La salida de Rusia del tratado sobre armas nucleares New START permite que las tensiones entre las potencias incrementen su peso y, otra vez, el mundo quede bajo la amenaza de una catástrofe imposible de prever y calcular.
Por Gonzalo Fiore Viani | La tinta
Tras el discurso de Vladimir Putin con motivo del aniversario del primer año desde la invasión rusa a Ucrania, lo único que queda claro y representa una “novedad” es la salida de Moscú del tratado New START (Strategic Arms Reduction Treaty, por sus siglas en inglés), sobre el control de los arsenales nucleares. Se trata del último acuerdo bilateral de esta clase firmado por Washington y Moscú, y había sido renovado por cinco años en 2021. Pero Rusia no venía aceptando las inspecciones rutinarias previstas en el tratado, por lo que se consideraba que no estaba cumpliendo con lo que se había comprometido.
Putin anunció “que Rusia suspende su participación en el nuevo tratado Start”, al mismo tiempo que, dijo, “nadie debe hacerse ilusiones de que puede violarse la paridad estratégica mundial”. Ya sin el Nuevo Start en vigencia, solo queda el Tratado de No Proliferación de las Armas Nucleares (TNP).
Creíamos que la era nuclear había terminado, pero no solo no sucedió, sino que, hoy, el escenario es peor que durante la Guerra Fría. ¿Por qué?
En el siglo XX, las potencias se manejaban bajo un concepto conocido como MAD, siglas en inglés de “Destrucción Mutua Asegurada” -curiosamente, “mad” también significa “loco” en el idioma de William Shakespeare-. Esto garantizaba que, mientras exista un equilibrio nuclear, ambos bandos serían destruidos o arrasados por completo en caso de que se produjera una guerra donde, claramente, nadie resultaría ganador.
El equilibrio no era necesariamente real, ya que la Unión Soviética (URSS) estaba detrás de Estados Unidos con respecto al armamento nuclear. Sin embargo, ambos bloques tenían -tienen en sus versiones actuales- suficiente poder destructivo para hacer del mundo un lugar inhabitable en apenas unas horas. Los líderes estadounidenses y soviéticos lo entendían muy bien y, más allá de algunas tensiones puntales, actuaban en consecuencia, de la misma manera que lo hacían los dirigentes europeos, seguros de que, en caso de producirse un enfrentamiento nuclear a gran escala, su continente sería el primero en quedar convertido en un gran hongo atómico debido a su ubicación geográfica.
Para evitar esto, existían distintas vías de comunicación relativamente eficientes, entre ellas, la más célebre de todas, el famoso teléfono rojo, el cual hacía que, en caso de una crisis, se podía negociar directamente, traductor mediante, entre los mandatarios de ambas potencias para bajar los decibeles. Esto, sumado a la muñeca diplomática de los líderes y sus asesores, además de -por supuesto- la fortuna, contribuyó a evitar un apocalipsis nuclear en 1962, cuando, entre el 16 y el 22 de octubre de ese año, el mundo estuvo al borde de un estallido atómico debido a las tensiones que habían provocado los misiles soviéticos apostados en Cuba. En aquel momento, tras cierta indecisión y confusión inicial, el entonces presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy reaccionó de la mejor manera posible, enviando una carta a su homólogo soviético, Nikita Jruschev. Recibió, como respuesta, dos cartas, una fría y de tono marcial, como si hubiera sido escrita por la burocracia del Politburó soviético, y otra afectuosa, como de un amigo a otro. La gran pregunta era, ¿qué es lo que debía hacer? ¿Cuál respondía? ¿En qué tono?
Kennedy, con el humor que lo caracterizaba, dijo por entonces: “Esta semana sí que me estoy ganando el sueldo”. Por consejo de su hermano, Robert Kennedy, y de su asesor, Ted Sorensen, contestó la segunda, abriendo el camino a una negociación que terminó con la retirada de los misiles de la isla caribeña. Para que esto suceda, también hubo suerte, como cuando estuvieron a punto de enfrentarse soviéticos y estadounidenses en alta mar por un malentendido, pero no lo hicieron. Cualquier movimiento en falso de cualquiera de los dos bandos durante aquellos días podría haber sido malinterpretado por el otro y respondido de la peor manera. Y esto, ¿a qué viene a cuento hoy? Simplemente, para recordar lo azarosa que puede ser una crisis de proporciones nucleares y cuáles pueden ser sus consecuencias en caso de no solucionarla por la vía pacífica. Entrar en una nueva era nuclear es de una enorme irresponsabilidad.
Hoy, el escenario es aún más complejo que en los tiempos de la Guerra Fría, no porque se debatan entre dos sistemas contrapuestos de entender el mundo o las ideologías, sino porque no hay un “teléfono rojo” entre Putin y Occidente. Es más, el presidente ucraniano Volodomir Zelenski, en su afán de continuar la guerra y concentrar mayor poder sobre sí mismo en un contexto de crisis brutal, les dice a sus pares estadounidenses, franceses y británicos que deben evitar todo contacto con el Kremlin, aunque se trate de intentar establecer una vía de negociación para resolver el conflicto de manera pacífica, lo que solo genera más y más aislamiento.
El desconocimiento del otro siempre es garantía de incomprensión, lo que nos lleva a nada más que a generar mayores problemas, lo cual, cuando los bandos en pugna tienen armas nucleares, pueden ser de una escala inimaginable.
La cuestión en la actualidad es aún más compleja, porque no son solo Moscú y Washington quienes entraron en la era nuclear y son capaces de arrasar con todo. Los países que tienen armas nucleares son, además de Rusia y Estados Unidos, Reino Unido, Francia, China, India, Pakistán, Israel y Corea del Norte. En este contexto, ¿cuál es la garantía de diálogo? ¿De qué manera se establece un “teléfono rojo” entre tantas partes?
Lo cierto es que, a estas alturas, nadie puede negar que el ingreso a una nueva era nuclear es un hecho. Los dirigentes deberán estar a la altura -hoy, no parecen estarlo-. En caso contrario, el riesgo es nada más ni menos que el fin de la humanidad como la conocemos. La historia nos puede enseñar mucho si la tenemos presente.
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