Esta bala va por Franco, maestra

Virginia Mota San Máximo

Eduardo Zamacois andaba por el frente extremeño en septiembre de 1936. El dueño y señor de las Horas crueles tenía, como Jesús Izcaray por Andalucía, la guerra en la punta de sus dedos. Ni qué decir tiene que aquellas sí eran crónicas, relatos atiesados de temor del bueno, enseñados, soberbios.

Epidia Polo

Así es que empuyado de poesía, Zamacois corría las calles de Don Benito, en Badajoz, en un día en el que la guerra parecía haberse quedado dormida: «A la sombra de los árboles que circundan el quiosco donde todas las noches toca la música, un centenar de mujeres y de chiquillos», escribía en Ahora. Y calor. Y silencio. De esta guisa caminaba aquel día de septiembre con dirección a la casa de Martínez Cartón, el diputado comunista que dio forma a las milicias de Extremadura. Entonces se rompieron en su andar un par de ojos verdes, los de Elpidia Polo Ovejas, maestra en tiempos de paz y miliciana bajo la bóveda de la Civil.

Zamacois describe a la mujer con los quiebros gramaticales de la galantería, con primor: «Cabellos ensortijados bajo la gorrilla graciosamente caída sobre una sien, la dentadura muy limpia y una sonrisa —toda luz— en las verdes pupilas». Así lucía Elpidia, el dios penate, contaban, de la Comandancia General de Don Benito. Y no era para menos, puesto que ella solita llevaba la despensa y la cocina, echaba una mano con la administración, y asistía a los médicos que ponían a punto los cuerpos de los milicianos.

La versátil Elpidia llegó a cabo por eso mismo, por su rapidez en ceder asiento. Y en alpargatas rematando un mono color caqui. Pero sin duda la más comprometida de todas sus tareas, que fue precisamente la que la llevó a batallar tras los barrotes, fue la de velar por el servicio de espionaje en Don Benito. Zamacois relata en Ahora cómo Elpidia le confesó, falta de ruido, que habían cogido a una espía mientras amasaba confidencias en la comandancia extremeña, una nacional: «¡Hace falta valor! Yo la tenía a mis órdenes. Era costurera. Usted la ha visto; es una chiquilla de dieciséis años, rubia, vestida de negro…».

Maestra hasta que llegó la Guerra

Elpidia nació como nacemos todos el 16 de noviembre de 1890. Hija de Venancio y Liboria. Vallisoletana. También como es habitual, siguió la vereda de su voz interior, que es la que le llevó, veintiún años después, a hacerse con el título de Magisterio Primario. Elpidia fue docente en una época propicia para serlo, convulsiva y llena de ganas, que demandaba con temple cubrir las plazas de maestro, maestra, «para atender las necesidades urgentes de la enseñanza».

Fue por esto que solicitó opositar «a escuelas anunciadas a turno libre», según publicaba el Suplemento a la escuela moderna en 1912. Su sueldo, 1.000 pesetas al mes, y, de ahí, hacia arriba. Elpidia siguió encaramándose a la escalera de la promoción laboral, porque en aquel andar, al menos para ella, nada hacía presagiar que España se teñiría de sangre tan poco tiempo después. De este modo, en 1913 solicitaba ser incluida en la novena categoría en el escalafón de un maestro, es decir, aquel peldaño que porteaba un aumento de 100 pesetas en el sueldo de 1.000. Cosas estas de antigüedad las que tres años más tarde le empujaron a intentar hacerse mediante oposición restringida con las plazas que lindaban con las 2.000 pesetas, primero, con las 3.000, en 1917, y con las 5.000, 4.000 y 3.500 hasta el 27. En fin, lo normal en una escala cerrada.

Elpidia fue docente en una época propicia para serlo, convulsiva y llena de ganas

Con la maleta, la maestra recorrió cañadas y caminos enseñando en Villabarúz, Valladolid, y en San Pantaleón de Losa, Burgos. También en Luarca, Oviedo, donde pasó un par de años, más menos, desenvolviéndose en el ajetreo del encallo pedagógico. Y en Estremera, Madrid. Y en Torrelaguna.

De la misma forma anduvo de la mano de Santiago Ramón y Cajal, Antonio Machado, Menéndez Pidal o Unamuno. Fue ahí, entre esta siembra de estrellas, apalancada a la sombra de la calorina intelectual, donde Elpidia firmó en enero de 1922 un manifiesto a favor de la libertad de cátedra, «conquistada a costa de persecuciones y sacrificios, y contra la cual en vano se ha pretendido atentar desde hace medio siglo». ¿El motivo? Una profesora de Pedagogía de la Escuela Normal de Lérida, Josefa Uriz y Pi, Pepita, había sido expedientada por el rector de la Universidad de Barcelona después de que el obispo le acusase de recomendar a sus alumnos unos libros que, según el religioso, velaban por doctrinas «detestables, disolventes, perniciosas». Eran estos demonios vestidos de satén las obras del salmantino Pedro Dorado Montero, de Turró —el anticarlista convencido—, y de Nelken, pieza fundamental en el puzle del feminismo español, la púgil energizante que se personó en Lérida para defender a Uriz y «luchar contra las maniobras de un obispo», como contaba ella misma a La Voz en 1934.

