Fuera de la ley

Por Daniel Seixo

“Los catalanes, los gallegos y los vascos serían anti-españoles si quisieran imponer su modo de hablar a la gente de Castilla; pero son patriotas cuando aman su lengua y no se avienen a cambiarla por otra. Nosotros comprendemos que a un gallego, a un vasco o a un catalán que no quiera ser español se le llame separatista; pero yo pregunto cómo debe llamársele a un gallego que no quiera ser gallego, a un vasco que no quiera ser vasco, a un catalán que no quiera ser catalán. Estoy seguro de que en Castilla, a estos compatriotas les llaman "buenos españoles", "modelo de patriotas", cuando en realidad son traidores a sí mismos y a la tierra que les dio el ser. ¡Estos sí que son separatistas!”.

Alfonso Daniel Rodríguez Castelao
"Siset, que no veus l'estaca
a on estem tots lligats?
Si no podem desfer-nos-en
mai no podrem caminar!".

L´estaca - Lluis Llach

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El 23 de febrero de 1981, mandos militares del estado español, comandados por el Coronel Tejero, decidieron protagonizar un golpe de estado que todavía en estas fechas es más recordado por lo que desconocemos del mismo y por su casposidad, que por las lecciones aprendidas durante aquellos animados días.

El ejercito español nunca había superado lo del partido Comunista, ni la perdida de su centralidad en el estado, ni a los hippies o los independentistas… El ejercito en España, todavía no había superado la muerte de Franco, ni pretendía fácilmente superar la dictadura franquista y la cocepción de Estado que la acompañaba. Por ello, mientras tenía lugar la segunda votación para la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como presidente del Gobierno, el Coronel Tejero, acompañado de doscientos guardias civiles, subfusil en mano, irrumpieron inesperadamente en el hemiciclo  para regalar a la historia de España una de las frases que históricamente mejor han logrado definirla: «¡Quieto todo el mundo!»

Y es que de eso se trató aquel golpe de estado,  un movimiento perfectamente coordinado por las élites de un régimen en decadencia de cara a lograr producir un estado de shock que inmovilizara el florecimiento democrático que surgía en cada rincón de España tras el fallecimiento del dictador. Si existió alguna vez una posibilidad real de transición democrática en España, aquel 23 de febrero de 1981 el ruido de sables se encargó de enterrarla para siempre. Tal y como sucediese en el golpe de estado y el posterior genocidio franquista, la derecha reaccionaria, la España oscura y decadente, esa que guarda en su interior la impotencia y la rabia de un Imperio perdido, saco a relucir su violencia para acomplejar y amedrentar la ilusión democrática de un pueblo demasiado acostumbrado a vivir y responder en vertical.

Los planes del Elefante Blanco sirvieron para amedrentar a un pueblo que todavía escuchaba los gemidos y lamentos de los muertos desperdigadas en fosas comunes por toda España, sirvieron para eso y para instaurar definitivamente una monarquía que durante un tiempo sirvió para calmar las cosas, para darles un toque de normalidad y modernidad. Solo en este engendro histórico llamado España, podría provenir la normalidad de una institución medieval.

El coqueteo con la herencia de la dictadura y con los planteamientos políticos y sociales que esta conlleva, siempre han salido muy baratos o directamente gratuitos en el estado español

Tejero y otros cabeza de turco fueron condenados, pero los tanques en las calles de Valencia o los disparos al techo político común de todes sirvieron para ganar la batalla. Como patriotas soldados enviados a una última misión por la patria, el estado español castigó a los treinta golpistas con penas quizás judicialmente «severas», pero moralmente exculpatorias. Las penas finales por el golpe del veintitrés de febrero oscilaron entre el año y los 30 años de prisión para cada uno de los acusados por delitos de rebelión, adhesión a la rebelión y auxilio a la rebelión, pero la verdadera condena por aquellos hechos la sufrió un pueblo que vio como el golpista Tejero pasaba apenas un par de años en una cómoda estancia de unos 65 metros cuadrados con varias habitaciones, cocina y hasta un servicio con bañera, mientras ellos sufrían una brusca transformación forzosa a un sistema liberal que apenas lograba garantizar un techo para muchos de ellos.

