Europa, soberbia infundada

La exhibición de simbología fascista, la persecución a las minorías del país o la caza y ejecución del opositor comunista o «prorruso», se convirtió en una constante en el nuevo gobierno de Kiev. 

Por Daniel Seixo

«Vieja y podrida prostituta
Tu maquillaje no tapa el olor»

Europa, La Polla Records

«Rusia no se convertirá pronto, si es que llega a ser, una segunda copia de Estados Unidos o Inglaterra, donde el valor liberal tiene profundas raíces históricas.»

Vladimir Putin

Lejos queda aquel octubre de 2002 en el que Ucrania y Rusia, llegaban a un beneficioso acuerdo de cooperación para la construcción de nuevos gaseoductos que conectarían los intereses de ambos países con las necesidades energéticas de Europa. Mientras tanto, Kiev hacía uso de su privilegiado papel como pivote geopolítico entre Europa y Asia, negociando en paralelo acuerdos económicos con el FMI y enviando tropas a Irak, alejándose de este modo de cualquier tipo de dependencia absoluta con Moscú. Aquel doble juego, a todas luces beneficioso para los intereses y la estabilidad ucraniana, comenzaría a romperse tras la asignación por parte del Congreso de los Estados Unidos de más de 14 millones de dólares para la oposición ucraniana más radical y cercana a los intereses occidentales. Tras ese flujo de dinero sin demasiadas preguntas, llegarían las presidenciales del 31 de octubre de 2004, la revolución naranja y finalmente en Euromaidán.

Las visitas a la embajada de los Estados Unidos por parte de radicales de diversa índole, el discurso de John McCain insultando a la soberanía ucraniana en nombre del progreso ante cámaras de televisión de medio mundo o los francotiradores de extrema derecha, cuyo claro objetivo era asesinar a policías y manifestantes para avivar el conflicto, desembocaron en un golpe de estado totalmente legitimado y respaldado por Washington y Bruselas, en el que se aupó al poder a un variopinto grupo de nostálgicos del colaboracionista nazi, Stepán Bandera.

El complejo industrial de la muerte con sede en el corazón del Imperio, su sed de sangre y la necesidad de arrojarnos a las puertas de un nuevo conflicto mundial, han despreciado el dócil silencio europeo ante el atentado contra el Nord Stream, las corruptelas del gabinete de Zelensky o la creciente e imparable profusión de propaganda y apología fascista de la mano de Kiev

Desde un principio, la exhibición de simbología fascista, la persecución a las minorías del país o la caza y ejecución del opositor comunista o «prorruso», se convirtió en una constante en el nuevo gobierno de Kiev. Miles fueron los represaliados, torturados o desaparecidos en nombre del progreso, en nombre de la posibilidad de integración en el llamado «bloque político occidental». De la mano de una Unión Europea con sobrada experiencia en esta empresa, la ultraderecha ucraniana puedo volver a aplicar en Europa las viejas recetas eugenésicas que de forma habitual, en tiempos de bonanza económica y cultural, quedan reservadas únicamente para el Sur global. La categorización del ruso como un subhumano, agrupándolo en el desprecio absoluto por su vida con el gitano, el inmigrante subsahariano o el judío, dotó a la guerra de un carácter racial, casi mesiánico, en el que chalados de todo tipo pudieron dar rienda suelta a sus fantasías supremacistas, sumándose al combate final en el avance contra la población de las repúblicas populares del este de Ucrania.

Afortunadamente, la resistencia popular y la reacción del Kremlin, lograron poner freno a las matanzas, que como el 2 de mayo en la ciudad de Odessa, le costaron la vida a más de 100 manifestantes partidarios de la federalización del país y acercamiento a Rusia, que fueron quemados vivos en la casa de los sindicatos y apaleados hasta la muerte en las calles. Los batallones de castigo neonazis y la falsa Operación «antiterrorista» llevada a cabo por las autoridades de Kiev, tenían como objetivo no solo romper la voluntad popular de los territorios que se negaban a aceptar el nuevo régimen del terror surgido tras el golpe de estado, sino también cometer una limpieza étnica y política contra todos aquellos que pudiesen suponer un punto discordante en el renacer de un nuevo banderismo de la mano de la OTAN.

