Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su voluntad, bajo condiciones elegidas por ellos mismos, sino bajo condiciones directamente existentes, dadas y heredadas. La tradición de todas las generaciones muertas gravita como una pesadilla sobre el cerebro de los vivos. Karl Marx
Por Mario del Rosal – Viñeta de ElKoko
Carboneros y eurocrédulos
Las terroríficas consecuencias económicas de la actual crisis sanitaria y humana han dejado claro que no podemos contar con la Unión Europea. La supuesta solidaridad de nuestros socios (comerciales) brilla por su ausencia y muchos se llevan las manos a la cabeza ante tamaña afrenta contra el presunto espíritu europeo de cohesión.
En realidad, es ridículo sorprenderse ante esta situación. La reacción del norte frente a las dramáticas necesidades del sur no sólo es perfectamente previsible, sino consustancial al sentido de ser de la propia Unión Europea. Lamentablemente, hoy en día sigue siendo necesario explicar esto por enésima vez. Y eso es porque, como decía Marx en la cita que encabeza este texto, estamos sometidos a una tradición idiotizante que nos impide analizar la cuestión con un mínimo rigor. En este caso, esa tradición no es otra que la machacona insistencia del capital y sus guardaespaldas en convertirnos a la fe del carbonero, es decir, la del quien está convencido de las bondades, la inevitabilidad y la conveniencia de la Unión Europea porque, en su opinión, las ideas que defiende tan magna institución son las suyas, sean éstas cuales sean.
El primer problema está en el propio mito originario de la Unión Europea. Ya sabes, la película que tantas veces nos han contado: que el “proyecto europeo” fue un sueño de paz y desarrollo ideado por unos grandes hombres, tan abnegados, como visionarios, cuyo objetivo no era otro que evitar conflictos internos como los que provocaron las dos guerras mundiales y favorecer un crecimiento armonioso y convergente. Este es el cuento, pero la realidad es otra.
Primero, deberíamos recordar que la Unión Europea no existiría si no hubiera sido por la presión ejercida por los Estados Unidos para asegurarse un marco blindado de influencia en el viejo continente frente a la Unión Soviética y un campo abonado para su producción industrial, su capital excedente y su moneda dominante. Tampoco está de más hacer algo de memoria sobre los verdaderos perfiles de esos “padres de Europa”, entre los que encontramos un tecnócrata aliado de Chiang Kai-shek y amigo de los Rockefeller, un miembro del gobierno de Vichy en proceso de beatificación o un destacado activista en la represión de la Revolución Alemana de 1918-19, entre otros.
Aparte de estas cuestiones –que, aunque puedan parecer anecdóticas, no dejan de ser significativas–, lo más importante que debemos reconsiderar es el antagonismo esencial entre la Unión Europea y dos ideas que esta institución dice defender pero que, en realidad, no hace sino minar desde sus mismísimos cimientos: la democracia y el modelo europeo de protección social.
La UE contra la democracia
La Unión Europea ni es ni ha sido nunca democrática. Su gestación e imposición se ha hecho siempre desde arriba, según el célebre principio del “despotismo benigno” que acuñara Jacques Delors. Y no ha avanzado un ápice hacia un mayor grado de democratización, por mucho que se haya creado un “Parlamento” Europeo que, de Parlamento, sólo tiene el nombre. De hecho, sus problemas con la propia idea de la democracia son cada vez más evidentes, como demuestran, por ejemplo, las crecientes dificultades que la UE tiene para convencernos a los ciudadanos europeos de apoyar más avances en su construcción, a pesar de los aplastantes medios propagandísticos con los que cuenta, tanto entre los partidos oficialistas como en los medios de “comunicación”. Los referenda contrarios al euro en el norte, el rechazo a la mal llamada “Constitución Europea”, el valiente “no” de Grecia a las condiciones del memorándum de la troika o, por supuesto, el Brexit, son sólo algunos ejemplos.
Para entender este antagonismo entre la UE y la democracia es importante ser conscientes del poder de imposición ideológica que detentan quienes tratan de convencernos a diario de que no apoyarla y defenderla es propio de extremistas, ya pertenezcan a la ultraderecha reaccionaria y nacionalista o a la ultraizquierda populista y anticapitalista. Son precisamente las posiciones políticas que sustentan el sistema de la democracia liberal capitalista las que hacen que cualquier reversión del proceso parezca tan imposible como regresiva, haciendo que la construcción de una crítica fundada accesible a la ciudadanía sea enormemente complicada. De este modo, en un alarde de cinismo, la UE se jacta de su espíritu democrático tachando de antidemocrático a cualquiera que no esté de acuerdo con sus premisas.
Y qué decir de quién manda y cómo se manda en la UE. Empezando por los Eurogrupos, ajenos a cualquier tipo de responsabilidad política ante la ciudadanía, y siguiendo por el propio Banco Central Europeo, perfectamente puro y casto en la torre de marfil de su independencia, estas instituciones son ajenas al más mínimo decoro democrático. Su gestión es puramente tecnocrática e intencionadamente abstrusa. Y no por error de diseño, por un “déficit democrático” subsanable o por inercias evitables a golpe de supuestas reformas, sino porque así es su esencia. De ahí que, por ejemplo, la UE tenga tan poco que decir ante golpes de autoritarismo intolerables como el reciente pronunciamiento dictatorial del Primer Ministro de Hungría.
El “despotismo benigno” de la UE no admite solución porque no es posible en ella ningún proceso de abajo hacia arriba, ninguna dinámica de conflicto social que permita cambios sustanciales en su configuración, su gestión o sus objetivos. La democracia verdadera no se otorga, se lucha por ella, y esa lucha no es posible en el seno de la UE. Entre otras cosas, porque su base territorial supraestatal supera el marco en el que tradicionalmente se ha desarrollado la lucha de clases, que es el Estado-nación. Por mucho que exista ese pseudoparlamento europeo e, incluso, una Confederación Europea de Sindicatos, no hay partidos políticos europeos, sino nacionales, y, desde luego, hasta la fecha no se conoce la celebración de ninguna huelga paneuropea. Lo único que funciona bien a ese nivel son los lobbies que tachonan Bruselas, sin duda conscientes de un hecho obvio: las ventajas que para las multinacionales tiene el internacionalismo parcial de la UE, sólo accesible para el capital y ajeno completamente a los trabajadores.
Esa Unión Europea de la usted me habla (2 de 2)
Gracias por el interés y por el comentario, Javier.
Precisamente, lo que comentas lo trato en cierto modo en una segunda parte de este texto que está a punto de publicarse aquí también.
Buen artículo, Mario, hacía falta en momentos como este.
Sin embargo, discrepo con la idea de que sea achacable a la UE la incapacidad que han tenido los partidos obreros para lograr una unión supra estatal. El internacionalismo ha sido siempre bandera del movimiento obrero y la existencia de la UE facilita la construcción de ese partido de izquierdas europeo. El problema ha sido olvidar el concepto de internacionalismo.