Ningún fascista fue señalado por la calle tras el 23 de febrero, tampoco los medios dejaron de contar con ellos o se hizo purga alguna en los cargos dirigentes de las instituciones del estado. A la hora de reprimir una manifestación, firmar una sentencia o un editorial, promulgar una ley o repartir financiación en sobres de dudoso paradero, nadie en el estado español se planteó ni por un segundo la necesidad de trazar una línea roja en el trato con los defensores del fascismo y los admiradores de Tejero.

El coqueteo con la herencia de la dictadura y con los planteamientos políticos y sociales que esta conlleva, siempre han salido muy baratos o directamente gratuitos en el estado español. Esto se debe a eso que siempre se encarga de recordar uno de los más fieles burócratas del Grupo Planeta: ellos ganaron la guerra.

Tras el 23-F llegó una nueva traición de «la izquierda«en forma de abandono definitivo de los postulados marxistas, la represión a manos de unos y otros, las privatizaciones, la entrada en la OTAN como socio subalterno del verdadero Imperio, el liberalismo salvaje, la trampa del ladrillazo, la corrupción y el 135… La noche del pacto de Jose Luís Rodríguez Zapatero con Mariano Rajoy para votar una modificación de la Constitución Española que anteposiese el pago de la deuda a cualquier otro tipo de pago, el pueblo español sufrió el golpe de estado más silencioso de su historia.

Ni el espíritu del 15M, ni una política convenientemente desacreditada, ni unas calles duramente reprimidas, podrían ya devolver la sensación de normalidad a un estado que no terminaba de asimilar las mínimas normas democráticas que aparentemente todos habíamos acordado. Lejos de apaciguar los ánimos e intentar reconducir el debate al campo de la gestión de los problemas de la ciudadanía, lejos admitir sus errores y dar un paso atrás reconocieno que algo sí había cambiado aquella noche de agosto, la clase política española y muy especialmente la derecha comandada por el Partido Popular de Mariano Rajoy, se dedicó durante décadas a jugar la baza territorial como un arma electoralista válida, tal y como el Partido Popular de Aznar había jugado previamente esa misma baza con el terrorismo.

La noche del pacto de Jose Luís Rodríguez Zapatero con Mariano Rajoy para votar una modificación de la Constitución Española que anteposiese el pago de la deuda a cualquier otro tipo de pago, el pueblo español sufrió el golpe de estado más silencioso de su historia

La imagen de Rajoy presentando en el Congreso cuatro millones de firmas por un referéndum sobre el Estatuto, es la clara respuesta a muchas de las preguntas que todavía hoy se hacen los españoles sobre lo sucedido el 1 de octubre de 2017 en Catalunya. Quienes primero dieron el paso de cara a retorcer las normas y las leyes comunes en el estado español fueron los populares, ese mismo entorno reaccionario  y caciquil que nunca dudo a la hora de pactar con la burguesía catalana el silencio ante la galopante corrupción institucional que terminaría degradando a niveles irrecuperables la confianza general en el pacto social e institucional español.

El 1 de octubre hereda más en muchos sentidos del #15M que de cualquier corriente independentista catalana. El catalanismo y su evolución natural al independentismo, renace significativamente entre el desencanto de una generación de indignados catalanes que ve como la represión y la traición política termina por rematar cualquier expectativa de cambio real en el estado español. Una vez más, Madrid intentó ser el centro del tablero político para la izquierda estatal, pero una vez más, el cortocircuito con la lógica del resto del tablero se hizo evidente.

La movilización social por las redes resulto innovadora, los círculos de barrio, la puesta en escena, la ilusión, pero en la mayor parte de los casos la gente necesitaba urgentemente algo que solucionase sus problemas materiales, necesitaba precisamente mayor acceso a internet, un transporte público decente para llegar a los círculos políticos más cercanos, más acción que puesta en escena y lograr canalizar su rabia para poder ilusionarse de nuevo. El #15M no supo conectar con la realidad de España, nació como un movimiento con foco en Madrid y poco a poco renunció a ser algo más, una auténtica revolución social destinada a transformar el sentido propio del estado.

