Por Abel Aparicio / iLeón
Una exploración de los nuevos y variopintos odres de un viejo vino, el nacionalismo español: esto es lo que ofrece el tercer ensayo del historiador asturiano Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987), publicado, como los dos anteriores, por Ediciones Trea: Los nuevos odres del nacionalismo español. De Marta Sánchez a María Elvira Roca Barea, de Augusto Ferrer-Dalmau a los aprovechamientos pedagógicos de las victorias de la selección española de fútbol, de la explosión de ventas de la bandera rojigualda a teleseries como El Ministerio del Tiempo o Isabel, Batalla estudia acá toda clase de fenómenos culturales y entrevera su relato de largos apuntes comparativos y contextualizadores sobre otros nacionalismos del mundo y de la propia España y otros momentos de la historia del nacionalismo español, con la ambición máxima de constituir, en conjunto, un libro sobre el fenómeno nacionalista y la construcción nacional en general.
El libro comienza con un concierto de Marta Sánchez.
Aquel concierto en el Teatro Real en el que celebraba sus treinta años de carrera y se arrancó con su propia versión del himno de España, sí. Me parecía un momento muy interesante y, de alguna manera, muy compendioso de lo que quería contar en el libro. La letra de aquel himno era mala con avaricia. No lo digo porque fuera una letra para un himno de España. El himno de Pemán, gloria a la patria que supo seguir sobre el azul del mar el caminar del sol, ya sabes, es un himno fascista y también un himno bello. Esto no; esto era una cosa muy amateur, como de redacción infantil. Sin embargo, tuvo un éxito tremendo y lo tuvo sobre tuvo sobre todo por un verso: aquello de «y no pido perdón», que hizo al teatro venirse abajo cuando Marta Sánchez lo pronunció. El himno se hizo viral después, González Pons propuso que Marta Sánchez lo cantase en la final de la Copa del Rey, y hubo hasta quien pidió que se oficializara. Y estoy convencido de que esa viralidad se debió, antes que nada, a ese verso que ponía nombre a cierto estado de ánimo que necesitaba que se lo pusieran; a un nacionalismo defensivo, iracundo, agraviado, paranoide, que cree que el mundo conspira contra España para arrodillarla, y que había ido prosperando en los años anteriores.
«Y no pido perdón» resume a María Elvira Roca Barea, a Augusto Ferrer-Dalmau, a Isabel San Sebastián o hasta los anuncios de Campofrío a los que dedicas un subcapítulo. Llegaste a sopesarlo como título, ¿verdad?
Sí, por eso mismo, porque me parecía que resumía muy bien todo, aunque luego lo descarté porque me parecía que un título entrecomillado es una cosa un poco farragosa y, sin las comillas, un libro titulado Y no pido perdón, al primer vistazo, parecería una apología nacionalista española en lugar de una crítica (risas). En efecto, María Elvira Roca Barea no pide perdón por el Imperio, Ferrer-Dalmau no pide perdón por las gestas militares que pinta, Isabel San Sebastián no pide perdón por la Reconquista en la que ambienta sus novelas… Y los anuncios de Campofrío de los años de la crisis, aquellos «que nadie nos quite nuestra manera de disfrutar de la vida», tampoco pedían perdón en esos días en que la economía española se desplomaba y nos tenían que rescatar. Aquel eslogan expresaba el mismo sentimiento conspiranoide y como a la defensiva.
Dices que eran anuncios herderianos. ¿A qué te refieres?
