Fake News, el dilema

Por Daniel Seixo

«En 1865, el actor Wiles Booth asesinó al presidente estadounidense Abraham Lincoln en un teatro de Washington. La noticia tardó doce días en llegar a Londres. El barco que transportaba el mensaje desde Estados Unidos fue abordado por un barco más pequeño al sur de la costa de Irlanda y las noticias fueron telegrafiadas a Londres desde Cork, adelantándose tres días a la llegada del barco. Hastal la década de los cincuenta no existió un cable transoceánico que transmitiera telegramas al instante a través del Atlántico, aunque la transmisión de radio por onda larga entre continentes ya era posible a comienzos del siglo XX. El 11 de septiembre de 2001 un grupo de terroristas secuestró tres aviones y los utilizó para atacar objetivos en Washington y Nueva York. La planificación de los ataques fue tan minuciosa que cuando un avión choco con la segunda de las Torres Gemelas en Nueva York, veinte minutos después de que la primera torre hubiera sido impactada, una audiencia estimada en dos millones de personas presenció el suceso en tiempo real«

Anthony Giddens 

La evolución del contexto de la información y su transmisión a la ciudadanía, ha evolucionado en las últimas décadas a una velocidad tan vertiginosa que sin duda ha podido sorprender a cualquier observador externo a los entresijos de este pequeño gran mundo. Los medios de comunicación, apoyados en las nuevas tecnologías, han logrado poner finalmente a disposición de los ciudadanos de todo el planeta una nueva realidad: la de la aldea global.

Para el lector de prensa, el telespectador de informativos o el oyente de la actualidad política en la radio, los sucesos acaecidos en Afganistán, Libia, Estados Unidos, Ruanda o Rusia, tienen la misma inmediatez y cercanía en su tratamiento que los que los sucesos que tienen lugar en su propio país o en la comunidad en la que residen. Las nuevas tecnologías han logrado derribar las barreras del espacio y el tiempo, para dejar únicamente en manos de los redactores, el mercado y los inversores la decisión final sobre los contenidos que cada día ocuparán nuestros medios de información. Con un acceso aparentemente ilimitado a información en tiempo real de todos los puntos del planeta, lo cercano, lo local, ya no goza de primacía sobre acontecimientos que tienen lugar a miles de kilómetros de nuestros hogares. Hoy el último tuit de Donald Trumo o un nuevo ataque terrorista en Damasco suelen superar con creces la atención y difusión recibida por la huelga de basuras de nuestra ciudad o el último escándalo en la administración del órgano de gobierno de nuestra pequeña ciudad. Si bien esto nos habría las puertas a un mundo realmente más interconectado y cercano entre sí, el bombardeo incesante de información a través de nuevos y abundantes canales, pronto descubrió su potencial amenaza para el conjunto social.

Hemos avanzado tanto en la sociedad de la posverdad y la realidad líquida, que hoy incluso tendremos serias dificultades para lograr identificar una realidad común, un mundo ajeno a la mentira

En la supuesta era de la información global y el acceso ilimitado a la información, no hemos tardado demasiado en comenzar a derrumbar cierto filtros que hasta ahora se consideraban básicos para garantizar una cierta profesionalidad en el contenido informativo. Con la capacidad de ejercer un acceso inmediato a través de nuestros dispositivos móviles y su conexión a Internet a fuentes de información de todo tipo, todos ellos con la inmediatez como nexo común, los medios tradicionales pronto comenzaron a perder la batalla de la información. Tras la aparición de Internet y los medios de información digitales, el papel ha pasado a suponer un objeto de culto, una reliquia conservada por aquellos que se resisten; quizás inútilmente, al cambio de formato. Ya no resulta habitual ver a nuestros congéneres portar un periódico bajo el brazo, la nueva sociedad líquida nos ha proporcionado una capacidad de acceso ilimitada y sin compromiso a cientos, sino miles, de páginas de información en las que poder estar al tanto de los últimos acontecimientos. Hoy ya no resulta necesario suscribirse a un periódico, ni pasearse por la ciudad con aquel trozo de papel que en definitiva decía tanto de nosotros. Después de todo ¿Quién querría hoy ser identificado como conservador o progresista por la cabecera de un trozo de papel?

