Arturo no lo sabe, pero es el día de la Virgen de la Merced, patrona de las prisiones desde el 27 de abril de 1939 y se celebra una fiesta en todas las cárceles “proporcionando a los reclusos aquellas alegrías compatibles con el régimen de la prisión, concediéndoles una visita extraordinaria y sirviéndoles una comida especial”.
Por María Torres
«Nunca – si fue verdad- se olvida»
José Corredor Matheos
Martes, 24 de septiembre de 1940
Arturo tiene 6 años y en el fondo de sus grandes ojos pardos está grabada la imagen de su padre. No ha dejado de pensar en él ni un solo día desde hace un año. “Donde hay dolor hay un territorio sagrado” (1) y la frontera del territorio de Arturo comenzaba el 1 septiembre de 1939 y se extendía por la cuesta empinada del recuerdo. Desde entonces la miseria rodeaba a su familia y aunque eran tan certeras las palabras de Machado: “Nadie es más que nadie”, Arturo es consciente de que ha engrosado la lista de hijos de vencido.
Juana, su madre, le despierta temprano. Van a ir a Cuenca, la capital, una ciudad aún desconocida para él a pesar de la proximidad. Se apura en vestirse con unos pantalones remendados y una camisa blanca heredada de uno de los primos. Unas alpargatas descoloridas completan su indumentaria y un mendrugo de pan negro compone su escueto desayuno.
Arturo no lo sabe, pero es el día de la Virgen de la Merced, patrona de las prisiones desde el 27 de abril de 1939 y se celebra una fiesta en todas las cárceles “proporcionando a los reclusos aquellas alegrías compatibles con el régimen de la prisión, concediéndoles una visita extraordinaria y sirviéndoles una comida especial”. Arturo tampoco sabe que todo es mentira. La única alegría que van a recibir los presos es la visita de sus hijos. En cuanto a la “comida especial” uno de los pocos que van a disfrutar de ella es el director general de Prisiones, Máximo Cuervo y todos sus secuaces.
En la calle espera la galera del padre de Arturo tirada por dos mulas. Se trata de un carro grande de cuatro ruedas sin muelles ni suspensión que se usa tanto para el trabajo agrícola como para los desplazamientos. En esta ocasión es el jornalero que trabaja las tierras de la familia quien les conducirá hasta Tarancón para tomar el tren con destino a Cuenca. Aún es de noche. Arturo espera el inicio del tibio amanecer de septiembre mientras su menudo y desnutrido cuerpo de niño de la guerra es sacudido, una y otra vez, con el avance de la galera que necesita más de dos horas para cubrir el trayecto. Tiene frío y se acurruca contra el cuerpo de su madre ataviada de luto riguroso de la cabeza a los pies. Ésta sujeta con fuerza un rosario y el asa de una cesta con víveres y ropa para el padre. A ambos lados del camino se aprecian las viñas que ya comienzan a recibir a los vendimiadores dispuestos a iniciar una larga y dura jornada de trabajo.
Al llegar frente a la Estación de ferrocarril una muchedumbre compuesta por mujeres y niños se apresuran en alcanzar la taquilla. Arturo se aferra a la mano que le queda libre a su madre y después de muchos minutos de espera consiguen dos pasajes. Ya ha amanecido. La luz y el alborozo de los desnutridos niños que inundan el andén contrasta con las tristes miradas de las enlutadas madres.
Para Arturo es su primer viaje en ferrocarril. Durante todo el trayecto contempla embelesado el paisaje y las estaciones en las que el tren se detiene para acoger nuevos viajeros: Huelves, Paredes, Vellisca, Huete, Caracenilla, Castillejo del Romeral, Cuevas de Velasco, Villar del San de Navalón, Chillaron y por fin Cuenca.
Una procesión de mujeres y niños va atravesando la ciudad. Unos siguen sus pasos hasta el Castillo, donde se encuentra la Prisión Provincial. Arturo y Juana caminan por la fatigosa cuesta que les conduce a la Plaza de la Merced y esperan delante de la portada barroca del Seminario Mayor de San Julián, lugar que el dictador ha habilitado de urgencia como prisión y donde se encuentra desde hace un año el padre de Arturo.
A las once en punto de la mañana los portones del Seminario comienzan a abrirse como si estuvieran sincronizados con las campanas que marcan la hora en la Torre de Mangana. Avanzan lentamente hacia la entrada donde ya hay congregada una multitud. Aún deben pasar por el control exhaustivo de cada capacho, cesta o caja que portan los visitantes y que realiza un desganado guardia civil. Una vez cumplido el trámite son conducidos por una pareja de guardias a través de un angosto pasillo que desemboca en el Claustro del Seminario.
Allí, perfectamente formados, bajo el sol de veranillo de San Miguel se encuentra un numeroso grupo de hombres. Todos, o casi todos, tienen el pelo cortado al rape y una extrema delgadez. Arturo busca con la mirada a su padre entre los cientos de presos. Son tantos que le resulta difícil. Al fin se encuentra con el rostro conocido del “tío Julianete”. Tras él está el “tío Manolillo” y dos filas más atrás alguien que parece su padre, pero duda, es distinto a la persona que dejó de ver hace un año. Su madre le confirma que en efecto se trata de «padre». A Arturo le parece un anciano hasta que se cruza con su sonrisa de media luna y de repente desaparecen todas sus dudas.
Un hombre uniformado ordena a los prisioneros que rompan filas a la vez que a los familiares se les permite avanzar hacia ellos. Arturo corre hacia su padre, busca su abrazo, su piel, su olor. No quiere separarse de él.
Han pasado 73 años y en las pupilas de Arturo sigue imborrable el recuerdo de aquel encuentro con su padre en la prisión del Seminario de Cuenca. Recuerda la misa y la salve solemne a la Santísima Virgen de la Merced, el desfile y el control férreo al que también estuvieron sometidos todos. No hubo una gran fiesta, ni una gran comida. Los presos se repartieron los víveres que les llevaron las familias, como lo compartían todo, lo bueno y lo malo, lo mucho y lo poco.
Han pasado 73 años y Arturo no olvida.
María Torres, 24 de septiembre de 2013
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