Euskadi, los huevos de la serpiente

Por Daniel Seijo

José Pardines Arcay, Jorge Juan García Carneiro, José Lasa Arostigui, José Ignacio Zabala, Javier Pérez Arenaza, Miriam Barrera Alcaraz, José Ramón Domínguez Burillo, María Doleres González Catarain, Luis Isasa Lasa, Jesús María Basáñez, Miguel Ángel Blanco Garrido, Silvia Martínez Santiago, Xabier Galdeano, Lucía Urigoitia, José Ramón Goikoetxea Galparsoro, Josu Muguruza, Miguel Isaías Carrasco Arnaldo Otegi Mondragon.

2472 atentados después y tras derramar la sangre de 849 víctimas mortales, los nombres de Jean-Serge Nérin, Carlos Sáenz de Tejada y Diego Salvá, se convertían finalmente en últimos en sumarse a la memoria de la sin razón de la barbarie terrorista de ETA en nuestro país. 829 víctimas, no menos de 4.000 presos torturados en las cárceles (donde muchos perderían su vida) y todavía hoy, 373 reclusos de la banda terrorista repartidos en 45 cárceles de todo el estado español, nombres y números para intentar esbozar el retrato de una guerra abierta entre dos posiciones encontradas. Nombres que esconden sangre, horror y la más pura sinrazón del ser humano, y una amenaza, la de las armas, que durante medio siglo acompañó a tantos y tantas que pese a todo decidieron alzar su voz contra quienes anhelaban la imposición de una visión única de la política vasca. Muchos pagaron con su vida tal atrevimiento, Fernando Múgica, Enrique Casas, Ernest Lluch, Miguel Ángel Blanco… diferentes visiones de la sociedad vasca, diferentes caracteres políticos y sentimientos hacia su tierra, pero todos ellos unidos por el silencio previo al clic de la pistola de un terrorista o la bomba lapa debajo de sus coches que arrebataría sus vidas e ilusiones para siempre a la sociedad de su país. Una sociedad durante mucho tiempo demasiado acostumbrada al sonido de las explosiones, los llantos y las sirenas, un pueblo con miedo, preso de sus propios deseos y temores, que terminaron por esconderse tras los sentimientos de venganza de quienes lo habían perdido todo tras un atentado o el terror amenazante de quienes se acostumbraron a ver en los encapuchados su única vía de representación política.

Nació así en Euskadi una nueva cultura del miedo y del terror, una legitimación por parte de ciertos sectores de la sociedad de la fuerza como única interpelación válida ante el adversario político y con ello, nacieron también en Euskadi las heridas que ahora tanto tardarán en cicatrizar. Entre el dolor y la barbarie, se esconde el trasfondo de un conflicto que ha perdurado en nuestro territorio como uno de los más sangrientos enfrentamientos políticos de nuestra era, y pese al anuncio de la banda terrorista en 2011 del cese definitivo de la actividad armada, en un comunicado de apenas dos minutos y medio de duración, el último conflicto armado de Europa, permanece hoy todavía latente en el día a día de los vascos y vascas, especialmente cuando en Euskadi se habla de política.

La distorsión de la violencia, terminó alcanzando a una política vasca infectada por un germen, el de la venganza, que cinco años después impide encarar con normalidad un proceso de reconciliación social que en condiciones normales hace ya tiempo debiese haber contado con el apoyo directo e incondicional de los gobiernos español y francés, sin embargo, se da en el conflicto vasco una situación particular, en donde una organización terrorista dispuesta a entregar sus armas para escenificar un fin de la violencia al que le han empujado los operativos policiales y la propia realidad político-social de su entorno, no encuentra interlocutor en el otro lado. Ni los gobiernos español y francés, ni la propia Europa, ni los miembros de la comunidad internacional, parecen dispuestos a primar el fin de la violencia en España, por encima de los propios equilibrios políticos inherentes en las relaciones entre políticos y  estados.

Se continúan todavía hoy desde el estado español negando realidades sociales como Bateragune o judiciales como el caso Txapartegi, al tiempo que desde las instituciones se profundiza en la venganza como método de justicia para mantener políticas penitenciarias carentes de cualquier cobertura legal, políticas como la dispersión de presos, método este que no solo castiga a los terroristas sino a su entorno familiar y social, además del continuo uso de artificios legales para lograr privar a los presos etarras de los principios tendentes a la unificación del derecho en la Unión Europea que les permitiría en ciertos casos, acceder a la rebaja de condenas al ver descontados los períodos cumplidos en prisión en otros países pertenecientes a la Unión Europea. El gobierno español hace muestra de una clara intransigencia poco comprensible para quien se encuentra ante la posibilidad histórica de soterrar definitivamente la violencia como método político en Euskadi.

De nuevo, los mecanismos del estado de derecho se fuerzan y se retuercen para buscar la sanción en lugar del entendimiento, seis años después del cese del ruido de las armas, el silencio y los sentimientos de venganza soterrada durante tantos años continúan dificultando la vuelta a la normalidad de una sociedad ya demasiado acostumbrada al silencio. Resulta necesario hoy en Euskadi que las diferentes realidades enfrentadas durante tanto tiempo en una lucha armada, comiencen a ver en las concesiones al adversario no una cesión ante el enemigo, sino una oportunidad para una sociedad en su conjunto y a sus deseos de paz.

Durante seis años de encarcelamiento, Arnaldo Otegi simbolizó para ciertos sectores de Euskadi, militantes de la izquierda abertzale, un símbolo de su propia voz encerrada en una prisión española, mientras se multiplicaban los casos y las causas para mantenerlo en prisión, se ha podido comprobar como el camino que un día iniciaron ciertos dirigentes de la izquierda abertzale, un camino hacia la paz arriesgado y valiente frente a sus propios demonios, parece ya inalterable. Un camino que como Otegi reconocía, se hacía tarde y en un lento y doloroso proceso que comenzó en la inconsciencia que en aquel momento tenían en el entorno de la banda terrorista acerca del dolor que sus actos provocaban en la sociedad vasca y el verdadero alcance de las heridas abiertas por estos. Solo atendiendo a esas declaraciones, uno podría entender la profunda brecha que ETA llegó a provocar en la propia sociedad de Euskadi y España. Una brecha todavía abierta en las heridas de las víctimas y los familiares de las mismas, que continúan esperando un punto y final claro a tanto dolor y sufrimiento. En palabras de Sara Buesa, víctima de la banda terrorista, alguien debe dar respuesta a la pregunta de si ha tenido sentido en algún momento la lucha armada en el País Vasco.

Pareciese que a diferencia de el Ulster o Colombia, España todavía no está preparada para encarar definitivamente la paz. El fin del terrorismo y de la barbarie en “Euskal Herria” no supone el final del conflicto vasco, sino tan sólo un cambio de escenario, un proceso en donde la voz del independentismo no ha desaparecido en la sociedad con el ruido de las armas, sino que se ha transformado en lo que nunca debió dejar de ser: una confrontación ideológica en donde la única voz válida es la del pueblo libre, un pueblo que todavía hoy ve como la represión y la violencia son rutina en sus calles, como el peso de la violencia sigue presente en su día a día, sin que policía, política y justicia, sepan muy bien como desenmarañar una situación en la que todos los bandos se han acostumbrado a jugar sucio.

«Hacer la paz, he encontrado, es mucho más difícil que hacer la guerra.»

Gerry Adams

«Estas decisiones serán de gran alcance y difíciles. Pero nunca faltó coraje en el pasado. Coraje que se necesita ahora para el futuro.»

Gerry Adams

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