Los espacios rurales, comunidades más pequeñas y con mayores conexiones familiares, etc., han servido como reservorio para comportamientos y formas de relación que, en otros ámbitos, se encuentran en franca decadencia.
Jesús R. Rojo
La «izquierda transformadora» —disculpen pero no tenemos mejor nombre para ello— mira al campo con una mezcla de nostalgia y desdén a partes iguales. Por una parte es frecuente toparse con quienes romantizan la vida de la comunidad agraria: ahí convergen desde los pensadores anarquistas hasta esos a los que, en otra ocasión, llamamos los «guardianes del templo», aunque bien nos podríamos haber referido a ellos como los «servidores de pasado en copa nueva», usando la estrofa de Silvio (1). Pero por otro lado nos encontramos una serie de posiciones relativamente comunes y de incomodidades políticas que no pueden surgir más que, no ya del desconocimiento, sino de la simple desidia intelectual respecto al tema en cuestión. Pocos lugares hay más fértiles para análisis mitológicos que el mundo rural. Solo en ese escenario puede comprenderse que se acabe reivindicando, a través de una imagen tan idílica como borrosa, un proyecto político que poco o nada tiene de progresista. Entremos directamente a la cuestión.
Una parte importante de la fábula ruralista se encuentra condensada en la figura del «campesino». Mucho se habla de campesinos, y sin embargo, no siempre se sabe exactamente qué se está haciendo referencia. Técnicamente habría que entender por campesino una figura central en modos de producción pre-capitalistas, en los que la economía de subsistencia jugaba un papel dominante, organizada a través de lazos de dependencia personal. Obviamente, al menos para el contexto español, campesinos de este tipo, de existir, tienen un papel residual. El grueso de la producción se orienta al mercado. Por ende, stricto sensu, no deberíamos hablar del campesinado como actor en nuestras sociedades. El riesgo de hacerlo radica en amalgamar cosas que nada tienen que ver entre sí: en él se incluyen jornaleros, esto es, asalariados, y capas de población obrera sobrante que disfrutan de cierto terreno para no desfallecer por inanición; pero también propietarios de bastantes hectáreas que no pueden ser descritos más que como pequeños —a veces medianos— capitalistas. Por ello, al plantear que existen demandas «campesinas», «del campo» o «del mundo rural» lo que se está haciendo es un amasijo de intereses contrapuestos generalmente capitalizados por estos últimos. Esas demandas de más apoyo directo o regulaciones no son más que eterno el clamor del capitalista agonizante temeroso de la competencia. El mismo que no tiene escrúpulo alguno en cobrarse todo ello impuestos mediante del bolsillo de la clase trabajadora a la que no explota directamente; ni mucho menos en compensar la ausencia de ayudas con el sudor de la que sí explota directamente.
Paralelamente, encallados en posiciones más ricardianas que marxistas, se sigue pensando el propietario de grandes parcelas como de un resquicio de la producción feudal (¡en la España contemporánea!) que frena el desarrollo económico se tratase. Combinando semejante dislate con la antedicha idealización de los «campesinos», se llega a creer que estos últimos se enfrentan con los terratenientes en una suerte de lucha entre clases sociales rurales pre-capitalistas. Es en esta delirante narrativa en la que se inscribe la propuesta estrella de gran parte de nuestro espectro político: la reforma agraria. Por si no fuera suficiente problema de por sí la ineficiencia subvencionada de los pequeños capitales agrícolas, lo que se propone es trocear y repartir la propiedad de los grandes terratenientes para dar lugar a… ¡Más capitales, más ineficientes! (2). En lugar de atajar el problema, se multiplica. Desde luego, no parece la propuesta más alineada con los cometidos o intereses de la clase trabajadora.
A toda esta mistificación se endosa buena parte del discurso apologeta del pequeño capital (3): especialmente en lo referente a las relaciones personales. Los espacios rurales, comunidades más pequeñas y con mayores conexiones familiares, etc., han servido como reservorio para comportamientos y formas de relación que, en otros ámbitos, se encuentran en franca decadencia. Ya no conoces a tus vecinos, ni a quienes compras el pan, la racionalidad científica lo invade todo, las familias son más pequeñas…, estos son algunos de los hechos que ha traído consigo el modo de producción capitalista en gran parte del globo. Los espacios agrarios se han mantenido más resilientes ante estas tendencias, y eso les hace merecedores de cierto encomio proveniente de algunos personajes públicos. Pero estas voces, pese a lo nuevas y disruptivas que parezcan, están perfectamente asentadas en un imaginario colectivo ruralista asentado y no demasiado controvertido hasta la fecha. En el fondo se nutren de la idea de que existe algo intrínsecamente bueno en todo lo asociado a lo agrícola o lo rural.
