Fútbol: correr como un negro para vivir como un blanco

Por Daniel Seijo

«El deporte es el esperanto de las razas»

Jean Giraudoux

«Voy a correr como un negro para vivir como un blanco».

Samuel Eto’o

Existen asuntos prioritarios para una sociedad a los que sin embargo la mayoría de sus miembros deciden darle la espalda, existen males intrínsecos a la parte más oscura del ser humano que se repiten generación tras generación sin que el silencio social logre acallar los gritos de aquellos que sufren en sus carnes el peso de la desigualdad. El racismo, como la más profunda estupidez, no se trata de algo propio del fútbol, aunque puede que dicha actitud si se reproduzca especialmente en sus estadios. Amparados en la particular atracción que produce para los especímenes más cobardes del Homo sapiens el anonimato, los gritos racistas, las consignas segregacionistas o los sonidos evocando a un pariente animal –en cierta forma moral más evolucionado que nosotros– se reproducen como muestra del profundo desprecio que estos miserables sienten por el que consideran diferente, por el que por tanto consideran su enemigo.

Resulta oportuno aclarar este punto –dado que para muchos de estos elementos racistas la figura del enemigo se articula de un modo ciertamente muy relativo– que el enemigo es el negro, el paqui, el moro de mierda, pero puede que no tanto ese jeque Qatari que ha montado el nuevo estadio del equipo, el boxeador estadounidense que tiene tanta pasta o el negro aquel que los había clasificado para la final de Champions con un golazo en el último minuto que todavía hoy recuerdan. Cuando un negro corre como un negro, cuando un moro de mierda demuestra poder económico o el éxito del que pensaban diferente, inferior, resulta tan obvio que esos pobres diablos se descubren de un modo repentino ante un mundo donde las desigualdades únicamente atienden al color del dólar, solo entonces, los parias de la tierra se descubren víctimas de una injusticia común con aquellos a los que desprecian profundamente. Pero no esperemos una transformación por su parte, no esperemos una disculpa o simplemente un cambio de actitud, renunciar a su odio, a su ideología y a todo aquello en lo que han creído tan firmemente hasta ese momento, sería admitirse en una posición común de suma debilidad frente a un enemigo demasiado poderoso como para poder plantearse combatirlo.  Por tanto, quizás resulte incluso lógico que los racistas se escondan en un mundo fantasioso en el que su raza les otorga por nacimiento unos privilegios que siempre terminarán de llegar con el último muro levantado por el gobierno conservador, por las políticas racistas o las continuas expulsiones de emigrantes y su lenta agonía en el Mediterráneo. Un racista es en el fondo simplemente un cobarde que se niega a encarar el mundo tal y como funciona en realidad, pero ojo, a veces los cobardes pueden resultar sumamente dañinos e incluso peligrosos.

En un país en el que se persigue a raperos, tuiteros, viñetistas, titiriteros, cómicos, artistas, periodistas e incluso activistas, que menos que equilibrar un poco las cosas persiguiendo también los actos racistas

Intentar razonar con quienes apoyan la discriminación, segregación o incluso exterminio de parte de sus congéneres humanos, únicamente apoyados en absurdas ideas científicas o religiosas, resulta en gran parte de las ocasiones absurdo. La barbarie nazi, la segregación y persecución racial en Estados Unidos, el régimen del apartheid en Sudáfrica o el racismo contra el indígena presente en mayor o menor medida en toda América Latina, nos muestran claramente como el racismo es un arma siempre a disposición de los estados para desviar el descontento social, para justificar el fracaso de gran parte de la población, para ejercer de blanco de las iras de quienes no se atreven a bucear en la búsqueda del verdadero culpable. La única cura posible para el racismo es la educación, uno puede viajar –y de hecho cada día lo hacemos más– y continuar siendo un jodido racista toca pelotas que mira con desprecio a los camareros de esa piscina del hotel vietnamita de la que no piensa salir en todas las vacaciones, uno puede compartir su día a día en la fábrica con un compañero negro y tratarlo simplemente como una máquina barata, uno puede jugar en el equipo del barrio con un compañero gitano y seguir considerándolo diferente, pero cuando uno crece y se desarrolla en una sociedad que fomenta la igualdad, que no ve en los apellidos, en el barrio en el que vive, pero tampoco en el color de la piel o el lugar de nacimiento un motivo para la discriminación, entonces con toda probabilidad aprenderá a tratar a los demás como iguales.