Johann Gottfried Herder, a principios del siglo XIX, es el gran padre de una determinada forma de entender el concepto nación, que es la que cree en la existencia de un Volksgeist, de un alma nacional. En oposición a la defensa francesa de la nación como un espacio cívico y a la idea de que eres miembro de la nación si, vengas de donde vengas, aceptas un determinado paquete de ciudadanía, de derechos y deberes, Herder y otros proclaman que la nación no es una Constitución, sino una esencia que se lleva en los genes, en la sangre; que hay una psicología alemana, una psicología francesa, una psicología española, etcétera, que funcionan al margen o por encima de las leyes concretas. Pues bueno, los anuncios de Campofrío jugaban con eso. Hay uno en particular en el que los humoristas que salen en los spots, Quique San Francisco y compañía, se han cambiado de nacionalidad porque estaban hartos de la española; se han hecho noruegos y así, y Chus Lampreave duda de qué nacionalidad escoger y va escuchando opciones, pero las descarta por motivos como que los nórdicos son fríos y huraños y los españoles somos gente que se abraza y da voces, y no quiere renunciar a eso. A nuestra manera de disfrutar de la vida. ¿Hay una manera española de disfrutar de la vida? ¿No hay españoles que no dan voces ni abrazos o son fríos o huraños? ¿Son menos españoles, son malos españoles?
Comentas que esos anuncios te recuerdan a un discurso de legitimación que fue muy utilizado por el franquismo tardío.
Sí, una vertiente del Spain is different que después ha tenido larga vida, como tantas creaciones del franquismo, y que es la siguiente: da igual que España sea una excepción autoritaria en Europa. Tiene que serlo porque el español, como es apasionado, como es fogoso, es peligroso si se le deja suelto; necesita, como satirizará después la famosa canción, palo largo y mano dura. Pero ese carácter fogoso, alegre, festivo, es maravilloso si está bajo control; una cosa por la que los europeos nos envidian y que vienen a buscar acá. Sí, tienen democracia pluripartidista, sindicatos libres, un alto nivel de vida y esas cositas, pero ¡ah!, no tienen terracitas, ni cañitas bien frías, ni esta alegría nuestra. ¿Quién quiere dos mil pavos de salario mínimo si no hay terracitas ni cañitas bien frías en las que gastarlos?
Parafraseando al Federico García Lorca de ‘El Ministerio del Tiempo’, una escena que mencionas críticamente en el libro, en las páginas que dedicas a esa serie, dejemos las cosas como están.
Exacto. Reconciliémonos con el horror fascista, porque tenemos terracitas y cañitas bien frías; y sí, a Lorca lo mataron de, textualmente, «dos tiros en el culo, por maricón», pero cuarenta años después, aunque su cadáver siga en una fosa común, Camarón cantará canciones con sus versos, así que pelillos a la mar. Esa escena que entusiasmó a tanta gente de buena fe, a mí me resultó lamentable.
Ese tomar la parte por el todo (los españoles fogosos por los españoles en general) aparece otras veces en el libro. Citas por ejemplo, en el capítulo titulado ‘Nacional-futbolismo: la patria posible de Casillas e Iniesta’, aquella portada de Marca durante el Mundial de 2010: un corazón saliéndose de un pecho enfundado en una camiseta de la Selección y el titular ‘46.745.807 corazonadas’. Tantas corazonadas como españoles.
Sí: la evidente ficción de que todos y cada uno de los ciudadanos del Reino de España querían que la Selección ganara el Mundial. Muchos españoles querían que España ganara aquel mundial, desde luego, y yo entre ellos. Pero Marca sabía perfectamente que había una cantidad no pequeña de españoles que deseaba la derrota o le era indiferente: nacionalistas catalanes, vascos, gallegos, pero también gente a la que no le gusta el fútbol, gente a la que puede gustarle el fútbol pero no quería, en aquel momento de crisis, que la victoria fuera utilizada para tapar los problemas del país y los recortes del Gobierno… sin embargo, proclamaba la versión española de ese «som un sol poble» de los nacionalistas catalanes que sí indigna a los nacionalistas españoles, a pesar de que ellos mismos cuentan y se cuentan la misma mentira. Ningún poble es un sol poble. Añado: gracias a Dios.
Dedicas un subcapítulo al periodismo deportivo, del que dices que no describe: prescribe.