Con el tiempo Madrid seguiría su evolución política particular para por un lado moverlo todo sin realmente cambiar nada y por el otro seguir encerrándose en sí mismo hasta finalmente proponer una España a imagen y semejanza de las inquietudes de un pequeño grupo de «activistas» de la capital. Pablo Iglesias e Iñigo Errejón, representan fielmente esta realidad de desconexión evidente. Nunca la izquierda parlamentaria española se ha mostrado realmente dispuesta a poner sobre el tablero la concepción misma de España, incluso para el más proletario de los parlamentarios de nuestra sede democrática, la posibilidad de pasar a la historia como aquel que «perdió» los últimos vestigios de un imperio ya caduco, le continua produciendo vértigo, dibujando con ello una línea roja difícilmente superable.

Y es por eso que mientras que en las grandes ciudades sobrevive durante un tiempo el espíritu de democracia directa del #15M y sin duda muchas grandes iniciativas como el movimiento Stop Desahucios o incluso el movimiento feminista renacen con nuevo impulso tras esa experiencia social, en el resto del estado, las inquietudes políticas van por otro lado. Esto se explica bien atendiendo a las dificultades que se econtró Podemos en cada territorio para conformar alianzas políticas de cara a sus primeras elecciones, en Galiza la experiencia de las mareas no se lo pondría barato y capitanearía una concepción más plural y abierta del proyecto político. Podemos nacía por tanto con centro el Madrid, pero Galiza, Andalucía, Catalunya y Euskadi dejaban claro que esto era un proyecto conjunto, pero que la toma de decisiones no debería abusar de centralidad.

El  proyecto pudo funcionar si no estuviése acorralado de inicio por un golpe de estado silencioso que apenas fue denunciado o combatido. La alternativa que suponía Podemos sufrió su adaptación a las dinámicas de los medios de comunicación, sufrió el efecto de los malos consejeros, esos que siempre priman su puesto por encima de las necesidades sociales, Podemos en sus primeros años, perdió la capacidad de ilusionar entre el ejemplo Griego y las disputas internas. Por ceranco que pareciese, nunca existió en Podemos un liderazgo firme o un proyecto consolidado capaz de dibujar una alternativa de país. Podemos eligió una vez más el continuismo a la ruptura.

El 1 de octubre hereda más en muchos sentidos del #15M que de cualquier corriente independentista catalana

La ruptura en el estado español llegó por tanto y  como siempre de la periferia del mismo, liderada  en esta ocasión por una Catalunya que inspirada por el #15M y otras revoluciones digitales y escarmentada tras el conflicto en Eukal Herria, lanzaba su desafío al estado en forma de pulso no violento. Una burguesía con claras necesidades políticas tras el destape de sus numerosos casos de corrupción, no pudo más que sumarse a las marchas por la independencia con más dudas que certezas, aunque pronto los líderes de la derecha catalana se sintirían cómodos al mando.

Ante el fracaso del avance progresista en el resto del estado y ante la enésima prueba de que Partido Popular y Partido Socialista siempre han cohexistido en una gran colación de facto, en Catalunya se produce una arcaica alienación de los astros sociales para promover un movimiento de desobediencia y transformación –llámenle revolución si así lo desean– política que supondrá el gran desafío de la historia moderna del estado español.

Realmente nadie sabe muy bien que pasaría en caso de Catalunya fuese realmente independiente. Dudo mucho que las mentiras lanzadas por los políticos catalanes disten mucho de las lanzadas por los políticos britanicos durante el Brexit y de hecho considero que uno y otro caso responden a un mismo sentimiento canalizado en planos diferentes. Catalunya se encontraría en las mismas manos integrando políticamente la actual Europa que integrando políticamente España. Hoy las normas del juego las dictan los de arriba y en mi opinión me parecería una auténtica locura que un pueblo lanzase un desafío semejante para quedarse a las puertas, mientras de nuevo son otros los que negocian. Sinceramente, Francisco Franco y Mariano Rajoy fueron «ilustres gallegos» y nunca pensaron en su pueblo. Los gobiernos se deciden para modificar las relaciones de clase, cualquier cambio que obvie esto, está condenado históricamente a nuevos episodios de violencia. Por mucho que el burgués propio nos parezca entener mejor que el burgués foráneo.