Miles de muertos después, cientos de crímenes de guerra sufridos por la población del Donbass, ocho años de guerra despiadada contra milicias populares por parte de un ejército profesional y tras diversas traiciones en la mesa de negociaciones de Minsk, en la que en palabras de la propia Angela Merkel, Washington y Bruselas tan solo se pretendía ganar tiempo para poder preparar al ejército ucraniano de cara al enfrentamiento directo con Moscú, pareciese que el mundo ya se ha acostumbrado a vivir en el filo de una navaja peligrosamente afilada en la Avenue Leopold III y manejada con suma inconsciencia por un majadero cocainómano, bajo las directrices de un viejo senil cuyos hilos siempre han estado sujetos a una decadencia imperial con claras tendencias homicidas.

El envío de los famosos tanques alemanes o los Abrams estadounidenses, no lograrán ni mucho menos revertir el curso de esta guerra, ni tan siquiera supondrán una amenaza mayor de la ya demostrada en Siria o Yemen

Tras varios años de propaganda continúa y en la Unión Europea socialmente totalizante, gracias a la censura de los medios de comunicación rusos o discordantes, gran parte de la población ha llegado a contemplar con normalidad, incluso con gozo, como al compás que perdíamos nuestra escasa soberanía, Europa se encamina con paso firme cara al enfrentamiento abierto con Rusia. No nos engañemos, el nuestro siempre ha sido un continente bravucón, bélico y escasamente predispuesto al diálogo y la cooperación. Durante un tiempo hemos logrado engañarnos a nosotros mismos y al mundo con la imagen de una racionalidad y unos valores que poco o nada tienen que ver con la realidad de una empresa históricamente colonial y profundamente violenta. En este sentido, nuestras gestas, nuestras revoluciones y nuestros avances, siempre han terminado socavados por un claro reflejo supremacista que nos negamos a extirpar definitivamente.

Mientras la salud y la vigorosidad de la juventud ha soportado nuestra arrogancia, el mundo nos ha temido, incluso respetado, embaucado por nuestro propio relato y por la imagen que de nuestro pasado se reproducía en cientos, miles, incluso millones de ensayos políticos y filosóficos. Mientras nuestra estridente voz ha gozado de una potencia capaz de solapar las ricas experiencias del conjunto de la humanidad, nuestra voz ha sido atendida. Pero cuando la vejez ha logrado alcanzar a un continente hipotecado por las hipotecas y deudas de su burguesía y sumamente dependiente por la desindustrialización y la depauperación absoluta de la savia de sus trabajadores, bajo la batuta del capitalismo más despiadado, la realidad nos ha sorprendido como un huracán dispuesto a llevárselo todo antes de que el sol pueda volver a brillar de nuevo.

Los batallones de castigo neonazis y la falsa Operación «antiterrorista» llevada a cabo por las autoridades de Kiev, tenían como objetivo no solo romper la voluntad popular de los territorios que se negaban a aceptar el nuevo régimen del terror surgido tras el golpe de estado, sino también cometer una limpieza étnica y política contra todos aquellos que pudiesen suponer un punto discordante en el renacer de un nuevo banderismo de la mano de la OTAN

Es en este contexto en el que tenemos que enmarcar la decisión Alemana de ceder sus Leopard 2 para el combate en suelo ucraniano. Y no nos equivoquemos, el envío de los famosos tanques alemanes o los Abrams estadounidenses, no lograrán ni mucho menos revertir el curso de esta guerra, ni tan siquiera supondrán una amenaza mayor de la ya demostrada en Siria o Yemen. El punto central de todo este sainete trágico de tan chabacano teatro estructurado por Washington en desigual empresa con Bruselas, se encuentra en la supeditación absoluta a la que los intereses y presiones estadounidenses han logrado arrastrar al viejo continente.