Igual que el de guerra. No registra la realidad, sino que cuenta algo que se parece a la realidad pero que tiene más que ver con cómo debería ser la realidad a juicio de quien escribe; el famoso wishful thinking. Cuando la Selección ganó en 2010, por ejemplo, la prensa deportiva, y la no deportiva también, se llenaron de una catarata de celebraciones de cómo el triunfo había resuelto los problemas territoriales: somos una sola nación, que ha ganado porque ha sido un solo corazón, esta Selección de asturianos y canarios y vascos y catalanes trabajando juntos refleja la realidad de una España unida. Los problemas seguían y seguirían ahí, como bien sabemos, pero esta prensa los negaba por esa vía del pensamiento desiderativo; del cuando deseas algo con todas tus fuerzas el Universo conspirará para que lo consigas del cantamañanas de Paulo Coelho.
Me recuerdas a Arturo Pérez-Reverte, a quien dedicas otro subcapítulo. Pero Pérez-Reverte es un caso singular. ¿Se podría pensar leyendo sus diatribas contra el carácter cainita de los españoles que no es exactamente un nacionalista español, ¿no?
Lo es y no lo es. Por un lado, tiene ese discurso tremendista, insufriblemente plomizo, de la España cainita y fratricida: esa cosa febril de recrearse en el ‘cable suelto’ que dice que todos los españoles tenemos y que nos hace propensos a abrirle la cabeza al vecino de un fesoriazu y quedarnos con sus tierras. Un discurso de España como un país anormal, anormalmente fanático, tan vastamente comprado como estúpido: España, como argumento en el libro, no es un país anormal, y no lo es en absoluto, sino un país europeo postimperial y desarrollado normal y corriente, con los mismos problemas y no problemas que tiene cualquier otro país europeo postimperial y desarrollado. Su historia tampoco es anormal. España no ha sido un país más guerracivilista que cualquiera. No lo es más que la Francia a la que Arturo Pérez-Reverte admira. El XIX francés no se parece poco a una guerra civil constante a partir de la gran guerra civil fundacional de la modernidad que es la Revolución francesa, donde durante años se acuchillan los girondinos y los jacobinos, los legitimistas y los republicanos, los reaccionarios de La Vendée y los revolucionarios que ahogan la revuelta en sangre, etcétera.
Casi un siglo más tarde, la Comuna de París es un momento de una violencia tremenda.
Exacto. Y más tarde, el Caso Dreyfus no llega a guerra civil, pero está a punto: hay una polarización absoluta de la sociedad francesa, con dos bandos que se detestan a muerte. España, en ese contexto de agitación europea, es un país normal, donde si hay una guerra civil en los años treinta es porque acá la sociedad no se entrega mansamente al fascismo, como sí en otros lugares, sino que le planta cara durante tres años, lo que me parece a mí que es un motivo de orgullo y no de vergüenza. Pues bueno, Reverte, por un lado, tiene ese discurso que es una especie de nacionalismo al revés: España como un país singular, especial; para mal, pero singular. Y que es un discurso que se engarza con otro que es su demonización febril de la política y los políticos españoles. Una demonización que, si te fijas bien, no es la demonización de los políticos corruptos o de la corrupción de la política, sino de la política per se, de la política por lo que es intrínsecamente y no por lo que se vuelve.
¿A qué te refieres?