El movimiento indendentista catalán ha caído en los mismos defectos en los que cayó en su momento la supuesta democracia española. Uno no puede, ni debe, comenzar la casa por el tejado. Una frase simple y popular, que sin embargo rara vez es tenida en cuenta en la política patria. El 1 de octubre supuso un voto de fe, la rendición total ante la desesperación más absoluta fruto de un sistema económico injusto y  un estado español orgulloso de poder hacer gala de su sordera. Nadie en Catalunya tiene realmente claro que es la república catalana y nadie entre sus principales líderes políticos hace admán de tener intención alguna de hablar de ello.

Coordinar identidades como la de Carles Puigdemont y la de los miembros de la CUP, no resulta sencillo y por eso dichos debates se han postergado para después de alcanzar el objetivo común y único: la independencia. En Catalunya nadie tiene la absoluta garantía de que el estado que surja de la herencia del tres por ciento vaya a ser muy distinto y distante a la monarquía española, nadie sabe nada de la concepción económica de un un futuro govern, ni creo que nadie pueda esperar, a tenor de los acontecimientos, que los Mossos de Quim Torra vayan a tener un carácter menos represivo que el de cualquier otra fuerza represiva que exista hoy en el estado español. Sabiendo de que lado cae la represión, uno siempre tiene ligeras pistas de ante que clase de estado nos encontramos.

El «A por ellos», el discurso del ahora Borbón alfa, la aparición de Vox en la escena política, la normalización absoluta de excepción como 155 y la larga preparación en tertulias políticas y editoriales de todo tipo, todo apuntaba ya a una resolución dura de la travesía legal del procés. Muches todavía confiaban en la solución judicial como quienes confían en la religión y el milagro de última hora, no está mal e incluso resulta muy necesario creer firmemente en el estado de derecho y la independencia judicial. Pero en un estado en el que las filtraciones son normal y las bancadas judiciales se asocian sin pudor alguno a las diferentes corrientes políticas del país, confiar en la justicia es a día de hoy como rezarle a la virgen: tan inocuo como inocente.

No voy a entrar a valorar la dureza de la justicia española con los condenados, parto del precepto moral de que las ideas no violentas nunca pueden ser juzgadas como un delito o un crimen y por tanto deniego iniciar el debate en un punto en el que la culpabilidad solo espera sentencia. Obviamente los líderes del procés desobedecieron un sin fin de leyes y normativas plasmadas en toda clase de documentos legales para facilitar nuestra convivencia, pero… ¿Acaso alguna revolución o avance social significativo se ha podido realizar de manera distinta y sin tomar como propio el recurso de las armas?

Ante el fracaso del avance progresista en el resto del estado y ante la enésima prueba de que Partido Popular y Partido Socialista siempre han cohexistido en una gran colación de facto, en Catalunya se produce una arcaica alienación de los astros sociales para promover un movimiento de desobediencia y transformación política que supondrá el gran desafío de la historia moderna del estado español

Marchena y los siete jueces que lo acompañaban se han limitado a interpretar unas leyes de clase dispuestas para reprimir con dureza cualquier nuevo enfoque del tablero establecido en una transición forjada con el constante ruido de los sables de fondo. Huir del delito de rebelión, tal como pretendían los sectores más reaccionarios de España únicamente para caldear el ambiente electoral, puede considerarse tanto un favor político de la justicia a España, como una muestra de cordura ante las posibles consecuencias de una interpretación torticera y reaccionaria de los sucedido, como por otra parte tantas veces tiene sucedido en España cuando de reprimir estamos hablando. Ejemplo claro de los vaivenes en este caso de la justicia son el caso de los chavales de Altsasu, la Operación Panzer, Púnica o la eterna sombra de sospecha sobre las actividades del Borbón campechano. La justicia en España siempre ha tenido su conexión con la actualidad y las voluntades políticas, negarlo a día de hoy, es querer ver algo diferente a lo que realmente sucede.

