El genoma Gramsci

Gramsci

La herencia gramsciana se ofrecía y era aceptada como fundamento de una alternativa intermedia entre la ortodoxia leninista y la socialdemocracia clásica.

En el momento de su despegue efectivo, el PCI recibía como herencia también una voz todavía en gran parte desconocida y ocultada por su adversario fascista, un recurso autónomo, los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci, un cerebro que había seguido pensando, una mina de ideas.

Sobre el pensamiento de Gramsci volveré una y otra vez para destacar elementos que quedaron siempre a la sombra en la elaboración y en la política del PCI y en cambio todavía, o mejor, sobre todo ahora, ofrecen ideas preciosas para una discusión sobre el presente, con una original lectura de la historia italiana, en su particularidad y al mismo tiempo en su valor general. Ahora me urge considerar la «fortuna» de Gramsci, es decir cómo, cuánto, y cuándo, él haya intervenido e incidido en la definición gradual de una identidad y de una estrategia específica del comunismo italiano, en un primer momento bajo persecución, luego a plena luz, y por último en declive, hasta su reducción a santón del antifascismo, ejemplo de moralidad, intelectual poliédrico. Hablar, más que de Gramsci, del gramscismo como genoma operante en una gran fuerza colectiva y en la cultura de un país.

Sus Cuadernos pedían una mediación que los hiciera comprensibles y dejaran huella más allá de un estrecho círculo de intelectuales. Las condiciones constrictivas de la cárcel y la censura que había que sortear, las enfermedades recurrentes, la parcialidad de las informaciones y de los textos a los cuales tenía acceso obligaban a Gramsci a emplear un lenguaje a menudo alusivo, a escribir en forma de notas, a iniciar reflexiones suspendidas y retomadas más tarde, formas que no habrían permitido a esos escritos alcanzar el objetivo que él mismo se proponía manteniendo el esfuerzo heroico de un cerebro que siguió pensando en soledad. No bastaba pues con un escrupuloso trabajo filológico que reprodujese fielmente cada uno de los fragmentos e interpretara su sentido. Se necesitaba, desde el principio, un arriesgado y progresivo intento de dilucidar los elementos esenciales y reconstruir un hilo conductor capaz de penetrar en vastas masas y también de obligar a los adversarios a tenerlo en cuenta. En suma, para devolverle a Gramsci el papel que había tenido, el jefe y promotor de una gran empresa política; y también reconocer a sus investigaciones teóricas el carácter, subrayado por él mismo, de una filosofía de la praxis.

Esta mediación existió, con efectos poderosos: Gramsci se ha convertido muy pronto, y lo ha seguido siendo, en un punto de referencia de la búsqueda político-cultural, en Italia y en el mundo, y no sólo entre los comunistas. Tal mediación ha sido efectuada no por un gran intelectual, o por una escuela, sino mediante una operación intencional promovida por Palmiro Togliatti y con la participación de un partido de masas. Peligrosa conservación de los Cuadernos, la progresiva publicación de una clasificación provisional de las notas en grandes temas, un estudio colectivo enérgicamente solicitado. La fábula reciente de que Togliatti habría entregado el cuidado de los Cuadernos a los archivos soviéticos para sacarlos de circulación, es un vuelco ridículo de la verdad, de la misma manera que es artificialmente exagerada la tesis de que su primera edición haya estado fuertemente censurada y manipulada, siendo por lo tanto desleal. Ciertamente el objetivo de Togliatti no fue sólo el de tributar un homenaje a un gran amigo, ni tan sólo el de brindar una contribución a la cultura italiana. Era un objetivo político en sentido fuerte; el de usar un gran pensamiento y una autoridad indiscutida para fundar una identidad nueva para el comunismo italiano. Algo parecido había ya ocurrido en el proceso de formación de la socialdemocracia alemana y la Segunda Internacional: Marx leído y difundido a través de Kautsky y en parte con el aval del viejo Engels. E implicaba el precio de una lectura restrictiva. El mismo Togliatti, poco antes de morir, lo reconoció cuando, en una reseña a la que no se le dio gran importancia, dijo en sustancia lo siguiente: nosotros, comunistas italianos, tenemos una deuda con Antonio Gramsci, hemos construido copiosamente sobre él nuestra identidad y nuestra estrategia, pero, para hacerlo así, lo hemos reducido a nuestra medida, a las necesidades de nuestra política, sacrificando lo que él pensaba «mucho más allá».

Cuando hablo de lectura restrictiva no me refiero tanto a manipulaciones o a censuras del texto, que muchos buscaron con tesón más tarde y que el ejemplar trabajo posterior de Valentino Gerratana demostró como un hecho de escasa trascendencia, cuanto a una sabia dirección, necesaria para la aparición inicial de las notas, en la larga cadencia de su publicación y en los comentarios que las acompañaban y las estimulaban. En todo esto no es difícil descubrir el límite impuesto y aceptado por el contexto de la época. En primer lugar, el esfuerzo, durante largo tiempo, de no hacer demasiado explícito todo cuanto Gramsci innovaba y modificaba con respecto al leninismo o entraba en conflicto con su versión estaliniana; en segundo lugar el esfuerzo de subrayar todo cuanto en Gramsci servía para la valorización de la continuidad lineal entre «revolución antifascista» y «democracia progresiva»; por último el aplazamiento de algunas temáticas pioneras, más o menos conscientemente, a tiempos más maduros.