En un lado del cuadrilátero, hay quienes parecen dispuestos a hacer de la ciudad un nuevo espacio rural. Su proyecto es hacer del barrio el nuevo pueblo, y, frecuentemente, el huerto urbano es enfocado una apuesta política de primer orden. Participando del metabolismo social capitalista en su plenitud, encuentran su refugio moral en las pautas de consumo personales. En franca oposición a este colectivo se yergue otro grupo que se ve dispuesto a tumbar en la lona a los anteriores a base de mofa e ironía. No obstante, a la vez que se ríen de quienes parecen desear superar el modo de producción capitalista añadiéndole el prefijo «eco» a todo lo que comen, participan del discurso campesinista, como si la contracara del consumo responsable fuera un diagnóstico propio de la Rusia de principios de siglo. Entre el batido de hortalizas recién cortadas para desayunar y estampa de las plantaciones kojosianas se crea un elenco de lugares aptos para todo activista. Pienses lo que pienses, seas hippie o marxista-leninista, si eres de izquierdas, hay un ruralismo a medida para ti.
Por suerte existen alternativas. Respecto al mundo rural, la opción es sencilla y no precisamente novedosa: o reforma —agraria— o revolución. O se contribuye a, como hemos señalado, magnificar el problema, haciéndolo más complejo e inabarcable (no hace falta recordar las durísimas experiencias históricas cuando se ha tratado de arrebatar su capital a miles de pequeños propietarios); o se dan pasos hacia su solución. Expropiar el capital y centralizarlo en manos del Estado es el paso previo necesario para someter la producción al control ciudadano, por un lado, y para su tecnificación, la cual exige cada vez parcelas más grandes sobre las que aplicar los modernos métodos de producción, por otro. Claro que esta vía podría generar un excedente de población en estas zonas, es por ello que hay que mirar más allá, coordinar estas políticas con un plan si cabe más ambicioso…
Lefebvre, uno de esos autores marxistas galos entre cuyas reflexiones, más que desarrollos sólidos, encontramos sugerentes reflexiones, hablaba de la «forma urbana» (4). En ella podía encontrarse el germen de una sociedad futura, capaz de reunir y asumir la diversidad. Aunque plagada de aspectos a discutir pormenorizadamente, su obra podría servir como un primer paso para desligar de una vez la ciudad del real arquetipo de la macro-urbe ponzoñosa. Hoy es nuestra labor seguir profundizando en esos destellos de inequívoca lucidez. Debemos apostar un modelo de ciudad acogedora, donde cada cual pueda encontrar las vías para su realización sin las restricciones demográficas o ataduras personales que persisten con fuerza en las zonas rurales. Asumamos el reto de la acción revolucionaria esquivando dos tentaciones conectadas: ni el problema está en imaginar la sociedad no capitalista; ni hay que respaldar cada causa que la historia trate de sepultar. Por cautivadora que sea la idea de escapar del mercado hacia el pasado (única dirección que frecuentemente dejamos a nuestra imaginación), hacia la utopía bucólica, y por fuerte que sea la tentación de abanderar a los eternos derrotados, nuestro porvenir no puede generarse emulando lo ya superado. La idea no es un «vaciamiento» traumático, forzoso y absoluto de toda vida campestre para desplazar de sopetón grandes contingentes hacia el hacinamiento. La vía hacia el socialismo pasa, antes bien, por una transición planificada hacia una vida urbana sostenible.
(1) Véase el artículo «Guardianes del templo. Añoranza, idealismo y trile»: https://nuevarevolucion.es/guardianes-del-templo-anoranza-idealismo-y-trile/
(2) Para analizar las polémicas alrededor del «campesinado», los terratenientes o acerca de la reforma agraria recomendamos encarecidamente el texto Patrones en la ruta, de Sartelli et al. (Razón y Revolución, 2008)
(3) Nuevamente en este punto nos remitimos a un trabajo que, ahora que se acercan de nuevo las campañas navideñas y, con ellas, las peoratas de los defensores de la pequeña burguesía, resulta especialmente pertinente: «Ni tiburones, ni pirañas. Un breve alegato contra el pequeño capital»: https://nuevarevolucion.es/ni-tiburones-ni-piranas-un-breve-alegato-contra-el-pequeno-capital/
(4) De entre su monumental obra, podemos destacar El derecho a la ciudad (Península, 1978).
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