Por Olmo Masa
“Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”. Pero el recuerdo es algo demasiado selectivo, afirma el historiador Arno J. Mayer, como para pretender que no se vea afectado por el contexto político del presente.
El 1 de diciembre de 2017 abrió en la Fundación Canal de la Comunidad de Madrid la exposición Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos como parte de una gira internacional destinada a dar a conocer más de 600 materiales históricos temporalmente cedidos o donados por el Museo Estatal Auschwitz-Birkenau en Polonia y más de una veintena de instituciones y colecciones privadas. Gestionada por la empresa Musealia -promotora de exposiciones sobre el Titanic o la polémica Human Bodies-, la exhibición ha atraído a más de 350.000 visitantes -que habrán desembolsado potencialmente unos 2 millones de euros- y ha sido recientemente prolongada hasta el 7 de octubre del presente año. Una visita por sus salas muestra algunas de las potencialidades emancipadoras pero también de los riesgos e importantes límites de las formas dominantes en recordar y enseñar el campo de exterminio de Auschwitz y el Holocausto.
El sublema del evento, el aquí y ahora de Auschwitz, desvela su función pedagógica que pretende servir como “advertencia universal de los peligros derivados del odio, la intolerancia y el antisemitismo”. Una función que debería ir más allá del sentido común que mayoritariamente asocia el Holocausto a la representación dada por la cultura popular norteamericana en La lista de Schindler. De cara a entender históricamente el genocidio cometido en instalaciones como Auschwitz es necesario comprender la Sohah judía, la Porraimos gitana, o la inanición de prisioneros de guerra soviéticos como un proceso que tomó lugar bajo circunstancias no sólo ideológicas sino también económicas, militares y geopolíticas.
Sumergiéndonos en la perversa lógica que gobernó este mecanismos de producción de muerte en cadena, corremos el riesgo de subsumir todo el metraje histórico en uno de sus fotogramas más icónicos en el imaginario colectivo. Es fácil identificar el Holocausto con la imagen de Auschwitz tanto porque hemos sido bombardeados con ella como porque resulta más digerible representarse un ejercicio de exterminio masivo en las condiciones extraordinarias de esclavitud, ostracismo legal y semiclandestinidad que rodearon el campo. Que sea más sencillo no implica que sea más veraz o útil. Auschwitz supuso cerca de 1/6 parte de los judíos aniquilados en este periodo, en torno a un 80% de los cuales ya habían perecido en el momento de máximo “rendimiento” del complejo de exterminio entre abril y diciembre de 1944 con el gaseamiento de unos 400.000 judíos provenientes de Hungría. El historiador estadounidense Christopher Browning en Aquellos Hombres Grises se esforzó en explicar el carácter razonablemente público y notorio, tanto en el Este europeo como en Alemania, de buena parte del momento más álgido de aniquilación hacia finales del año 42. Paradójicamente, la primera oleada de ejecuciones en masa se saldó con la muerte de entre 20.000 y 30.000 judíos entre finales de junio y comienzos de julio de 1941 a manos de sus vecinos lituanos, letones, polacos y ucranianos en colaboración con los ocupantes alemanes. Estos pogromos, a menudo a plena luz del día en las calles y hogares de las víctimas, se alimentaron del antisemitismo pero también del anticomunismo y rusofobia de los locales -la figura del Żydokomuna en Polonia-, hechos que no aparecen mencionados en toda la exposición.
La escritora afroamericana Saidiya Hartman emplea el concepto “violencia del archivo” para reflejar la desigualdad reproducida al tratar de conocer historias donde la única fuente primaria reside en la voz y registro de quienes están en una posición de poder. Esa violencia se hace evidente en los símbolos, “la rueda y el zapato” con que la exhibición identifica Auschwitz, y por ende en el imaginario colectivo con que nos representamos el genocidio nazi. Al presentar el primer panel de la exhibición Auschwitz como “un punto en el mapa” no sólo se borran los diversos orígenes de quienes lo sufrieron sino que se homogeniza a las víctimas del Holocausto en una narrativa que no hace justicia a su pluralidad de sufrimientos, razones de exterminio y posibilidades de supervivencia. Esta uniformización de las víctimas en un mapa evoca alarmantemente la uniformización de las cifras de exterminados en los partes alemanes de guerra. Consecuentemente, los organizadores no hacen referencia alguna a las matanzas de supervivientes judíos por parte de sus poblaciones locales al finalizar la guerra -más de 300 sólo en Polonia-, al conocimiento norteamericano y británico de la existencia de Auschwitz y su negativa a bombardearlo en 1944, a que buena parte de sus guardias y personal eran voluntarios no alemanes o a las similitudes entre la negativa de los países occidentales a aceptar refugiados judíos entonces y refugiados sirios ahora.
El problema con una exposición así es que nos resulta demasiado cómoda. Hace unas semanas hablaba con una amiga sobre los disturbios racistas en la ciudad alemana de Chemnitz, y ella se preguntaba, con razón, si los alemanes no habían aprendido nada de la historia. A lo mejor ninguno hemos aprendido nada, o mejor dicho, hemos aprendido de una forma que nos permite mirar el pasado por encima del hombro. Tampoco hay que pasarse de cínicos, es lógicamente mejor conocer que el asesinato de unos 12 millones de personas ocurrió que desconocerlo en absoluto. Pero si queremos enfatizar que Auschwitz existió no hace mucho y no muy lejos, recalcar su aquí y ahora, haríamos bien por empezar a comprenderlo no como un capítulo separado de la historia sino como un lugar en un proceso más amplio que tiene más ramificaciones en nuestro presente de las que tendemos a querer.
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