No ha bastado con el apoyo inusitado de los dirigentes europeos a los herederos del holocausto ucraniano, ni con el envío de armamento y suministros de todo tipo para resistir el envite ruso destinado a frenar el acoso a la población del Donbass. Tampoco parecen haber sido suficientes las injustificadas sanciones contra Rusia o el boicot a las relaciones con China, Rusia, Irán, Cuba, Venezuela o cualquier otro pueblo que se dignase a romper con la visión única y fundamentalista que Washington tiene del devenir de la humanidad. El complejo industrial de la muerte con sede en el corazón del Imperio, su sed de sangre y la necesidad de arrojarnos a las puertas de un nuevo conflicto mundial, han despreciado el dócil silencio europeo ante el atentado contra el Nord Stream, las corruptelas del gabinete de Zelensky o la creciente e imparable profusión de propaganda y apología fascista de la mano de Kiev y sus aliados en Europa. Nada, ni tan siquiera la absoluta y cainita complicidad en tal empresa por parte del reformismo pequeño-burgués socialdemócrata europeo, ha podido satisfacer las insaciables exigencias de Washington.

Los Leopard 2, no son el problema. El problema es la incapacidad de nuestros pueblos para decir «Ya basta», para oponerse a la guerra. Y digo oponerse a la guerra, refiriéndome al combate firme y despiadado contra nuestras propias burguesías. Tarea que todos esos partidarios de la teoría de la guerra interimperialista deberían estar aplicando con profusividad, si no estuviesen tan entretenidos poniendo el foco lejos de sus responsabilidades directas, para dictarle al pueblo ruso lo que debe hacer o dejar de hacer ante la amenaza firme de la OTAN en sus fronteras.

Desde un principio, la exhibición de simbología fascista, la persecución a las minorías del país o la caza y ejecución del opositor comunista o «prorruso», se convirtió en una constante en el nuevo gobierno de Kiev

Mark Renton, el personaje interpretado de modo magistral por el actor Ewan McGregor en la película Trainspotting, basada en la novela de Irvine Welsh, definía de forma brillante la imparable decadencia de la clase trabajadora escocesa en los suburbios de Edimburgo: «Es una mierda ser escocés, somos lo más bajo de entre lo más bajo, la escoria de la puta tierra, la basura más servil, miserable y más patética jamás salida del culo de la civilización, algunos odian a los ingleses, yo no, sólo son soplapollas, estamos colonizados por unos soplapollas, ni siquiera encontramos una cultura decente que nos colonice, estamos gobernados por unos gilipollas, esto es una grandísima mierda Tomy, y todo el aire puro del mundo no cambiará las putas cosas«.

Y quizás esa sea la mejor forma de definir la situación actual del viejo continente. Es una mierda ser europeo, estamos colonizados por soplapollas, ni siquiera encontramos una cultura decente a la que supeditarnos más allá de la glorificación de Hollywood, la Coca Cola y el McDonald’s, estamos gobernados por auténticos gilipollas. Y ni todo vuestro falso pacifismo, ni vuestra equidistancia, ni esa falsa izquierda burguesa que hoy participa de la mano en las aventuras bélicas de la OTAN en Ucrania, al tiempo que asesina en masa a migrantes en el Mediterráneo, va a cambiar las putas cosas. En algún momento desde la clase trabajadora organizada tendremos que decir «ya basta», ponerle freno a esta auténtica locura y comenzar a recuperar nuestra soberanía en las calles. Nadie va a hacer eso por nosotros, ninguno de esos soplapollas con acciones en las trasnacionales estadounidenses va a cambiar las cosas, ni Pablo Iglesias, ni ningún otro cómplice necesario va a ponerle freno a la industria de la muerte en suelo europeo, ni tampoco en sus fronteras. Forman parte de este sistema, son tan solo su cara amable. Así que si queremos dejar de ser el patio trasero de los Estados Unidos, tan solo nos queda actuar y aplicar en suelo europeo las lecciones aprendidas en América Latina durante las últimas décadas: revolución o decadencia, socialismo o barbarie.

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