El procés

Por Daniel Seijo

«Cuando amor es una orden, odio se puede convertir en un placer»

Charles Bukowski

«¿Resucitan los muertos? Los libros dicen que no, la noche grita que sí.»

John Fante

 

Desde que el 31 de julio de 2006 la soberanía del pueblo de Catalunya comenzase a ser secuestrada por una razón que se desconoce, todos los ciudadanos del estado nos hemos visto inmersos en una pesadilla política encarnada en un proceso que no sabemos exactamente lo que es y que pese a ello, parece dispuesto a proseguir su hasta ahora vacilante trayectoria repleta de argumentos poco concretos.

La inexistencia de un discurso político de alto nivel y las obvias contradicciones entre el sistema partidista y los proyectos de estado -estos últimos siempre ubicados en el largo plazo- finalmente nos han llevado  a una situación política en la que cada actor parece defender con vehemencia en público lo que veladamente está dispuesto a entregar en privado a la mínima oportunidad que se presente.  El no rotundo en el último momento del Partido Popular a una enmienda lanzada por el  PSOE, que pretendía paralizar el 155 en caso de que Puigdemont convocase elecciones, deja al descubierto un trasfondo en el que al Partido Popular, maquiavelicamente parece atraerle una DUI que lleva de forma automática a la aplicación del 155. Mientras que la independencia al PDeCAT,  parece producirle cada día más vértigo arrastrado a ella irremediablemente entre la presión de sus socios internos y la demostrada torpeza táctica de sus numerosos enemigos externos.

En todos estos años, el gobierno español como las malas dinastías y los regínemes políticos debilitados, no ha querido ganar la batalla sino humillar al contrincante. Mariano Rajoy y su gobierno han hecho del ego del nacionalismo español y de los cálculos electorales de la derecha, el principal obstáculo para lograr una salida pactada al procés. Atendiendo exclusivamente a una Constitución española hace ya tiempo instalada en las buhardillas de la periferia de la legitimidad social y con la perspectiva de ejercer su poder sobre una Catalunya en la que apenas supone una fuerza minoritaria, el Partido Popular se ha desvinculado de su responsabilidad con el conjunto del estado y ha decidido responder al fuego con fuego -o lo que es lo mismo- al nacionalismo catalán con nacionalismo español. Pareciese que en la fábrica independentista en la que se ha transformado Moncloa en los últimos años, han terminado descubriendo con asombro como en medio del deleznable lodazal político del más burdo chovinismo, se encontraba oculto un suculento granero de votos fácilmente explotables para un partido al que nunca le ha costado demasiado reconciliarse con los sectores políticos más conservadores de España, entre ellos también los más cercanos a la extrema derecha.

La injusta encarcelación en pleno proceso político de los líderes independentistas Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, sumada a la irregular aplicación del artículo 155 de la Constitución, que finalmente saldrá adelante con el apoyo de las formaciones tradicionales del bipartidismo y Ciudadanos –partido este al que se le ha olvidado lo de terminar con la vieja política– harán prevalecer sobre Catalunya una compleja interpretación de la legalidad, sujeta a le legitimidad de una línea de poder que el común del pueblo catalán ya apenas alcanza a visualizar.

Nos encontramos ahora ante las puertas de nuestro marco legal, heredado de una generación pre democrática con demasiados traumas como para haber podido crear un pacto social imperecedero

Empujado finalmente a ello Puigdemont parece ahora, arropado entre el Parlament y el propio pueblo de Catalunya, decidido a profundizar en la escalada de hostilidades políticas quizás no para obtener una sentencia positiva, pero sí al menos para aplazar o suspender el proceso.

Confusas circunstancias (ya que por alguna misteriosa razón del sistema las soluciones en los despachos nunca son tan sencillas como en la calle) hacen que nos encontremos frente al desafío más importantes de la historia democrática de España, en un contexto de escasa valentía política y menor capacidad de liderazgo. En Catalunya, Rajoy se ha mostrado por primera vez incapaz de lograr una nueva pírrica victoria por la torpeza política del rival y es bien sabido por todos que tener que recurrir a su propio talento nunca ha sido una de las especialidades del presidente del gobierno.