Pero en esa movilidad aparentemente beneficiosa para la información y para el ciudadano, existe una clara contrapartida. Sin una comunidad de lectores afiliada a sus filas, los medios de comunicación han dejado de depender en gran medida de las directrices marcadas hasta ahora por sus lectores. El País, Telecinco, El Mundo, Onda Cero, ABC o The New York Times, ya se encuentran tan aferrados como antaño a una comunidad que identifique el medio en cuestión con unos valores o unas voces concretas. Cualquiera de estas «marcas» puede hoy jugar y experimentar con la transversalidad informativa de cara a lograr acceder a un público o a un nicho de mercado cada vez más acostumbrado a nutrirse de una multiplicidad de medios diferentes.

Curiosamente si hoy preguntásemos a la ciudadanía por el concepto de Fake News, pocos dudarían en identificarlo como algo novedoso, quizás algo relacionado directamente con Internet, los medios de comunicación independiente o puede que con la injerencia rusa promovida malévolamente por el presidente Vladimir Putin

Esto nos ha llevado a un intercambio directo entre profesionalidad e inmediatez. ¿Para que molestarse en contratar al mejor analista internacional del mercado cuando uno puede informar a través de notas de agencia y ser el primero en publicarlo?

Hoy los tiempos de lectura de la ciudadanía se han rebajado a lo absurdo, el lector medio no es más que un mero curioso cibernético que apenas repara unos segundos en un artículo para pasar al siguiente, el campo audiovisual y los grandes titulares han arrebatado definitivamente el terreno de la información a los reportajes o los artículos elaborados y contrastados y lo han hecho en parte gracias a la enorme confusión reinante entre los ciudadanos en la que se supone la era de la información. Vivimos inmersos en tal marejada de estímulos, que nuestra concepción de lo que sucede en el mismo se enmarca en una serie de pinceladas superfluas de noticias que ni comprendemos totalmente, ni seguimos en el tiempo la mayor parte de las ocasiones. Nadie sabe realmente que ha sido de Afganistán tras la intervención estadounidense, a ninguno de nosotros nos importa lo que sucede en Libia o en el Donbass y desde luego que no sabemos nada de la realidad de los mineros rescatados en aquella mina de Chile, ni de lo que sucedió con los migrantes a la que la reportera húngara Petra Laszlo les propino una desleal e inapropiada patada. Consumimos información como pequeños snacks culturales, meros aperitivos con los que saciar nuestra ansia de información, nuestra necesidad de sabernos conectados con el mundo, pero rara vez nos involucramos en lo que estamos observando o nos paramos a recapacitar sobre ello. Hoy las noticias se acercan mucho más al entretenimiento que a un contenido con alto valor cultural o moral para la ciudadanía.

Lo importante para la nueva industria de la información es llegar primero y lograr  con ello subir la información a la red con la mayor celeridad posible para llegar justo a tiempo con el objetivo de atraer los cliks de los lectores, esos pequeños movimientos de ratón tan populares y que en última instancia suponen para los inversores una vía directa a la financiación que llega mayoritariamente a través de la publicidad. Lo mismo sucede con la radio o la televisión, la exclusiva y la novedad se han convertido en el fin último de cara a lograr contar con la atención de los posibles anunciantes. La publicidad, ese factor que ante la crisis económica de la industria de la comunicación, se ha terminado convirtiendo en una pieza clave del engranaje económico de los diferentes medios y por tanto de la sostenibilidad de los proyectos informativos a lo largo y ancho del planeta.