A que Reverte, por ejemplo, dice: ¿Republicano yo? Más que el puto Robespierre, muchacho. Pero republicano pata negra, republicano de Cicerón, republicano de una República en la que haya un señor respetado por todos y que esté por encima de los intereses mezquinos y los apaños, no de un Echenique cualquiera. Y como eso no es posible en España, pues no queda más remedio que arrodillarse ante Felipe VI. La política, la política democrática, es, y tiene que serlo, pluralidad y choque de intereses, negociación, pacto, componenda, el ingrato taladrar tablas duras que decía Weber y que nada de lo que se consiga se parezca al programa máximo de nadie, pero a Reverte eso le parece algo sucio; considera que es una mezquindad que el presidente de una República tenga ideología, haga campaña electoral y convenza a unos y no a otros. Es decir, no quiere una República, sino otra cosa que tiene otro nombre y que a mí me recuerda demasiado a una cosa sobre la que diserta Rüdiger Safranski en su biografía de Heidegger: los mandarines de Weimar; gente que despreciaba la política parlamentaria como un negocio gris, inépico, mezquino, y suspiraba por la llegada de un comandante que mandara parar y reorganizara la vida pública en torno a un ideal romántico más grande que la vida. Reverte, con la misma energía con la que abomina de la política y los políticos, enaltece lo militar y a los militares; dedica sus columnas a gestas castrenses de la historia de España, incluyendo las de la División Azul; se deshace en elogios a las Fuerzas Armadas. Vivan mis amigos de la Legión y muera Iñaki Anasagasti. ¿Qué resultado te da a ti una suma de enaltecimiento del Ejército, demonización de la política parlamentaria y una idea amarga del español cuando se le deja suelto? Ojo: no digo que Reverte desee activamente un golpe de Estado o algo así. Seguramente no lo desee. Quizás hasta se opondría a él, llegado el caso. Pero la historia nos enseña que la misma persona puede engrasar la pendiente resbaladiza de un determinado advenimiento siniestro, puede facilitar su llegada cebando el clima cultural que lo genera, y horrorizarse cuando finalmente se produce. Thomas Mann se va de Alemania en cuanto llega Hitler al poder y luego es un impecable antifascista, pero en 1919 está escribiendo filípicas antisemitas contra la Revolución rusa.
El libro está atravesado de una equiparación del nacionalismo con la religión —religión laica— que afirmas que en el fondo es. Siempre que tienes ocasión, comparas los fenómenos culturales a los que aludes con las tradiciones religiosas de las que serían una nueva versión: la cuelga de banderas de los balcones con la de tapices en el Corpus, la propia bandera nacional como un icono sagrado al que es sacrilegio agredir… Acuñas también una metáfora religiosa para referirte a los distintos niveles de propaganda en los que el nacionalismo español es eficaz: dices que tiene teólogos, misioneros y catequistas.
Es una imagen que se me ocurrió para expresar cómo una fe, un credo, una ideología, necesita, para propagarse, ser eficaz en tres niveles de producción intelectual y propagandística de distinta complejidad. Necesitas teólogos: intelectuales que armen una visión compleja del mundo, pero también misioneros y catequistas que la empaqueten en pequeñas cápsulas y la lleven a todos los rincones de la Tierra. Necesitas un Tomás de Aquino que te escriba una catarata de párrafos abstrusos sobre la Santísima Trinidad y necesitas a san Patricio, que se la explicaba a los paganos irlandeses mostrándoles un trébol: tres hojas en una sola planta. Necesitas a Gustavo Bueno y a Manolo el del Bombo y el término medio que serían Augusto Ferrer-Dalmau o los novelistas históricos. El misionero es la consigna rápida, el mensaje simple y efectista; el catequista, el que explica la fe de forma amena pero ya más compleja y sosegada a esos paganos ya convertidos.
En los últimos años, aseveras, el nacionalismo español es eficaz en los tres niveles. No así los movimientos de izquierda.
Exacto. La izquierda, hoy, tiene teólogos, pero apenas misioneros o catequistas. Las librerías están llenas de ensayos progresistas acojonantes, que mapean con una precisión asombrosa el presente del tardocapitalismo. Pero nos faltan esas figuras capaces de convertir todo eso en lemas, en consignas, en un arte proselitista. Quizás la excepción sea el feminismo, que también tiene grandes teólogas que están desentrañando hasta el último mecanismo del patriarcado, pero no deja de producir novelas, arte, series, películas, etcétera, y se ha demostrado fértil igualmente en el nivel más bajo de los lemas, los gritos de guerra: «Hermana, yo sí te creo», «No es no»… etcétera.
