El peligro del caudillismo

Carolina Vásquez Araya


Sin educación ni comunicación ética, es fácil caer en lealtades destructivas

La secuencia de administraciones de gobierno orientadas a satisfacer ambiciones personales o de partido ha sido la impronta característica de la vida política de los países subdesarrollados. No cabe duda de que este problema también se encuentra en naciones con un elevado grado de desarrollo económico pero, aún así, los sistemas más evolucionados de esos países tienden a impedir la excesiva concentración del poder minimizando de esta manera el abuso en su ejercicio.

Una vez más, sale a relucir la importancia fundamental de la educación en los niveles más amplios de la sociedad. La capacidad de buscar, procesar y analizar información es una de las herramientas indispensables para que una sociedad logre escapar al oscuro fantasma del fanatismo y evite caer en la consuetudinaria carencia de elementos de juicio a la hora de elegir a sus gobernantes.

Una forma de mantener a un pueblo atado a sus frustraciones y sometido al poderoso influjo de la demagogia, es precisamente negarle el acceso a la información limitando el crecimiento de los centros de enseñanza y proponiendo programas educativos ineficientes y desactualizados. De una sociedad con tales privaciones surge con extrema facilidad el caudillismo, una enfermedad política producto de la hábil manipulación psicológica de pueblos abrumados por el continuo fracaso de sus expectativas.

No existe factor más determinante en el retraso de la evolución social como el apasionamiento político. De las pasiones ciegas nacen las dictaduras, y también a ellas se deben las divergencias irreconciliables dentro de una comunidad. Sin embargo, no existe antídoto de corto plazo ni fórmulas mágicas capaces de obligar a los grupos mayoritarios a actuar de acuerdo con la lógica, no en todo caso cuando son impulsados por la rabia y la decepción cada cuatro años o lo que dure una administración de gobierno.

En este contexto, es imposible esperar el cumplimiento de todas las demandas o la solución de problemas estructurales de larga data cuyos efectos se agravan período tras período. Por lo demás, es ilusorio pretender que de un sistema dependiente de la política exterior de los Estados Unidos derive un gobierno independiente y soberano, como tampoco es racional suponer que de un pueblo privado de educación surja de pronto una sociedad democrática, consciente de su responsabilidad y comprometida con el desarrollo de su nación.

Todo es cuestión de prioridades. Por esta simple razón, cualquier administración debe establecer las suyas en cuanto decida si lo importante es cumplir compromisos con los sectores de poder o su preocupación debe enfocarse en la habilitación de una estructura capaz de dar cabida al estado de Derecho y a las garantías básicas de vida de toda la ciudadanía, lo cual implicaría destinar los fondos públicos a los temas de Estado y no a favorecer a los gobernantes y su pandilla. Por supuesto, sin olvidar que el escaso desarrollo de la educación -en todos sus niveles- ha sido una condicionante histórica esencial en el entorpecimiento de la evolución social, y es precisamente el primer obstáculo que urge quitar del camino.

A partir de un real compromiso de Estado en temas como educación, salud, trabajo y vivienda, se neutralizaría de manera natural el peligro del caudillismo en niveles nacional y regional, los cuales tienden a revestir de heroísmo a los peores enemigos del pueblo, tal como sucede en algunas regiones con los líderes de los carteles de la droga, los capos del crimen organizado y con políticos y empresarios corruptos.

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