De esta manera la atención se habría concentrado en torno a dos grandes temas. El primero, el Resurgimiento italiano como «revolución incompleta», por la eliminación de la cuestión agraria, y como «revolución pasiva» por la escasa participación de las masas y la marginación de las corrientes políticas y culturales más avanzadas democráticamente, y cuya salida era el compromiso entre renta parasitaria y burguesía. El segundo, o sea la relativa autonomía y el valor de la «superestructura», en discusión con el mecanicismo vulgar, introducido por medio de Bujarin también en la Tercera Internacional, y por lo tanto la mayor atención que tenía que dedicarse al papel de la intelectualidad, de los partidos políticos y de los aparatos estatales.

Temas leídos, no al azar, con una particular óptica interpretativa, inconscientemente selectiva. Por una parte al enfatizar lo que precisamente relacionaba a Gramsci con los Salvemini, los Dorso y los Gobetti (el atraso fatal del capitalismo harapiento y de la cultura nacional mojigata), pero dejando en la sombra la crítica del compromiso cavouriano y la rápida corrupción del Parlamento con el camaleonismo político, las ambigüedades del giolittismo[1], la polémica con el croccianismo, los venenos emergentes del nacionalismo, la «cuestión romana» como rémora aún no superada en la Iglesia, en suma, aquellos procesos parciales parciales y distorsionados de modernización que habrían llevado a la crisis del Estado liberal y al nacimiento del fascismo. Por otra parte, la justa reafirmación de la autonomía de la «superestructura» tendía a convertirse en una separación de la dinámica político-institucional de su base de clase y llevaba al historicismo marxista a convertirse en historicismo tout court.

Otros temas gramscianos permanecieron como marginales durante mucho tiempo en la reflexión teórica e ignorados en la política. Pienso en el escrito sobre Americanismo y fordismo, que anticipó aquello que mucho más tarde llegaría también a Italia, y que era visible, como veleidad, en la política fascista. O en la pasión juvenil de Gramsci por la experiencia consejista, completamente diferente de la rusa, que él mismo había dejado aparte, al descubrir sus límites, pero que, revisitada, habría ayudado no poco a interpretar la fase inminente de la Resistencia y, mucho más tarde, la aparición del movimiento de mayo del sesenta y ocho. Las consecuencias de este descubrimiento restringido del pensamiento de Gramsci no habrían sido solamente de carácter cultural, ni en el corto ni en el largo plazo. Son dos, en particular: la obstinación en no reconocer y analizar el alcance y la rapidez del proceso de modernización de la economía en Italia y en Europa; y la concepción del partido nuevo (partido de masas, ciertamente, capaz de «hacer política» y no solamente propaganda, educador de un pueblo, pero aún alejado del intelectual colectivo, interlocutor de los movimientos e instituciones desde abajo, promotor de una reforma cultural y moral que Gramsci consideraba importante en un país que había quedado indemne de la reforma religiosa).

En suma, por lo menos al inicio, la herencia gramsciana se ofrecía y era aceptada como fundamento de una alternativa intermedia entre la ortodoxia leninista y la socialdemocracia clásica, más que como una síntesis que superaba los límites de ambas posturas: el economicismo y el estalinismo. Un «genoma» que podía desarrollarse o simplemente actuar sobreviviendo, imponerse plenamente o deteriorarse. Lo veremos en acción. No obstante me parece que la interpretación que al comienzo emprendía Togliatti de Gramsci, no era ni abusiva ni inmotivada. No era abusiva porque el motor que mueve y caracteriza los Cuadernos es efectivamente la reflexión crítica y autocrítica sobre el fracaso de la revolución en los países occidentales (en la que, tanto él como Lenin, habían creído), sobre sus causas y consecuencias. Él fue el único que, entre los marxistas de su época, no se limitó a explicarla como la traición de los socialdemócratas, o por la debilidad y los errores de los comunistas: y al mismo tiempo, no sacó de ello la conclusión de que la Revolución rusa era inmadura y su consolidación en Estado un error. Buscó, en cambio, las causas más profundas por las que el modelo de la Revolución rusa no podía reproducirse en las sociedades avanzadas, pero era un bagaje necesario (y el leninismo era una contribución teórica admirable) para una revolución en Occidente con recorrido diferente y resultado más rico. De hecho todo su esfuerzo de pensamiento se apoyaba en dos fundamentos, que pueden resumirse en pocas frases. Primero, un análisis: «En Oriente el Estado lo era todo, la sociedad civil era primaria y gelatinosa; en Occidente, entre Estado y sociedad civil había un relación equilibrada y en los parpadeos del Estado se vislumbraba de inmediato una sólida estructura de la sociedad civil. El Estado era solamente una trinchera avanzada, tras la cual había una robusta cadena de fortalezas y baluartes». En segundo lugar un principio teórico, mencionado continuamente mediante una cita de Marx tomada del prefacio de Contribución a la crítica de la economía política: «Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado en el seno mismo de la sociedad».