En gran parte el problema del racismo es el odio, la frustración y la más profunda de la incultura y la cobardía, cualquier motivo es bueno para que el ser humano pueda –o al menos intente– sentirse superior, especial. El color de la piel, los rasgos, la raza…meros detalles insignificantes que jamás podrán explicar la honradez de Mandela, la valentía de Thomas Sankara, el inmenso talento de Ray Charles, la rebeldía de Rosa Parks, la rapidez de Jesse Owens, la pegada de Muhammad Ali, el talento de Ha Jin, la poesía de Angélica Ortiz o la visión de Albert Namatjira, nuestro deber consiste simplemente en abrirle los ojos a las generaciones futuras acerca la magia común que reside en el ser humano, independientemente de cualquier otra tonalidad que no sea simplemente la de nuestra alma.

Hoy el fútbol es un fenómeno de masas, el llamado deporte rey en nuestro país mueve miles de millones cada año, arrastra a cientos de miles de personas cada semana a los estadios, proporciona audiencias televisivas de locura y también monopoliza sueños, concretamente los sueños de miles de niñxs y no tan niñxs que ven en esos héroes modernos un referente con el que guiarse. Los niños ya no quieren ser periodistas, escritores o bomberos, el deporte ha superado con creces a cualquier otra ensoñación del éxito futuro y los futbolistas son hoy auténticos referentes sociales para gran parte de nuestra población. No voy a pedir que Messi repita el gesto del puño en alto de Sócrates en señal de protesta contra la represión de Macri, ni que Cristiano Ronaldo se inspire en Tommie Smith y John Carlos para copar todas las televisiones con una profunda reivindicación que ponga fin a las demenciales políticas migratorias de la Unión Europea, después de todo dudo mucho que fuesen unas celebraciones apropiadas para sus patrocinadores en PES o FIFA, pero al menos si le pediría a los deportistas que compiten en España que aparten sus lamentables comportamientos racistas de nuestros campos y estadios.

No puedo asegurar que Iago Aspas llamase «negro de mierda» al futbolista del Levante Jefferson Lerma, supongo que no puedo asegurarlo  porque han pasado pocas horas y en las distintas televisiones no han dispuesto de tiempo para buscar las imágenes, mientras que por su parte en los organismos pertinentes prefieren actuar con calma ante un asunto de tamaña gravedad. Aunque he de admitir mi sorpresa ante semejante tardanza cuando uno hoy puede enterarse al segundo de las tendencias políticas de Pep Guardiola, la marca de natillas favorita de Mourinho, ver las vomitonas de Messi desde el cualquier ángulo o incluso el escote de la mujer del público que desee pese a no disponer de su consentimiento, en fin, puede que de ser yo algo más desconfiado pudiese llegar a pensar que en un deporte en el que todavía guarda poder la ultraderecha española y en unos medios en los que las minorías no suelen pintar nada, el tema de un jugador llamando negro de mierda a otro, importa precisamente eso: una mierda.

Un racista es en el fondo simplemente un cobarde que se niega a encarar el mundo tal y como funciona en realidad, pero ojo, a veces los cobardes pueden resultar sumamente dañinos e incluso peligrosos

Allan Nyom, Roberto Carlos, Dani Alves, Kameni, Samuel Eto’o…, el racismo contra los jugadores en nuestra liga nunca ha salido demasiado caro para esos espectadores que han decidido ejercerlo como si fuese un derecho más adquirido con la compra de su entrada. En el fútbol español comparar a un jugador con un mono, llamar al compañero o rival negro de mierda o incluso los cánticos y símbolos racistas nunca han supuesto un motivo lo suficientemente importante como para que el espectáculo parase por un instante, el balón debe rodar pase lo que pase  y cuando uno intentar impedirlo se le toma por loco, pese a que acabe de soportar como gran parte de un estadio le ataca con insultos racistas tal y como le sucedió a Samuel Eto’o en La Romareda.

El fútbol es fútbol, y el racismo es racismo. Pese a que el jugador Iago Aspas considere que «Lo que se dice en el campo, se queda en el campo» –el machismo en su momento también se decía debía quedarse en el hogar– resultaría cuanto menos ejemplarizante y oportuno que la justicia actuase de oficio para escarmiento de todos aquellos que consideren que el racismo sale gratis. Después de todo, en un país en el que se persigue a raperos, tuiteros, viñetistas, titiriteros, cómicos, artistas, periodistas e incluso activistas, que menos que equilibrar un poco las cosas persiguiendo también los actos racistas.

Y ya para terminar con un tópico futbolístico como muestra de consideración para todos aquellos que quizás por equivocación en este artículo esperaban otra cosa –puede que una EXCLUSINDA, así en grande pero vacía o que sé yo– , recordar que el fútbol es un juego simple; 22 hombres persiguen un balón durante 90 minutos, y al final si no actuamos firmemente contra el racismo, en esta ocasión tampoco los alemanes ganarán.

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