Es aquí mismo en donde empieza la viabilidad de un juego realmente peligroso para todos nosotros. Libres ya en gran medida de la atadura moral ante sus lectores y cada día más atados a la publicidad y por tanto al mercado como fuente primordial de financiación, los grandes medios de comunicación empiezan una desmedida carrera por atraer a sus filas al máximo número de anunciantes posibles. La información se convertía definitivamente en un mercado más, lejos quedaban ya las buenas intenciones de proporcionar un servicio público y revelar al mundo los tejemanejes tras el telón que el común de la ciudadanía rara vez se podía permitir levantar por su propia cuenta.

¿Qué esperar de unos medios que habían incorporado a sus redacciones la pura lógica de mercado? ¿Cómo esperar resistencia por parte de unos periodistas amedrentados por la maquinaria de los recortes de plantilla y substituidos cada vez con mayor celeridad por laxas noticias recién llegadas del horno industrial de las agencias de prensa?

Con la publicidad como un factor primordial y la entrada a bolsa de los cada vez más grotescos conglomerados empresariales de los que las grandes cabeceras de la información pasaron a formar  parte a finales del pasado siglo, la línea divisoria entre el poder económico y el quinto poder, pasaron a ser demasiado finas. ¿Cómo podría experar el lector del New York Times o El País que sus páginas destaparan los trapicheos o abusos de poder de los empresarios que se publicitaban en las mismas? La respuesta era sencilla, no podían.

Pronto las grandes voces del periodismo comenzaron a ser silenciada en medio de un ola de despidos justificados por la despiadada competencia con los medios online, pero que en realidad también ocultaban una nueva concepción del periodismo: la de un periodismo no demasiado incómodo para el sistema y su relato de la realidad. No vamos a negar que la llegada de Internet y la profusión de medios independientes supuso un duro golpe para la prensa tradicional, ni que muchos lectores abandonaron las cabeceras tradicionales atraídos por la nueva realidad de una información aparentemente gratuita, pero comprar únicamente ese relato, sería a mi parecer en gran medida comprar un relato incompleto.

Comenzábamos nuestro relato en Estados Unidos y nos fijábamos en un momento de la historia de ese país que realmente cambió la historia global para siempre, el ataque terrorista contra las Torres Gemelas de Nueva York. Aquel 11 de septiembre de 2001, los terroristas de Al Qaeda no solo consiguieron derribar unas torres en suelo norteamericano, sino que con su ataque lograron herir, sino eliminar totalmente, gran parte de las concepciones de la realidad que hasta ese momento habían reinado en Occidente. Muchas fueron las cosas que aquel oscuro día se transformaron en humeante polvo, el combustible de los aviones pilotados por los terroristas desintegraron nuestra concepción de la seguridad, nuestras rutinas de transporte, nuestra moralidad, nuestros pactos establecidos de cara al uso de la violencia legitima y como no, también nuestra concepción de la información.

A la locura terrorista, le siguió casi inmediatamente la demencia de la administración Bush y el sentimiento de venganza por parte de los estadounidenses. Un sentimiento que pronto se materializó en una aparente guerra relámpago en suelo afgano, que el tiempo demostraría destinada a enquistarse. Pero eso no fue suficiente para la administración norteamericana, Bush quería invadir Irak y para eso necesitaba la colaboración de todos los poderes de su país, incluido el de la prensa.

Todos recordamos las constantes amenazas previas al régimen iraquí, el ninguneo a los organismos internacionales y muy especialmente, recordamos la «realidad» de las armas de destrucción masiva que dibujaban a Irak como un enemigo potencial sobre el que era preciso usar todo el peso de la fuerza. Sería interesante tratar aquí toda la red de mentiras que los diferentes organismo estadounidenses tejieron para nosotros, pero vamos a centrar nuestra óptica en los medios de comunicación y muy especialmente en el New York Times, uno de los medios más influyentes y aparentemente veraces de los Estados Unidos. En aquellos momentos el Times no dudo ni por un instante a la hora de confiar plenamente en la administración Bush y su relato de la guerra preventiva, la cabecera neoyorquina cedió su cabecera a los intereses políticos y quizás también económicos de aquella guerra unilateral. Nacía en aquel preciso instante una de las mayores Fake News de la historia, nacía como un gran bulo transmitido por infinidad de medios que no se molestaban en cotejar y completar la información, sino que al unisono retransmitían a su público las últimas novedades de los tambores de guerra que  por aquel entonces sonaban incesantemente en Washington.