Resulta ahora por tanto al menos extravagante culpar a Gabriel Rufián debido a un tuit pasional o a la CUP por sus continuas presiones de la marcha atrás en la casi consumada rendición ante Madrid de Puigdemont, tal interpretación de lo sucedido supone seguir negándonos a tener en cuenta al actor principal de todo este proceso, el pueblo de Catalunya. Una pueblo que una buena mañana en su soleado devenir político, se ha visto señalada desde Madrid por el principal partido de la derecha española, con un recurso que hoy incluso sus más firmes defensores de antaño reconocen supuso un error.

El pueblo catalán no se ha plantado frente al centinela del estado español confiando exclusivamente en el liderazgo y la capacidad de sus políticos, sino más bien pese a tener que contar con ellos. Gran parte de la ciudadanía en Catalunya ha ido poco a poco desde el 31 de julio convirtiéndose en un hombre entregado de pleno a la angustia de hacerse más libre y soberano a través de un procés que lo consume con la hermética maquinaria burocrática del estado español. Un estado en manos del Partido Popular, que se muestra incapaz de dialogar o comprender a un independentismo que desde Catalunya ante un grito de atención desesperado, se encuentra que las altas instancias a las que pretende apelar en Madrid no son sino las más humildes y limitadas muestras de lo que en Europa en pleno SXXI  debería considerarse como democracia.

La represión autoritaria contra el referéndum, la unísona ofensiva mediática guiada desde el estado contra el independentismo o las acusaciones de adoctrinamiento contra la televisión y educación pública catalana, por parte del mismo gobierno del 1 de Octubre y la televisión pública española,  han espoleado en la ciudadanía catalana el sentimiento de una ruptura necesaria con el régimen del 78, para de ese modo a través del una futura República catalana, poder profundizar en un sistema político en el que un nuevo pacto social -que sin duda exigirán a sus gobernantes sean estos quienes sean- haga factible un marco donde la identidad nacional, el sistema económico, los derechos civiles o la forma del estado puedan ser consensuados en un parlamento en el que la voluntad de los ciudadanos se encuentre plenamente representada. Algo que muy a mi pesar tan solo los más inocentes o los más beneficiados por el sistema, pueden asegurar a día de hoy en España.

Un proceso que no sabemos exactamente lo que es y que pese a ello, parece dispuesto a proseguir su hasta ahora vacilante trayectoria repleta de argumentos poco concretos

Con o sin DUI el desencanto de los catalanes con la política partidista, sin duda va a resultar mayúsculo. En general la actuación de los políticos españoles y catalanes llega incluso a recordarnos con una mezcla de nostalgia y profunda sorpresa a aquellos Fraga, Ruíz-Mateos o Jesus Gil, unos personajes profundamente atípicos a los que hoy -a tenor del auge populista de todo tipo que sin duda llegará tras el espectáculo ofrecido en Catalunya- podríamos llegar a considerar verdaderamente adelantados a los tiempos políticos de nuestro país.

Puigdemont, el gobierno de España, la masa independentista en Catalunya y con ellos todos nosotros, nos encontramos ahora ante las puertas de nuestro marco legal, heredado de una generación pre democrática con demasiados traumas como para haber podido crear un pacto social imperecedero. Hoy a pesar del leve brillo de esperanza que durante todo este kafkiano proceso parecía intuirse a través de un posible replanteamiento constitucional, la insensatez de la derecha y la falta de valentía de la izquierda, terminan por ejecutar su condena.

En estos últimos momentos, la ciudadanía tan solo desea aligerar la misión de sus captores y poner fin al proceso, asumiendo de algún modo como cierta una culpa desconocida. La DUI, el 155 o la convocatoria de unas próximas elecciones bajo cualquier condición imaginable, suponen ya tan solo un paso más en la fehaciente desconexión popular con el lenguaje político y su prestidigitación electoralista. Lo que nos depare el futuro sin duda estará a la altura de tan elevados representantes de la voluntad popular.


«Parece admirarse de que yo haya abordado el tema, inclusive pienso que me lo reprocha. Esto hace que sea más necesario hablar de estas cosas. Lo lamentable es que solamente lo pueda hacer con una anciana…»

 

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