El negocio de la deuda

Defender abiertamente la deuda es poco atractivo, y por eso suelen prosperar aquellos ilusionistas que echan el grito al cielo y exigen reducir la deuda bajando los impuestos, lo que no hace sino incrementarla un poco más.

Ricard Bellera

La deuda tiene delito. Cuando se genera, cuando se mantiene, e incluso cuando se reduce. Nos lo muestra nuestra historia reciente. Francia consiguió reducir su abultada deuda mediante una inflación que superó el 50% durante cuatro años consecutivos. En el caso de Alemania, en 1953, se suspendió la deuda externa, y se aplicó durante décadas una exacción progresiva sobre los patrimonios privados. Pero al margen de la inflación, de la condonación, y de la fiscalidad extraordinaria, la deuda se puede reducir también mediante el ajuste presupuestario. Es el caso del Reino Unido, que decidió destinar durante casi un siglo (1815-1914) un tercio de los impuestos recaudados al pago de la deuda y de los intereses. Si la inflación penaliza sobre todo a los pequeños ahorradores, la austeridad perjudica especialmente a las personas más vulnerables, profundizando la desigualdad. La manera más redistributiva y por tanto más justa de hacer frente a la deuda es un marco fiscal extraordinario, como el introducido en los grandes países europeos después de la Segunda Guerra Mundial que permitió que, a lo largo de tres décadas, se contuviera la deuda al tiempo que se disfrutaba de un considerable progreso social.

La deuda tiene delito, porque aporta además pingües beneficios a una elite. Hay quien gana al generarla, externalizando los balances deficitarios a las cuentas públicas, por ser, se dice, demasiado grande para caer. Hay quien, como en el caso del Reino Unido, gana al reducirla, pero el grueso del lucro se genera manteniendo la deuda elevada, y no sólo por los intereses. Se facilita con ella que se impongan condiciones y reformas por parte de los mercados, que estos se apropien de los recursos públicos, y que se socave, día a día, la soberanía popular. Defender abiertamente la deuda es poco atractivo, y por eso suelen prosperar aquellos ilusionistas que echan el grito al cielo y exigen reducir la deuda bajando los impuestos, lo que, al final del día, no hace sino incrementarla un poco más. Estos políticos, que defienden los intereses de quienes tienen en la deuda su negocio, ven en la deuda una oportunidad. Les ahorra la necesidad de probarse en la iniciativa y el liderazgo políticos, permitiendo que se acomoden en la pura gestión. Les aporta gratuitamente argumentos de autoridad para introducir reformas impopulares, y, mediante el miedo y la precariedad, introduce una tensión permanente en la sociedad que facilita la manipulación. Y así el negocio de la deuda, que es la deuda de todos, es el negocio de unos pocos.

Cualquier estrategia para reducir la deuda pasa por los presupuestos, y, excepción hecha de que se condone o se suspenda, esto comporta que los ingresos sean superiores al gasto. Para los aprendices de brujo la solución radica en que este se reduzca, pero eso comporta limitar la inversión y la calidad de los servicios públicos, y una menor protección social. Este fue el programa aplicado en España con la gran recesión, y su resultado ha sido el de un crecimiento sin recuperación. El problema radica además en que las cuentas públicas sitúan el volumen y por tanto la dimensión del estado. En nuestro caso, en los años noventa, nos quedamos a medio camino de la convergencia con los países europeos, con un déficit en la recaudación de más de 6 puntos del PIB. Hay por tanto poco que recortar, y menos aun cuando lo ajustado de los ingresos comporta, como en nuestro caso, un estado de bienestar low cost, con poca inversión en sanidad, educación o formación, una protección social menguada y un bajo nivel de inversión. Es en este contexto, empeorado por efecto de la pandemia, en el que hay que situar los Presupuestos Generales del Estado para el 2022 y la oportunidad excepcional que suponen las transferencias y créditos provenientes de Europa.

Los presupuestos presentados por el gobierno suponen un cambio en la buena dirección por la dimensión del gasto y por los ingresos por IRPF, que superarán, por primera vez, los 100.000 millones de euros. Los ingresos del impuesto de sociedades (24.477) incorporan un aumento significativo (11,8%), pero vienen a ser la tercera parte de lo que se ingresará por el IVA, que grava el consumo y por tanto es regresivo al lastrar más a las rentas más bajas. Pero al margen de la distribución de la bolsa tributaria y de su falta de progresividad, preocupa que los ingresos extraordinarios distraigan de la necesidad de establecer una fiscalidad excepcional que permita reducir la deuda y con ella la exposición a la condicionalidad que pueda comportar una futura recuperación del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Por eso el proyecto de presupuestos se queda corto cuando en la situación actual, deberían facilitar la consecución de tres objetivos fundamentales: enfrentar la desigualdad, pobreza y precariedad endémica de nuestro modelo socioeconómico, transformar nuestro modelo productivo en aras del cambio tecnológico y climático, y reducir una deuda que es el negocio de unos pocos, pero nos hace vulnerables a todos los demás. La limitación del planteamiento presupuestario reclama e imprime mayor urgencia a la tramitación y aprobación de una reforma fiscal que permita transformar nuestro país por la vía del progreso y de la justicia social.

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