Comentábamos en nuestra entrevista para este mismo medio sobre tu libro anterior, ‘La virtud en la montaña’, que en él salía León. Aquí vuelve a salir.
Salen los reyes de León en un subcapítulo del capítulo dedicado a Gustavo Bueno y para rebatir una cosa que él afirmaba. Bueno sostenía que España, antes que ser nación, fue imperio, que era imperio lo que España era fundamentalmente, que si dejaba de serlo dejaba de tener sentido, y que ya los primeros reyes de Asturias, ya Pelayo en Covadonga, habían sido imperialistas; habían alumbrado el proyecto de, no meramente reconquistar el reino visigodo perdido, sino ir más allá y recubrir al islam entero; llegar hasta el último rincón del mundo musulmán y conquistarlo. Un disparate, como me aseguré de contrastar con medievalistas como José María Mínguez o Francisco Javier Fernández Conde. Pero Bueno se apoyaba para afirmarlo, entre otras cosas, en algo que era cierto, que es que los reyes de León se proclamaban imperatores. La cuestión aquí es que imperator, imperium, no significaban entonces lo que significarían después. Proclamarse imperator no era proclamar una ambición de extenderse por el mundo entero, ni tan siquiera por Hispania entera, sino una especie de «aquí mando yo» que adquiría su sentido en un mundo de soberanías en conflicto y en el que las monarquías pugnaban imponer la suya sobre la aristocracia y el Papa. Se trataba de decir: aquí mando yo, no un duque; aquí mando yo, no el Papa. El rey quería ser imperator in regno suo, emperador en su reino, porque no lo tenía para nada asegurado. Agarrar eso para inventarte una vocación imperialista perenne y temprana y de sentido moderno es absurdo.
¿Cuál es tu propia relación sentimental con España, con la identidad española?
Yo me digo español sin ningún problema. Soy español y me gusta el país llamado España al que pertenezco. Lo conozco bien, lo he recorrido mucho, he leído mucha historia de España, conozco bien la cultura popular española. No tengo ningún interés en dejar de ser español. Si acaso, rompería España hacia arriba, hacia la unión con Portugal. Soy muy iberista. Pero me vale con España. Lo que no soy es nacionalista. Camus decía: «Amo demasiado a mi país para ser nacionalista». Pues un poco eso. El nacionalista es una persona insatisfecha: la nación real nunca se parece a la ideal; la nación del nacionalista siempre está en construcción, porque siempre quedan rugosidades que aplanar, diversidades que simplificar, héroes a los que parecerse más de lo que los seres humanos reales pueden parecerse, gente que en la fiesta nacional se queda en la cama igual. Es un amor de maltratador: te quiero porque eres mía y en tanto que seas mía. Yo amo España tal y como es: como el maravilloso país casual y contingente y variopinto y no grabado en las estrellas ni una misión divina que es. Amo España por la misma razón por la que me gusta más Yugoslavia que Eslovenia: me gusta más lo grande y diverso y oportunidad cotidiana para el descubrimiento y la convivencia con lo distinto que lo pequeñito y asfixiantemente homogéneo. Si me permites la boutade, soy un miembro feliz de eso que los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos llaman Estado español y por los mismos motivos por los que ellos consideran que es una aberración. Gritaría: «¡Viva el Estado español!».
¿Cómo resolverías tú el problema territorial de España?
Fíjate que esta era una pregunta que esperaba que pudieran hacerme en las entrevistas sobre el libro, y en cierto modo la temía. Se me da medio bien lo analítico, pero rematadamente mal lo propositivo. Tengo pocas certezas y muchísimas dudas sobre este tema. Sí que te puedo decir que alguien a quien me gusta escuchar es una persona con la que no concuerdo políticamente, pero que en torno a esto dice cosas que me gustan: Eduardo Madina. Madina viene a preguntarse por qué no romper con esa idea decimonónica, que tan de perogrullo parece, pero no tiene por qué serlo, de que el Estado tiene que ser un Estado-nación; de que cada nación debe corresponderse con un Estado; de que es deber del Estado ser guardián de una determinada identidad nacional. ¿Por qué no armar un Estado que trate, en cambio, la idea nacional como los Estados avanzados tratan a las religiones: como un legítimo sentimiento del ámbito privado en el que el Estado no se inmiscuye, y tú te sientes español o catalán o berciano o ciudadano del mundo o apátrida o lo que te dé la gana, y el Estado simplemente te presta servicios y reconoce unos derechos y redistribuye la riqueza?
