El metro de Moscú: Palacio de los proletarios

La construcción del Metro de Moscú se inició el año 1933, con un total de 36.000 trabajadores y con los mejores artistas soviéticos para adornarlo.

Por Fernando Quiñones | Universidad Obrera

En 1902 la Duma zarista rechazaba el primer proyecto para la construcción de un metro subterráneo en Moscú que emulase el gran avance que había supuesto el Underground londinense.

Entre las causas, algunas más terrenales -la oposición de las compañías de tranvías, que verían sus ingresos amenazados- y otras más metafísicas, como la oposición de la Iglesia ortodoxa, que calificó de blasfema la entrada y salida constante al inframundo de justos y pecadores, violentando la tradición divina.

Sería en el verano de 1931, casi 30 años más tarde, cuando el Comité Central del Estado Soviético, con Stalin a la cabeza, decidiría que la construcción del metro no podía postergarse más. La población se había triplicado, llegando a casi cuatro millones de habitantes en Moscú, la ciudad no paraba de expandirse y la necesidad de proporcionar un transporte barato y adecuado para los millones de trabajadores de Moscú se había hecho imperiosa.

El socialismo soviético se encontraba en aquel momento en un período de gran interés -y cierta condescendencia- por parte de la opinión internacional. El primer plan quinquenal estaba a punto de terminar y, si bien se habían conseguido innumerables avances en la industrialización y progreso general de la economía soviética, muchos otros objetivos habían quedado incompletos. Fue al inicio de este plan quinquenal cuando Stalin pronunciaría las famosas palabras “Estamos 50 o 100 años detrás de los países avanzados. Debemos acortar esta distancia en 10 años. O lo hacemos, o ellos nos aplastarán”.

H.G. Wells, el renombrado escritor de ciencia-ficción británico, al conocer los planes del Estado soviético de construir una red de metro de proporciones nunca vistas, llegó a calificar de utópico el proyecto y recomendar públicamente al Estado soviético que fuesen más pragmáticos y comprasen un millar de autobuses a Inglaterra para organizar el transporte público de una forma más realista. Evidentemente, el pueblo soviético no quiso darle la razón.

En 1933 comenzaría la construcción del Metro de Moscú con 36.000 trabajadores, esta cifra se doblaría en poco menos de 6 meses. La empresa había alcanzado tanto renombre que en poco tiempo se hizo necesaria la creación de protocolos para organizar a los miles de trabajadores voluntarios de oficinas y fábricas que deseaban participar, en sus días libres, en la construcción de un metro que, según se afirmaba, sería un palacio para los trabajadores.

Durante la construcción surgieron problemas derivados de la modernidad de la empresa, por ejemplo, la histórica empresa norteamericana de ascensores, OTIS, pidió una cifra totalmente desproporcionada al Estado soviético al interesarse este por la adquisición de sus vanguardistas escaleras mecánicas. Ante esto, el Comité Central encomendó a los ingenieros soviéticos que, basándose simplemente en los bocetos de los modelos y artículos de revistas especializadas, realizasen una suerte de ingeniería inversa y consiguieran no solo replicarlas, sino mejorarlas. Lo consiguieron. Todos los desniveles de más de 7 metros del Metro de Moscú contaron con escaleras mecánicas y, de hecho, la URSS creó para la inauguración del Metro de Moscú las escaleras mecánicas más largas de la historia: 720 escalones por tramo.

No solo fue imperativa la instalación de escaleras mecánicas, el proyecto contó con una estrecha supervisión de Stalin y el Comité Central con la intención de que el Metro de Moscú mandase un mensaje claro a los ciudadanos de la URSS y del mundo: donde antes las fortunas nacionales se despilfarraban en palacios para nobles y burgueses, en el nuevo Estado socialista los lujos de la nación, sus mejores artistas y las mayores innovaciones técnicas irían destinadas al disfrute de la clase trabajadora.

Por ello, el Metro de Moscú contaría con los mejores artistas soviéticos para adornarlo, cualquier posible sensación de «mazmorra» sería combatida con altos techos, ricos adornos, los mejores materiales, pinturas, frescos, murales y estatuas adornarían las estaciones y andenes de Moscú. Así fue. Tal fue el éxito pragmático y artístico del Metro de Moscú, que tras su inauguración familias enteras de las ciudades y pueblos cercanos a Moscú acudirían simplemente para pasar unas horas viajando en el metro, disfrutando de un espectáculo nunca antes posible para ellos, del arte y el lujo que siempre salió del pueblo, pero nunca estuvo a su servicio.

Para concluir, me gustaría recuperar las palabras pronunciadas por el gran Kaganóvich en la inauguración de la estación Sokólniki, de donde partiría al día siguiente el primer metro, un Kaganóvich que fue el máximo responsable en la dirección de la construcción del Metro de Moscú y que, recordemos, formó parte del grupo que intentaría reinstaurar la línea marxista-leninista tras el golpe de Estado del XX Congreso, siendo por ello condenado al ostracismo hasta su muerte.

«Luchamos contra la naturaleza, contra el traicionero subsuelo de Moscú. La geología de Moscú ha demostrado ser prerrevolucionaria, parte del viejo régimen, incompatible con los bolcheviques, en lucha contra nosotros. […] El ejército subterráneo, con su vanguardia de miles de jóvenes komsomoles, derribó finalmente y destruyó los bastiones de esa geología tan violentamente hostil como lo fue el viejo régimen.

Queremos que esta estructura, inmensamente mayor que ningún palacio o teatro, sirva a millones y eleve el espíritu de los seres humanos. […] Los burgueses suelen pintarnos a nosotros, los bolcheviques proletarios, como bárbaros destructores de cultura. Esa mentira de nuestros enemigos es desenmascarada ahora de una vez por todas. Más bien, al contrario, como muestra esta nueva estación por su originalidad. Señor burgués, ¿dónde están las barracas, la destrucción de la personalidad, de la creación y del arte?»

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