El virus sí tiene clase

Por María Sánchez

El aplauso de las 20:00 en nuestra terracita, en nuestra casa del pueblo con un pequeño jardín o incluso una parcela. Las aceitunitas y la copa de vino al sol. Las clases de aerobic o de cualquier otra sigla en Instagram. Las partidas al juego de moda o la quedada con cerveza mediante aplicación informática. El teletrabajo con pantalón de pijama y camisa. Las sesiones de series o películas en Netflix. E incluso la tan denostada lectura tiene un hueco en nuestros días de confinamiento. Echamos de menos los paseos, las fiestas, el alcohol con amigos, los conciertos e incluso el traqueteo del tren. No obstante, tenemos suerte, suerte de tener un techo, una vivienda medio digna, suscripciones a diversas plataformas y una compañía que, aunque a veces nos resulte tediosa, es más o menos amable. No somos militares, no es una guerra, son fallos del sistema que, como siempre, pagamos los mismos, puesto que los ricos tienen una buena casa, además de pocos reparos en pedir online aquello que no pueden ir a comprar con su chofer —por desgracia, muchos de nosotros tampoco tenemos problemas a la hora de pedir a Glovo o Amazon—.

En verdad, he mentido, no somos tan afortunados, la crisis la pagaremos y muy caro. Los precarios ya la están pagando, puesto que, a pesar de que el Estado esté dispuesto a pagar el paro, este dinero no da para pagar un alquiler, comida y otros gastos, menos si se tienen hijos. Teletrabajar, por supuesto, por un sueldo que sigue siendo miserable tampoco es un chollo; la jornada, la alienación, la inestabilidad y la precariedad sigue siendo la misma. Si, además, se tienen hijos debe ser aún más complejo compaginar las absurdas reclamaciones y reuniones junto al cuidado. Cuidado, por supuesto, que siempre recaerá en las mismas. Con mucha suerte, quizá y solo quizá, el hombre «ayude». Tampoco, me gustaría imaginarme a aquellas personas LGTB que tengan que convivir con familiares que les niegan su identidad. Ni a las mujeres que tengan que aguantar a su maltratador, día y noche, sin poder pedir ayuda. Ni a las personas con patologías mentales diversas a las que se les han cancelado las terapias públicas y no dispongan de la capacidad económica para poder hacer sesiones telemáticas con psicólogos privados. Todo ello, agravado por el cierre de los centros de día, tanto para personas mayores como para personas con distintas patologías. Tampoco, debe ser cómodo estar encerrado en un espacio diminuto y con una pequeña ventana con vistas al interior del edificio, o en una casa sin calefacción o con miedo a no poder llenar la nevera. Las enfermas crónicas con dolores que tienen nombre médico, pero no causa, y que ya no pueden asistir a su centro sanitario. Las personas que ya estaban en paro, sin recursos, y que esta situación les ha obligado a pararse en su búsqueda de empleo. Y, claro, hay gente que no puede quedarse en casa, puesto que, además de los médicos y los enfermeros, existen otros servicios básicos menos televisivos, como el de reponedor, limpiadora, operario de una cadena de montaje o barrendero. De igual forma, gente que, debido, ahora sí, al sistema capitalista, no puede dejar de trabajar porque le pueden despedir e incluso falsos autónomos, como los riders a los que, sin escrúpulo alguno, pedimos comida o chorradas para pasar la cuarentena. Probablemente, se me escapen otras muchas casuísticas, que nos hacen la vida un poquito más complicada. 

Por eso, el aplauso ha de ser para los sanitarios, sí, pero también para todos aquellos que no existen, porque su trabajo no tiene tanto glamur o no han estudiado una carrera, o quizá sí, pero nunca han podido ejercer. A todos ellos, incluido los médicos, este sistema les denegó la posibilidad de vivir y no solo sobrevivir.

Así, aplaudamos a todos las trabajadoras, ya sea que reproduzcan o produzcan la vida. A las mujeres que no pueden huir de su maltratador, a las locas, a las personas LGTB, a la clase obrera.

Gracias a las limpiadorAs —sí, en femenino, porque es un trabajo feminizado y también precarizado—, a los barrenderos, a las dependientas del super, a las que hacen botes de cristal para las conservas, a la gente con trabajos precarios que no pueden teletrabajar y tienen que elegir entre comer o exponerse a la enfermedad. Gracias a todas. Y, sobre todo, recordad que saldremos juntas y lucharemos juntas, porque el virus no tiene clase, pero la política, sí, y cuando volvamos a andar seguirán yendo a por nosotras. El capitalismo nos niega la vida, pongámonos de frente.

Solo unidas conseguiremos recuperar todo lo que nos han quitado, no permitir que avancen, después de la crisis sanitaria, los recortes que tantas muertes nos han costado y llegar a un lugar en el que la vida, sin necesidad de una excepcionalidad, sean las que siempre estén en el centro.  

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