La purga de la maestra

La depuración de los cuerpos de enseñanza fue una pieza clave del régimen franquista. Primero, porque el docente representaba todos los valores modernizantes de la República; segundo, porque también el docente era clave dentro del adoctrinamiento de la juventud española. Inhabilitaciones, traslados y suspensiones, entre otros, que se aplicaban por ser de izquierdas, laicos y masones, o por enseñar que la pedagogía podía caminar sin cadenas.

Se trataba de extirpar la idea, de enterrar disciplinadamente todo aquello que no fuese nacionalcatolicismo, de cerrar la boca a la democracia desde un sistema centralizado sin escrúpulos. No importaba el precio, ya que era necesario destruir para edificar el nuevo sistema franquista, arrasar con ese pasado republicano y democrático que tanto mal había hecho a la cruzada nacional. Tampoco importaba demasiado la justicia, puesto que era el acusado quien tenía que probar su inocencia, es decir, todos los docentes se consideraban presuntos culpables. Una justicia al revés que ofrecía el mejor medio posible para crear un ejército de lacayos profesionales y sumisos que, sin pistola, mataban igual la esperanza, la verdad y, en consecuencia, la propia historia. No solo castigar, sino prevenir con el método favorito del franquismo: el terror.

Tampoco importaba demasiado la justicia, puesto que era el acusado quien tenía que probar su inocencia

Lógicamente, la depuración franquista también fuese cosa de clase. En el caso de las mujeres, y en general, la mayoría de las milicianas condenadas a pena de muerte durante el franquismo pertenecían a la clase obrera. Costureras, taquilleras, cigarreras, colchoneras o amas de casa que dejaron un hueco ejecutor para algunas maestras como Elpidia.

Así que la depuración se tuvo que institucionalizar en noviembre del 37 creándose comisiones para dar candela a la represión, que comenzaba separando al docente de sus funciones. Este podía pedir su readmisión mediante una declaración jurada que trataba de responder a una serie de preguntas establecidas desde el gobierno franquista. Entonces la comisión hablaba con el cura, la Guardia Civil, el alcalde y con todo el que hiciese falta, y se abría expediente. Esto es importante porque, como ocurría con la política, la depuración pedagógica se cimentó sobre denuncias y más denuncias, muchas de ellas particulares.

Siguiendo con el castigo del maestro republicano, tras la apertura del expediente la comisión valoraba, según su criterio y de acuerdo a estas denuncias. En caso de ser sancionado, el maestro podía recurrir. La comisión enviaba el expediente a la CSD, la Comisión Superior Dictaminadora, creada en marzo del 39, y de ahí al ministro —en teoría—, quien devolvía el expediente a la provincial para que publicase en el BOP la resolución final.

Este fue el caso de Elipia, quien en el 41 fue separada definitivamente de su oficio de maestra, según el Boletín Oficial de la Provincia de Madrid. Lo fue acusada de desperdigar sobre sus alumnos doctrinas que no maduraban al calor de la patria. Desgañitada, lo mismo que Pepita Uriz.

Y de la miliciana

A su purga como maestra se añadiría la de miliciana. Elpidia fue condenada a pena de muerte por defenderse de la guerra en la República española, un castigo que el Consejo Permanente conmutaría por doce años de prisión mayor el 9 de noviembre de 1939 de acuerdo a la Ley de Responsabilidades políticas, que servía para «liquidar las culpas contraídas por quienes contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar la subversión roja». En su expediente, casi ilegible, se menciona que, a los 48 años, Elpidia estaba presa en Ventas. Cinco años después se encargaban al alcalde de Madrid, a la policía gubernativa y a la Guardia Civil, los informes necesarios para tasar los bienes de Elpidia, que, suponían, en el número 1 de la calle Jordán. No pudo ser porque no se encontró allí su residencia y tampoco en el 53 de la calle Rodríguez San Pedro.

Elpidia fue condenada a pena de muerte por defenderse de la guerra en la República española

Aun con la vida a salvo, la futura muerte de Elipia, es decir, su ajusticiamiento por la depuración franquista, trasluce sobradamente en la crónica de Zamacois. Poca duda cabe que aquel septiembre del 36, Don Benito no barajaba la idea de la derrota. Los comienzos; el honor en cresta. Pero aquellos hombres y mujeres también eran milicianos, estrategas en guerra estañados a la resistencia, falsos sublevados, a la punta, que reflejaron, sin quererlo y por voluntad del otro, la falsa cruzada que dio legitimidad al porrazo del 36. No, no hay duda de que tendrían muy clara cuál sería su ventura en caso de ser capturados por el Ejército Nacional. Bien cerca de la frente, que las fugas azarosas aguantaban mejor en las novelas de Zamacois.

Contaba el cronista con todo el calor arreando sus espaldas que, justo antes de encontrase con Elpidia, su «linda interlocutora», se afanaba él en charlar con Cartón sobre las barbaries que se venían cometiendo en la República del 36. Desde entonces ha andado mucho el reloj. Ha corrido, sí, pero en un círculo de espirales que lleva 80 años negando la responsabilidad civil y penal de la Dictadura franquista.

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