Es la democracia, estúpido

¿Estamos realmente seguros de no querer independizarnos nosotros también de su idea de España?

Por Dani Seixo

«Cuando amor es una orden, odio se puede convertir en un placer.»

Charles Bukowski

«Son españoles… los que no pueden ser otra cosa»

Antonio Cánovas del Castillo

Han pasado ya muchos años desde aquello días en los que José María Aznar confesaba hablar catalán en la intimidad. Del 3%, al Estatut, pasando por numerosas Diadas – a cúal más reivindicativa– incontables cambios de actitud en las actuaciones de los Mossos, la declaración de independencia en Catalunya y desembocando de forma provisional en la actual  pugna político/legal entre gobiernos, la relación entre el pueblo catalán y el conjunto del estado español parece haberse adentrado de lleno en un acelerado proceso de ruptura con una difícil solución a corto plazo. Resultaría complicado –a la par que fútil llegados al punto en el que nos encontramos– retroceder en el tiempo para fijar el momento exacto en el que ambas naciones comenzaron sus desavenencias. Por ello, por el bien común, deberíamos realizar un esfuerzo sincero a la hora de plasmar nuestros análisis sobre el papel dejando de lado la siempre belicista retórica histórica, el viejo concepto del nacionalismo étnico y especialmente las anteriores afrentas y desavenencias que en nada ayudan hoy al debate.

Se da, sin que nadie parezca apreciarlo, una curiosa circunstancia en el estado español que no sucede –al menos no con la misma intensidad– en los países de nuestro entorno. En España conviven en calma tensa dos tipos de nacionalismo antagónicos en su desarrollo, pero idénticos en su esencia. Dos movimientos políticos, sociales y culturales surgidos y desarrollados a raíz de unos mismos acontecimientos históricos que se han retroalimentado con el paso de las décadas,  pero que una vez llegados a la actual crisis social y económica, al conflicto directo entre clases, han decidido buscar la confrontación entre sí con la obvia intención de salvaguardar de la luz pública sus abundantes miserias. Encontramos dentro de nuestras fronteras por un lado un primigenio y castizo nacionalismo de corte centrípeto, netamente centralista en sus convicciones y sus acciones, indiferente al sentir o el hablar de quienes se alejan lo suficiente del km 0. Un movimiento político y un sentir social indolente con las necesidades de quienes lo sustentan, en gran medida opresor en sus acciones con parte de sus hijos y en más ocasiones de las debidas violento y reaccionario ante aquellos que osan desafiarlo. Pero una curiosa paradoja tiene lugar en el seno de las fronteras españolas, este primer nacionalismo, español o castellano, no se considera como tal, sino más bien todo lo contrario. La concepción imperante de la patria española odia todo aquello que se asemeje al nacionalismo y por tanto lo combate  incansablemente desde la política y la cultura, llegando incluso a corromper las instituciones y símbolos que en su propia retórica se suponen comunes para todos. La bandera española ha llegado a suponer para muchos ciudadanos –tras ese uso inadecuado y ofensivo– una imposición, una derrota, un acuerdo de rendición nunca negociado entre las partes. La propia concepción de España parte por tanto de la victoria de un nacionalismo agresivo sobre el conjunto de la población, sobre otras nacionalidades y sus culturas.

No es de extrañar por tanto que la respuesta a esa eterna derrota se diera en forma de aferramiento a lo propio, a lo que diferenciaba a los llamados pueblos minoritarios frente a un estado que pretendía imponer su cultura y sus leyes. El moderno nacionalismo vasco, gallego o catalán, nace con la necesidad de desintegrar un proyecto de España que les resulta ajeno, agresivo. Nadie en su sano juicio podría culpar a los habitantes de esos territorios por adoptar la firme determinación de no dejar morir lo suyo, de cuidar su idioma, su cultura y sus tradiciones. Es así como nacen los nacionalismos políticos y su alternativa independentista en las naciones sin estado, que se integran de una u otra forma en España. La violencia cultural y política contra Catalunya no es un invento de un partido concreto, ni tampoco Puigdemont representa la Yoko Ono que con desasosiego vino a privar al mundo de la gloriosa armonía de una España unida. El proceso de desafección social en nuestro país posee unas profundas raíces capaces de mantener sin aparentes signos de debilidad el actual desafío independentista que sostiene Catalunya pese a la manipulación mediática, a la represión policial y judicial o al hampa político asentado en parlamento español.  No deberíamos confundir sin embargo la firme creencia de un pueblo en su capacidad para establecer y gestionar un nuevo proyecto común de nación, con el espectáculo circense llevado a cabo por gran parte de sus representantes políticos en una clara demostración de lo grande que les ha quedado la dignidad y el peso de la sociedad civil catalana. La construcción nacionalista de la clase política catalana, por sí sola, en nada mejora al nacionalismo español. Es tan solo la determinación de un pueblo en lucha la que debería elevar la concepción de su causa ante los ojos del resto de nosotros.

Es exactamente ahí a donde quería llegar tras esta pequeña dispersión meditada de mis argumentos: a la acuciante necesidad de sumar la reflexión de un proyecto de la sociedad civil española al desafío que los habitantes de Catalunya han lanzado a un gobierno y a una concepción de estado que a poco que lo meditemos no nos representa. Recuérdenlo ustedes de nuevo, al igual que gritan hoy los manifestantes en Catalunya, muchos de nosotros gritamos también al unísono en las plazas y las calles de todo el estado español: no nos representan. No nos representa su bandera utilizada como un arma contra todos aquellos que alguna vez exigimos que se respetase nuestra identidad cultural particular dentro del estado español o incluso con la pretensión de vernos fuera, no nos representan sus privatizaciones, la precariedad laboral, el machismo, la corrupción, el gasto inmoral destinado a unas fuerzas armadas a las que sin duda preparan para una guerra que tarde o temprano libraran nuestrxs hijxs y nuestrxs hermanxs, no nos representa la casa real y sus líos de faldas o de selfies –no al menos si la factura la vamos a terminar pagando nosotros– sus símbolos fascistas en nuestras calles recordando la barbarie y la imposición de los vencedores sobre los vencidos, el maltrato animal como espectáculo, la depredación de lo público, la política como quinta columna del empresariado más carroñero… a poco que lo pensemos ¿Estamos realmente seguros de no querer independizarnos nosotros también de su idea de España?.

Debemos huir sin dudarlo de aquellos que se preocupan en mayor medida por unos contenedores quemados o por unas calles cortadas que de las libertades cercenadas o las cargas policiales indiscriminadas, hoy como en el 15M, la máquina del fango pretende enfrentarnos entre ciudadanos oprimidos, entre miembros de una misma clase social, evitando a toda costa que en el diálogo logremos encontrar una causa común con aquellos que han decidido de una forma legítima –o puede que no tanto, no es el momento para discutirlo– enfrentarse a un estado que hace mucho tiempo se tambalea ante la inexistencia de unas raíces sociales justas que lo mantengan. Puede que hoy la bandera que representa a gran parte de los españoles no sea la de la monarquía española, como puede también que las barricadas sean más necesarias en Pedralbes que en las entradas a Catalunya. Simplemente parece cuestión de dialogar entre pueblos para encontrar aquello que nos une.


Artículo publicado en NR el 4 de abril de 2018.

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