Un Estado anacional.
Sí, así lo he llamado en alguna ocasión. ¿Está claro que es una cosa muy utópica, pero por qué no soñar y acercarse lo más posible a eso? Madina, por otra parte, también dice algo con lo que estoy muy de acuerdo: España, guste más o guste menos, está abocada a un modelo federal. Lo está por historia y lo está hasta por geografía. No es ya una cuestión de diversidad lingüística o cultural, que esa la hay en cualquier país de cierto tamaño y la de España tampoco es tan variopinta: tenemos un puñado de lenguas romances y la vasca. En Francia tienen un puñado de lenguas romances, la vasca, una céltica —el bretón— y otra germánica: el alsaciano. Lingüísticamente, es un país más diverso, y sin embargo es centralista. No es eso lo que nos obliga al federalismo, ya digo. Nos obliga más aún el hecho de que España es un país muy rugoso; un país de orografía tortuosa, con problemas históricos de comunicaciones que siguen muy presentes y con realidades, no ya culturales, sino de pura organización socioeconómica elemental, muy diferentes. Aquí en León sabemos bien que tienes cordilleras que las cruzas por un túnel de cuatro kilómetros y has transitado entre dos mundos completamente distintos. Tienes el poblamiento disperso del noroeste y tienes Badajoz, donde hay treinta kilómetros de páramo absoluto entre un pueblo y otro. Tienes desiertos como el de Tabernas y los vergeles atlánticos del norte. Tienes zonas de minifundio y zonas de latifundio; zonas que piden un sistema de pequeños hospitales repartidos por todo el territorio y zonas donde lo lógico es un gran hospital para toda la provincia, etcétera. Un país así es imposible de centralizar. Incluso en las épocas en que España fue un país centralizado, era federal en la práctica: aquel mundo de caciques de la Restauración, que gobernaban de facto allá donde no lo hacía un Gobierno central cuyo poder, como se decía entonces, alcanzaba hasta donde llegaba la vista desde las ventanas del Ministerio de la Gobernación. Tras el final del franquismo, toda la eclosión que se produce de partidos regionalistas de centro y de derecha suele corresponderse con redes informales de fuerzas vivas provinciales que habían prosperado en el seno de la propia dictadura y que se refundan como tales partidos. España tiene que ser federal.¿ Ahora bien, qué federalismo? Pues no sé. La idea de un federalismo asimétrico me parece aberrante, pero si no es asimétrico, la tienes montada en Cataluña y el País Vasco, donde, por amplias que sean las competencias concecidas, siempre van a querer ser más que Murcia o Extremadura. No sé. Ojalá tuviera una varita mágica, pero no la tengo. Lo que también te puedo decir es que plurinacionalidad es una cháchara que no me va mucho, pero acepto pulpo como animal de compañía en tanto se asuma que, si España es plurinacional, lo es tanto como Cataluña o Euskadi; que las naciones no son cuerpos objetivos, homogéneos y herméticos que se yuxtaponen, sino subjetividades que coexisten y se solapan. En Cataluña hay gente que se siente parte de la nación española y tiene el mismo derecho y la misma legitimidad para ello que la que se siente parte de la nación catalana, y eso tiene que ser reconocido.
Artículo original publicado en ileón:
https://www.ileon.com/cultura/123205/pablo-batalla-el-nacionalismo-necesita-teologos-misioneros-y-catequistas-y-el-espanol-es-hoy-exitoso-en-los-tres-niveles
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