El Gordo no ha caído en casa de Jonathan

Por Pablo L.

Una familia bailaba flamenco, cantaba, daba palmas y tocaba la pandereta al celebrar que le había tocado El Gordo de la Lotería de Navidad del año pasado. Una anciana y un anciano, aparentemente de bajo poder adquisitivo, como la familia de la pandereta y las palmas, se besó con el amor que sólo transmite una pareja de viejecillos que lleva junta toda la vida. También tenían uno de los boletos agraciados. Al igual que un inmigrante subsahariano que vive en Madrid y que se encontraba sin trabajo y en una delicada situación económica, o los simpatizantes de la delegación del Partido Comunista de un pueblecito de Granada, agraciados también la pasada Navidad con una de las terminaciones ganadoras. La lotería es muy bonita al ver estas escenas, sobre todo cuando la suerte cae en una de esas familias pobres que vive en una de las casas más humildes de uno de esos barrios populares llenos de gente trabajadora. Pero la lotería no es eso, la lotería es cruel. Porque para que haya celebraciones en una de esas casas humildes de uno de esos barrios y pueblos trabajadores, tiene que haber una amplia mayoría de gente disgustada que no ha tenido tanta suerte. Y así, El Gordo no cayó en casa de Jonathan, ni en casa de Paqui, ni de Estefanía, ni de Álex.

LoteriaLa probabilidad de que El Gordo toque es de 0,00001, o lo que es lo mismo, una entre 100.000. Menos que de morir atropellado en la calle. Nadie sale de su casa con miedo a que un coche sea lo último que vea en su vida, pero sí son muchos los que sueñan las semanas previas al sorteo con abrir la botella de champán delante de la cámara. Porque la lotería es una utopía factible, alimentada con bombardeos continuos en televisión, a veces protagonizados por un señor calvo, otras por una extraterrestre en forma de joven escandinava y otras, la mayoría, por un tipo que baja todas las mañanas al bar del barrio a tomarse un café y que podría ser cualquiera de nosotros, para que no se nos olvide de qué va esto, supongo.

La lotería es una ilusión levantada a golpe de publicidad, de presión social y de envidia preventiva, como la definen los que saben. Por eso, en ella caemos casi todos, no vaya a ser que toque el número que se vende en el trabajo y yo sea el único que no ha comprado, a pesar de que las posibilidades de salir sin un solo premio del sorteo son del 86%. Y así, millones de familias se han dejado una suma de millones de euros para poder adquirir sus boletos. En esta edición, según la Sociedad Estatal de Loterías y Apuestas del Estado (SELAE), cada español se habrá dejado 66,16 euros de media en este juego. Una suma con la que el Estado recauda una cantidad ingente de beneficio para sus arcas, que el año pasado se cifró en 194 millones de euros, según los datos del Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha). Un impuesto especial que se cobra, en su inmensa mayoría, de las capas humildes, de esa gente que lo está pasando mal y que deposita toda su ilusión en la mera casualidad. A mí, a día de hoy, perder 20 euros me supone un pequeño sacrificio que puedo permitir. Lo que no sé es si la compañera de trabajo que entra todos los días a las seis y media de la mañana para limpiar las oficinas, que vive a base de contratos temporales, que tiene al marido en paro desde hace dos años, y que se ha gastado 60 euros en tres décimos, puede decir lo mismo. De lo que sí estoy seguro, sin embargo, es que ella no tiene la culpa de dejarse atraer por la ilusión. Como tampoco la tiene el padre que se gasta en el sorteo el equivalente a una compra semanal o la pareja de ancianos que destina una parte de su pequeña pensión para intentar solucionarle la vida al nieto.

No son pocos los estudios que demuestran que la lotería es mucho más seguida entre las clases populares y las familias pobres que entre esa porción de la población acomodada y pudiente. Si se analiza en profundidad, además de ser un juego-impuesto pensado para la clase baja, su esencia destapa un mensaje de crueldad. La lotería es la única forma para salir de la mierda, de una situación de precariedad, la esperanza para dejar de mirar las facturas al final de mes. A ver si este año salimos de pobres. La lotería es quitarse de los pocos caprichos que alguien tiene para gastarse 20, 40 o 60 euros en sendos boletos; es pasar frío en la cola de doña Manolita; es restregar el cupón por la estampita de la Virgen, que seguro que este año nos toca; es aprenderse los números de memoria para, casi con certeza, desilusionarse el día 22. La lotería es aquello con lo que hemos soñado todos los que hemos crecido en esos barrios. Es eso que nos hemos imaginado para, después, inventar historias tremendas de lo que podríamos hacer con el dinero, como comprarnos un cochecito, poder independizarnos, tapar agujeros.

La lotería es indirectamente anestesia, es ansia de diferenciación, ganas de separarte de la realidad que has mamado desde crío, deseo de marcharte para siempre

La lotería es, sin embargo, algo que ni siquiera existe en otros barrios. Es un simple pasatiempo para muchas familias bien que si salen ganadoras engordarán un poco más su cuenta, pero que si no toca, tampoco pasa nada, que ya tenemos tanto o más de lo que reparte cualquiera de los premios. Tenemos tanto o más que pudimos comprarnos un cochecito, y dos y tres. Tenemos tanto que como ya nos hemos independizado, fuimos a por el casoplón de la playa. Tenemos tanto que tuvimos que excavar agujeros en los que guardar el dinero.

La lotería es indirectamente anestesia, es ansia de diferenciación, ganas de separarte de la realidad que has mamado desde crío, deseo de marcharte para siempre, apelar a la casualidad para intentar solventar una situación material que no te han dejado resolver con medidas reales. La lotería es un invento del que se aprovechan quienes no te dejaron labrarte un futuro, no te dejaron avanzar, te arrebataron la posibilidad de vivir dignamente y ahora te sugieren que la única forma de poder escapar del camino marcado es el azar. La lotería es una forma de soñar demasiado cara.

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