de satisfacer el legítimo deseo sexual en condiciones de igualdad con sus semejantes.
Al trasladar al Defensor del Pueblo una investigación imposible de esquivar porque cada día aparecen nuevos testimonios de valientes que denuncian las violaciones que les mataron la alegría de vivir, el Gobierno y el Congreso no pretenden proteger a las víctimas, sino a los religiosos abusadores y a los obispos que, contra el ejemplo de otros países y también de las órdenes de Roma, se niegan a investigar y pagar las consecuencias de sus delitos, aunque tengan que vender a precio de saldo hasta el último inmueble de los que se apropiaron gracias a un Aznar que quizás soñaba con pasear bajo palio.
Como es de suponer que Gabilondo reclamará del Congreso una financiación extra para asumir la monumental carga de trabajo que le viene, me permito recordarle la queja colectiva número 20017725 que se inició en 2020 y se dirigió contra otra “iglesia” con la que también es fácil «toparse».
Se trata de la formada por los 350 ocupantes de los escaños del Congreso y que, salvo Baldoví y alguna otra excepción, abusaron de su posición dominante durante los seis plenos del primer Estado de Alarma con tal de no renunciar al vicio de hablar desde la tribuna en lugar de hacerlo desde sus escaños para respetar mejor el derecho a la salud laboral de las “kellys” de las Cortes porque, durante aquella primera ola, los muertos se multiplicaban y nadie podía saber si terminarían siendo miles o millones.
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