¿Qué esperar de unos medios que habían incorporado a sus redacciones la pura lógica de mercado? ¿Cómo esperar resistencia por parte de unos periodistas amedrentados por la maquinaria de los recortes de plantilla y substituidos cada vez con mayor celeridad por laxas noticias recién llegadas del horno industrial de las agencias de prensa? Los ciudadanos habíamos asistido pasivamente al desmantelamiento de la profesión y nos habíamos conformado con una lluvia de confetis en forma de variedad informativa sin contrastar y en muchos casos con una procedencia ciertamente dudosa. El Times y otros muchos medios, tan solo aplicaron en aquel momento la pura lógica de cualquier mercado: tener contento al inversionista, sea este una empresa o una administración política. El ciudadano, la información y especialmente la verdad, pasaban a un segundo plano. El campo estaba ya por aquel entonces abonado para la aparición masiva de las Fake News o la manipulación informativa como nueva realidad mediática.

¿Cómo podría experar el lector del New York Times o El País que sus páginas destaparan los trapicheos o abusos de poder de los empresarios que se publicitaban en las mismas? La respuesta era sencilla, no podían

Sin embargo, curiosamente si hoy preguntásemos a la ciudadanía por el concepto de Fake News, pocos dudarían en identificarlo como algo novedoso, quizás algo relacionado directamente con Internet, los medios de comunicación independiente o puede que con la injerencia rusa promovida malévolamente por el presidente Vladimir Putin. La realidad de un contenido pseudo-periodístico difundido con la intención manifiesta de causar desinformación o manipular la conciencia de la ciudadanía es aceptada únicamente por el común del pueblo, cuando los grandes medios de comunicación y sus gobernantes deciden hacer uso de esa realidad para centrar el debate social de cara a sus propios intereses. Pocos son los que se plantean las Fake News más allá de la injerencia rusa en la elección de Donald Trump, el inesperado triunfo del Brexit o incluso el nivel alcanzado por el desafío independentistas en Cataluña. No nos preguntamos por la manipulación informativa de los diarios conservadores en España tras el atentado sufrido por la ciudad de Madrid el 11 de marzo de 2004, ni el obvio montaje del tiroteo en puente Llaguno en Caracas o las continuas noticias sin contrastar durante la guerra que ha devastado Siria.

Observamos por tanto como la realidad de las Fake News parece responder en gran parte de las ocasiones a la dinámica de una guerra por el relato. La imposición de las dinámicas mercantiles en los grandes conglomerados de la información y su sumisión a los intereses de inversores y actores políticos, ha transformado nuestra realidad hasta el punto de arrebatarnos aparentemente el dominio sobre el quinto poder que supone la prensa. Hoy ya no podemos hablar abiertamente de una profesión que defienda a la ciudadanía y permanezca vigilante ante los desmanes de los poderosos. En esta nueva realidad de mercado, la manipulación informativa supone un arma más de los poderosos para guiar el discurso y desviar los odios o simplemente la atención de la ciudadanía.

Los terroristas desintegraron nuestra concepción de la seguridad, nuestras rutinas de transporte, nuestra moralidad, nuestros pactos establecidos de cara al uso de la violencia legitima y como no, también nuestra concepción de la información

Resulta curioso comprobar como periodistas de RT son vetados en las comparecencias de la administración Trump o perseguidos editorialmente por cabeceras como El País por su supuesta vinculación con el gobierno ruso y sus planes para manipular la información, mientras esa misma cabeceras y ese mismo gobierno juegan a silenciar las implicaciones de la intervención estadounidense en Siria o las terribles consecuencias para miles de personas del descabellado plan de la administración estadounidense para levantar un muro en su frontera Sur o provocar un conflicto armado en Venezuela.