La revolución es para Gramsci, por lo tanto, un largo proceso mundial, por etapas, en el que la conquista del poder estatal, aun siendo necesaria, interviene hasta cierto punto según las condiciones históricas, y en Occidente presupone, de todos modos, un largo trabajo de conquista de baluartes, la construcción de un bloque histórico entre clases diferentes, cada una portadora no sólo de intereses diferentes sino con raíces culturales y políticas propias. Entretanto, tal proceso social no es el resultado gradual y unívoco de una tendencia ya inscrita en el desarrollo capitalista y en la democracia, sino el producto de una voluntad organizada y consciente que interviene, de una nueva hegemonía política y cultural, de un nuevo tipo humano en formación progresiva.

No era abusivo, por lo tanto, el intento togliattiano de utilizar a Gramsci como anticipador y fundamento teórico del «partido nuevo» y del «camino italiano hacia el socialismo», en continuidad con el leninismo y con la socialdemocracia de los orígenes, pero diferenciado de ambos. Parte de un proceso histórico mundial avanzado y sostenido por la Revolución de octubre pero no es una imitación tardía de su modelo. No era abusivo, ni mucho menos inmotivado, porque nacía de grandes novedades que habían aparecido tras la redacción de los Cuadernos. La victoria sobre el fascismo se había alcanzado, el papel decisivo que Unión Soviética había desempeñado era reconocido, y habían participado movimientos de resistencia armada en muchos países de Europa oriental, occidental y meridional, estaban en marcha poderosos movimientos de liberación anticolonial y una revolución en China; todo esto obligaba al capitalismo a un compromiso y se abrían también en Occidente espacios para conquistas sociales y políticas de relieve. Sin embargo, la victoria se había conseguido a través de una alianza con Estados y fuerzas muy distintas, en Europa con gobiernos y liderazgos abiertamente conservadores; la resistencia armada, a diferencia de la primera posguerra, no mostraba indicios de prolongarse en una insurgencia popular y radical; emergía en el mundo, en los hechos aunque aún no en las directrices, la supremacía económica y militar de una nueva potencia a la que la guerra, en vez de desgastarla, había dejado intacta, y con la que se había concluido en Yalta un pacto para la posguerra que era no sólo un vínculo sino también una garantía.

Quien, como Gramsci, había ido más adelante en la búsqueda de un nuevo camino, no podía prever ninguna de estas dos novedades: ni en el impetuoso avance del comunismo en el mundo, ni la consolidación del capitalismo en Occidente. Incluso Trotsky, con su reconocida lucidez, poco antes de ser asesinado, previendo la inminencia de la guerra y aun habiendo dicho que había que ayudar a la Unión Soviética a resistir, había anotado: «Si de una nueva guerra mundial no se derivan una revolución en Europa y una subversión del poder en la URSS, tendremos que volver a pensarlo todo». Y precisamente esto habría hecho el mismo Gramsci, no sé decir de qué manera, si hubiese sobrevivido: reconocer el nuevo marco surgido históricamente, reconocer los límites impuestos por las relaciones de fuerza en el mundo y en Italia, movilizar todos los nuevos recursos para conservar y reforzar la propia identidad autónoma y comunista en una nueva «guerra de posiciones», para transformar, una posible nueva «revolución pasiva» en una nueva hegemonía, aquello en lo que —decía— los mazzinianos habían errado, o mejor dicho, no habían ni siquiera tratado de hacer en el Resurgimiento.

Esta reconstrucción de los «antecedentes», de los que no he sido partícipe ni testigo, que sólo he intentado, teniendo a la mano los libros y empleando el juicio de lo ya sucedido, no tiene nada de original o poco conocido; sin embargo, sirve para restaurar la verdad, para contrarrestar censuras y juicios corrientes hoy en día como idola fori[2]: desde este punto debe comenzar la reflexión acerca de la historia del comunismo italiano.

Notas
[1] Política llevada a cabo por Giovanni Giolitti que se basaba en una táctica parlamentaria de carácter clientelista, apropiada para asegurar la estabilidad del gobierno, y en tanteos para institucionalizar las formaciones políticas extremas (N. de T.).
[2] Para Bacon, según Vicente Gaos, los idola fori (ídolos del foro) son las supersticiones políticas que siguen imperando incluso después de que una crítica racional ha demostrado su falsedad (N. de T.).

Fuente: Segundo apartado del capítulo primero del libro de Lucio Magri El sastre de Ulm. El comunismo del siglo XX. Hechos y reflexiones[1].

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