¿Es el asalto al Capitolio un golpe de Estado?

Por Clayton Besaw y Matthew Frank

Seguidores de Donald Trump, azuzados por el propio presidente, asaltaron este 6 de enero el edificio del Capitolio e interrumpieron el trámite legislativo de certificación de la victoria electoral de Joe Biden. Miles de personas que enarbolaban pancartas pro-Trump se abrieron paso a través de las barricadas y rompieron ventanas para entrar en el edificio donde se reunían los congresistas. Cuatro personas han muerto, y varios policías han tenido que ser hospitalizados. La sesión del Congreso se reanudó, pero a puerta cerrada.

A pesar de toda la violencia y la conmoción, lo que ha ocurrido este 6 de enero no ha sido un golpe de Estado.

Esta insurrección trumpista fue más bien un episodio de violencia electoral, similar a la que sufren de forma constante muchas democracias frágiles.

¿Qué es un golpe de Estado?

A pesar de que el concepto de golpe de Estado no tiene una definición única, los investigadores que los estudian (como nosotros) coinciden en atribuirle una serie de atributos fundamentales conocidos como “hechos de naturaleza golpista”.

Expertos como Jonathan Powell y Clayton Thyne definen el golpe de Estado como “un intento explícito llevado a cabo por militares o por otras élites pertenecientes al aparato estatal de derrocar a los poderes del Estado mediante métodos inconstitucionales”.

Se usan básicamente tres parámetros para determinar si una insurrección es o no un golpe de Estado:

  1. ¿Sus perpetradores son actores estatales, como por ejemplo militares o dirigentes insurrectos?
  2. ¿El objetivo de la insurrección es el jefe del Gobierno?
  3. ¿Los insurrectos se valen de métodos ilegales e inconstitucionales para hacerse con el poder ejecutivo?

Golpes e intentos de golpe

Un ejemplo de golpe de Estado exitoso tuvo lugar el 3 de julio de 2013 en Egipto, cuando el general Abdel Fattah Al Sisi derrocó al presidente del país, el muy impopular Mohamed Morsi. Este, que fue el primer presidente elegido democráticamente de la historia de Egipto, había apoyado el proceso de redacción de una nueva Constitución, proyecto con el que también acabó Al Sisi. Todo ello hace que dicha acción pueda considerarse un golpe de Estado, ya que Al Sisi se hizo con el poder de forma ilegal y edificó un nuevo Estado de derecho sobre las cenizas del Gobierno electo.

Soldados y civiles que han luchado codo con codo enarbolan armas y muestran su júbilo de noche en un balcón
Manifestantes egipcios celebran el golpe militar que derrocó al presidente Mohamed Morsi junto a miembros de la Guardia Republicana de Egipto el 3 de julio de 2013 en El Cairo. Ed Giles/Getty Images

Los golpes de Estado no siempre tienen éxito a la hora de derrocar Gobiernos.

En 2016, miembros del ejército turco trataron de derrocar al presidente y hombre fuerte del país, Recep Tayyip Erdogan. Los militares tomaron el control de zonas clave de Ankara, la capital del país, y de Estambul, entre ellas el puente del Bósforo y dos aeropuertos. Pero el golpe carecía de una buena coordinación y de un apoyo popular masivo, y fracasó rápidamente cuando el presidente Erdogan hizo un llamamiento a sus seguidores para que se enfrentaran a los golpistas. En la actualidad, Erdogan sigue en el poder.

¿Qué ocurrió en el Capitolio de Estados Unidos?

La revuelta en el edificio del Capitolio no cumple con los tres criterios descritos de golpe de Estado.

Los manifestantes pro-Trump eligieron como objetivo una rama del poder del Estado (el Congreso) y se enfrentaron a él de forma ilegal, es decir, irrumpiendo en el edificio y causando destrozos. Con esto se cumplirían, por tanto, el segundo y el tercer criterio.

Pero en lo que respecta al primero, los participantes en la revuelta aparentemente eran civiles que actuaban por voluntad propia, y no actores estatales. El presidente Trump había azuzado a sus seguidores para que se manifestaran frente al Capitolio menos de una hora antes de que la muchedumbre invadiera el edificio. Insistía en el argumento de que les habían robado las elecciones y que “No lo aceptaremos ni un minuto más”. Durante meses se habían difundido tanto mentiras referentes a un presunto fraude electoral como teorías de la conspiración infundadas. Esto creó la percepción en la mente de muchos seguidores de Trump de que el Estado les estaba engañando.

Sin embargo, no está nada claro que la intención del presidente al azuzar a sus seguidores fuera que estos asaltaran el Congreso. Y, de hecho, cuando la violencia quedó fuera de control, Trump les pidió de forma tibia que se fueran a casa. Por el momento parece que los disturbios de Washington se desencadenaron sin la aprobación, la ayuda o el liderazgo activo de ningún tipo de actor estatal, como por ejemplo miembros del Ejército, policías o dirigentes díscolos del Partido Republicano.

Un empleado del Congreso mantiene las manos arriba mientras un miembro de un equipo SWAT de la Policía del Capitolio despeja una habitación
Los equipos SWAT tratan de liberar el edificio del Capitolio de manifestantes pro-Trump. Olivier Douliery/AFP via Getty Images

Sin embargo, las élites políticas estadounidenses tienen mucha culpa de lo ocurrido.

Al extender teorías de la conspiración sobre un presunto fraude electoral, muchos senadores republicanos, entre ellos Josh Hawley y Ted Cruz, crearon las condiciones propicias para el surgimiento de violencia política en el país, y en concreto la violencia asociada a procesos electorales.

Los investigadores han demostrado que la retórica política basada en la confrontación aumenta el riesgo de que se produzcan episodios de violencia electoral. Los comicios son momentos de alto riesgo, ya que suponen la posibilidad de una transferencia de poder político. Cuando los dirigentes de un Estado desprestigian las instituciones democráticas y las consideran campos de batalla de una lucha de poder soterrada, los procesos electorales muy ajustados pueden desencadenar estallidos violencia política y violaciones del Estado de derecho.

Entonces, ¿qué ocurrió?

Los impactantes sucesos ocurridos el 6 de enero fueron episodios de violencia política similares a los que demasiado a menudo se producen en democracias jóvenes e inestables.

Las elecciones en Blangladesh, por ejemplo, sufren de forma endémica episodios de violación del Estado de derecho e insurrecciones políticas debidos a que durante años ha habido violencia por parte del Gobierno y reacciones igualmente violentas por parte de la oposición. Los comicios de 2015 y 2018 dieron lugar a escenas que recordaban más a zonas de guerra que a transiciones democráticas.

En Camerún, durante las elecciones de 2020, grupos de disidentes armados llevaron a cabo numerosas acciones violentas. Tomaron como objetivo tanto sedes gubernamentales y dirigentes opositores como a ciudadanos inocentes que simplemente pasaban por allí. Su objetivo era desacreditar los resultados electorales, y actuaban en respuesta a la violencia sectaria y a los abusos de poder perpetrados por el Gobierno.

La violencia electoral de Estados Unidos posee motivos y contextos diferentes a la sufrida por Bangladés y Camerún. Sin embargo, las acciones en sí son parecidas. Estados Unidos no ha sufrido un golpe de Estado, pero es probable que la insurrección azuzada por Trump hunda al país en una dinámica de turbulencias políticas y sociales.

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