La realidad de las Fake News supone a día de hoy una de las más serias amenazas para la democracia, eso es lo único en lo que todos podríamos estar de acuerdo, pero a partir de ahí parece inevitable ver como la mentira siempre es algo propio del otro, el enemigo. Nunca un defecto a purgar o depurar en nuestras propias filas.

Resulta por ello de vital importancia recuperar el espíritu crítico del periodismo y especialmente su independencia, una tarea que sin duda deberá partir de abajo hacia arriba. Es la ciudadanía la que debe reclamar a día de hoy una información digna y de calidad, la que sin perder más el tiempo debe sentar las bases del contenido informativo y desarrollar un sentido crítico que nos permita denunciar y desterrar las Fake News y a los medios que las propagan por meros intereses comerciales o cualquier otra razón que se aleje del principal cometido periodístico que no es otro que el de destapar la verdad.

La información se convertía definitivamente en un mercado más, lejos quedaban ya las buenas intenciones de proporcionar un servicio público y revelar al mundo los tejemanejes tras el telón que el común de la ciudadanía rara vez se podía permitir levantar por su propia cuenta

Y si bien existe una cierta responsabilidad en la ciudadanía a la hora de identificar y poner coto a la difusión de las Fake News, la responsabilidad del propio periodismo y disciplinas afines para realizar esa misma tarea debe ser aún mayor. Alejándose de esa nueva visión mercantil que parece ser origen de gran parte de las disfunciones del  periodismo actual, los profesionales de la información, la sociología e incluso el derecho deben comenzar a delimitar los casos en los que una información es meramente errónea o sesgada y aquellos otros en los que se esconde una clara internacionalidad para manipular el contenido o la percepción de la ciudadanía sobre un tema concreto.

No se trata tanto de abogar por el eterno concepto del periodismo neutro, ni de perseguir a medios o voces críticas o alternativas al hasta ahora dominante discurso occidental de la actualidad. Lo que aquí se busca es delimitar e identificar claramente la diferencia entre información veraz y mentira o propaganda de cualquier tipo, sea esta de clase, patriotera o al servicio de una empresa o una iniciativa determinada.

En ese punto residirá la principal dificultad a la hora de delimitar realmente el concepto Fake News, ya  que lo que para unos puede ser una visión alternativa de las cosas, para otro puede ser simplemente una burda mentira. Hemos avanzado tanto en la sociedad de la posverdad y la realidad líquida, que hoy incluso tendremos serias dificultades para lograr identificar una realidad común, un mundo ajeno a la mentira.

Consumimos información como pequeños snacks culturales, meros aperitivos con los que saciar nuestra ansia de información, nuestra necesidad de sabernos conectados con el mundo, pero rara vez nos involucramos en lo que estamos observando o nos paramos a recapacitar sobre ello

Nadie ha dicho que la tarea que encaramos sea fácil, ni que exista una única solución para poner fin al reino de la mentira y la manipulación, pero sin duda el desgranar las nuevas realidades impuestas tras la implantación de la lógica mercantil en las dinámicas de la información y analizar detalladamente los intereses y las actuaciones de los nuevos actores que hicieron su entrada justo en ese momento en los grandes conglomerados de la información, parece suponer el camino más directo para desentrañar el inicio de la masificación de los bulos que habían existido durante toda la vida.

Dicha tarea supone a día de hoy no solo una obligación con la veracidad de la información, sino un trabajo necesario de cara a apuntalar el correcto funcionamiento de nuestras democracias y a garantizar la existencia en ellas de ciudadanos libres y con capacidad de decisión. Un pueblo alienado y engañado por una élite dominante permanecerá inculto y oprimido pese a poder gozar de acceso a cientos, sino miles, de canales de comunicación. Por ello, el garantizar una información veraz supone a día de hoy la mayor aportación a la libertad de la ciudadanía y a la democracia en sí misma.

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