Allá por el año 2004 Andrew Potter y Joseph Heath sacaron el libro ‘Rebelarse Vende‘ por tal de exponer cómo a lo largo de la historia los movimientos contraculturales han sido absorbidos y asimilados por el capitalismo. Su conclusión, sin duda, resultaba llamativa, a la vez que un tanto polémica: «es más probable que vuelva el nazismo al poder a que pueda instaurarse ningún tipo de sociedad o país comunista».
Frente a esta afirmación es casi obligación cuestionarse si la izquierda, con un propósito de llevar a cabo un proyecto contracultural, ha acabado convertido en ser parte de aquello que presuponía rechazar.
A finales de los 70 y sobre todo a partir de los 90, la izquierda, como símbolo de derrota absoluta comenzó a buscar nuevas salidas y vías para la revolución lo más alejadas del economicismo marxista posible. De este modo acabaría aceptándose como único marco de lucha la democracia liberal.
Esta democracia liberal fue definida por Jameson, en ‘Posmodernismo. La lógica cultural del capitalismo avanzado‘, como un gran «mercado ideológico donde, como en un enorme sistema combinatorio, estarían disponibles todas las variantes y combinaciones posibles de valores y opciones y soluciones políticas, con la condición de que pensemos que tenemos la libertad de elegir entre ellas. Como si la ética, los valores o la opinión política pudieran modificarse libremente y de forma independiente a los comportamientos y al funcionamiento del conjunto de relaciones sociales que identificamos con el modo de producción por la decisión consciente o la persuasión racional».
La excusa recurrente para este devenir ha sido la figura, del ya mártir, Anonio Gramsci y su «guerra de posición», que como define Perry Anderson, se trata de «una larga e inmóvil guerra de trincheras entre dos campos y posiciones fijas, en la que cada uno intenta socavar al otro culturalmente».
Las estrategias que surge, con este pretexto, son las de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, de largo recorrido sobre todo en América Latina, y que con la primera oleada de gobiernos progresistas en el cono sur se convirtieron en un basto caldo de cultivo para las posiciones ideológicas de la izquierda europea.
En resumidas cuentas, y sin mucha dilación porque no es lo que concierne, el propósito ideado por estos pensadores del posmarxismo era y es el de permear la democracia liberal por tal de producir diversas modificaciones que beneficien a las clases más desfavorecidas.
Esto podría decirse que ha sido una postura abiertamente corta de miras, ya que en el mismo esquema gramsciano, la ‘guerra de posiciones’ era el intento organizado de ganar consensuada e ideológicamente a las masas para el socialismo por tal de concluir en la batalla final y coercitiva contra el Estado burgués.
Librar esta batalla, como escriben Silvina Romano e Ibán Ibarra en ‘Antipolítica‘, tratando a «la democracia liberal como un pacífico mercado de sistemas políticos requiere ignorar la existencia de algo que se denomina capitalismo».
La ‘guerra de posiciones’ y de desgaste no puede obviar que asumir el capitalismo como páramo de lucha es olvidar que «para su funcionamiento este tiene una ideología dominante, que requiere ocultar sus contradicciones fundantes, posibilitando toda una serie de comportamientos y presupuestos, relaciones sociales e instituciones que son también su base».
Atilo Borón expone en el prólogo del texto de Romano e Ibarra que «vivimos en una época en donde la ideología dominante predica, para los dominados, las virtudes de la antipolítica, lo novedoso, lo no organización y el impulso espontáneo de los sujetos políticos, modo subrepticio de rendir culto a un componente central del neoliberalismo: el individualismo, el sálvese quien pueda y al margen de cualquier estrategia de acción colectiva».
Quedaría así expuesta esta deriva a la que conduce el posmarxismo como una situación de pospolítica, donde no se cuestiona el ‘statu quo‘ del sistema preestablecido. «La situación pospolítica podría así entenderse como una situación de dominio ideológico total instrumental al capitalismo».
Es cierto que a partir de los 70 se han producido grandes movilizaciones sociales, que abrieron la posibilidad de realizar una política antagonista y de posiciones que han socavado un amplio paraje de progreso hacia la inclusión de minorías y de la lucha por la igualdad de la mujer.
También es cierto que estas construcciones microutópicas, como las definen Romano e Ibarra, «son interesantes y suponen modelos experiementales necesarios». Su problema es que «es fácil que se desarrollen de forma independiente a lo que sucede a su alrededor. Salvamos una casa mientras perdemos la ciudad, y un pueblo mientras perdemos un país».
El ADN de movimientos como Ocuppy, Yosoy131 o el 15M como únicos paradigmas de lucha han resultado ahogados fugazmente ante la desorganización y el fetichismo del momento «bonito» de la indignación en la que nadie se atreve a mancharse para la superación de lo preestablecido. Cambiar el mundo sin cambiar el poder, como decía en su manifiesto Holloway.
No debe creerse tampoco que estos movimientos sociales siempre han sido pasto de lo efímero, puesto que en América Latina han logrado constituir diversos gobiernos progresistas bajo y frente al imperialismo y al colonialismoracializado. Aunque también debiera ser interesante analizar cómo estos posteriormente han dado pie a posiciones de reacción.
Álvaro García Linera hace unos años exponía las tensiones creativas de los gobiernos de progreso, es decir, la cuestiones de lucha interna y contradicción a las que se daba pie con estos gobiernos en la medida que no terminan de constituir el poder hegemónico, sino simplemente en gestores del capitalismo de un país.
Y si, durante un tiempo han supuesto un beneficio para las clases bajas, pero el desarrollismo capitalista ha producido que los mismos movimientos sociales acaben por volverse en su contra, ya bien por no comprender la situación (ambos, gobierno y movimientos sociales) y contexto o ya bien por los ataques mediáticos y económicos organizados desde las grandes potencias mundiales.
«La forma en que el realismo de izquierda evita hablar de capitalismo y de mercado – exponen Romano e Ibarra – es solo una forma más de reforzar su inevitabilidad y su naturalización. Esto no es un detalle sin importancia, sino que en el ámbito decisivo de la lucha política actual. Es asumir el capitalismo como natural y el capitalismo como inevitable, y desplazar la atención hacia otros aspectos, cualquiera, en los que no se cuestionen estos principios fundamentales».
De este modo y en este sentido, una vez estipulado el posmarxismo pospolítico como única vía, se han abierto debates estériles incluso sobre el sexo de los ángeles. El abrazo al posmodernismo neoliberal, atomizador y principio fundamental de parte de la izquierda actual, finalmente ha terminado por convertirse en un negocio de egos y posiciones confrontadas.
Estas, desde hace tiempo han sido adoptadas como significantes vacíos por ciertos dirigentes y acogidas por parte de la escasa militancia, y sobre todo en el mercadeo cultural.
Este mercantilismo de la izquierda meme, a la espera de una recuperación de la ideología marxista y de la comprensión de que en la sociedad organizada existe el potencial revolucionario, ahora puede ser superada por visiones idealistas, por la dirección de un gran líder, como sucedió con Mussolini y la visión de Gentile.
Todos sabemos lo que esto comportaría pero mientras se prime el negocio a la victoria no habrá derrota, porque tampoco hay intento más que lo individual e inconexo por hacer soportable la sumisión. Que bien vendría aquello de: «¡Proletarios de el mundo uníos!«
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