Con  493 páginas, el fallo habla de una amenaza casi onírica, una ensoñación, algo más propio del anhelo de unos líderes y un pueblo que de la capacidad real de un movimiento y una amenaza para cambiar las cosas. En definitiva, la justicia española reconocer que lo sucedido aquel 1 de octubre, tuvo más de puesta en escena que de amenaza real para la estabilidad del sistema político español. Pese a ello, los magistrados se cuidan mucho de criticar las cargas policiales o el uso de la fuerza por parte del estado español y muy por el contrario, exoneran de cualquier exceso a Policía Nacional y Guardia Civil, dejando claro las ideas, las ensoñaciones, cuando amenazan al poder, pueden y deben ser reprimidas. Pensar, expresarse y lanzar un desafío basado en la desobediencia civil, puede ser ya considerado un acto violento en el estado español.

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Y tal y como señala la periodista de Público Patricia López, el terreno queda abonado con esta sentencia y su argumentación para una futura interpretación legal torticera que permita extrapolar esta actuación  a cualquier otro escenario de contestación imaginable. Si bien en todo esto muchos han perdido de vista su concepción de clase y el verdadero enemigo, nunca se ha podido decir lo mismo de los resortes del estado, que creados y entrenados a imagen y semejanza de una clase social, siempre han tenido claro la necesidad de proteger al inmenso organismo de burocracia en el que hace tiempo se ha convertido.

Hoy de nuevo el mundo contempla con incredulidad y vergüenza ajena la impotencia de la democracia española. Las cargas policiales, las sentencias, las reacciones políticas y la cobertura mediática, hablan más de un estado replegado sobre sí mismo que de una nación que confía en sus propias instituciones.

El 1 de octubre de 1975 el entonces jefe del Estado español, Francisco Franco, lideraba una movilización  que culminaba en en la Plaza de Oriente como muestra de apoyo a una dictadura duramente cuestionada por varios países tras su decisión de autorizar al Tribunal de Orden Público la ejecución de la sentencia a muerte de varios terroristas pertenecientes a ETA involucrados en el asesinato del presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco. Entonces, como hoy, la justicia española solo seguía los cauces marcados por la ley. Entonces, al igual que hoy, la ley española causaba estupor entro todos aquellos que creían en la libertad. 

El procés no ha terminado aquí, tampoco cesará la rabia e indignación del pueblo catalán tras las condenas, ni podrán escudarse durante mucho más tiempo los líderes políticos catalanes en los ritmos y las actuaciones marcadas desde Madrid, para no cimentar una base ideológica y una hoja de ruta firme que de solución a muchas dudas y contradicciones dentro de este desafío. Mientras tanto, el próximo 10 de noviembre se volverá allanar a consulta a los españoles para equilibrar las fuerzas políticas sobre el tablero. Del resultado de estas elecciones dependerá mucho el futuro cercano de nuestras vidas. No con ello, sin embargo,  se apaga la necesidad de tomar las calles.

El terreno queda abonado con esta sentencia y su argumentación para una futura interpretación legal torticera que permita extrapolar esta actuación  a cualquier otro escenario de contestación imaginable

Si algo queda claro tras estas sentencias y la posterior reacción social, es que podrán juzgar a los líderes de un movimiento, podrán justificar la represión e incluso manipular el mensaje mediático imperante, pero nunca podrán matar las ideas. Hoy el estado español vence, porque le sobra fuerza bruta para vencer, pero una vez más no convence, una vez más se muestra incapaz de persuadir a aquellos que lo conforman para encarar un proyecto común. Ese y no otro, es el gran problema de todo este proceso: que una vez más su idea de España termina por no convencer a la mayoría, por mucho que finalmente logre imponerse a golpe de porra y toga.

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