El americano antiamericano

Montserrat Huguet

Los europeos solemos mirar la historia de los Estados Unidos como la de un país que ha conquistado su identidad con precisa solvencia. Se interpreta que la historia de los Estados Unidos interfiere por lo general en el resto, de manera que la reacción habitual suele ser la suspicacia y el enfado: el antiamericanismo.

Pero hay otros antiamericanismos que se gestionan en el núcleo de lo estadounidense y que enraízan en el desasosiego de sus ciudadanos, en la desconfianza sistemática ante el gobierno o en la deriva autodestructiva de una sociedad que está acostumbrada a sentirse convaleciente.

Visitante del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) frente al cuadro ‘Flag’, de Jasper Johns. Gorup de Besanez / Wikimedia Commons, CC BY-SA

Así, el ritmo íntimo de las cosas en los Estados Unidos está siempre lejos de la autocomplacencia: se reconoce más bien en el malestar inmutable. Cabe pensar que el sueño americano se fundamente en un estado perpetuo de insatisfacción de la gente que, incapaz de lidiar con las condiciones vitales de cada presente, no tiene otro remedio que transmutarlas en ventanas de oportunidad.

Autojustificando la nacionalidad

En los Estados Unidos es frecuente toparse con ciudadanos que hacen pública ostentación de disgusto a propósito de su país (gobierno). De él critican las mismas cosas que dichas por un extranjero le convierten en antiamericano.

Este tipo de estadounidense viaja exhibiendo un gesto de rendida humildad, de autojustificación por el hecho de ser estadounidense. Este tipo de ciudadanos estadounidenses que recorren el mundo proclaman su malestar con la administración estadounidense vigente (la que sea) y su deseo de romper su pasaporte (algo que desde luego nunca harán).

Protestas en Teherán tras la decisión de EEUU de abandonar el acuerdo nuclear con Irán, mayo 2018.
Hossein Mersadi / Fars News Agency, CC BY

Por ejemplo: al ser preguntado sobre si ya había solicitado la nacionalidad española, a la que tiene acceso por ser hijo de brigadista, el sociólogo Richard Sennet echaba balones fuera: “Ojalá”, decía. “Escriba eso: ojalá. La aceptaría enseguida. Soy americano y británico, pero también me gustaría ser español. Escríbalo”.

La historia americana ofrece un extenso recorrido por la senda del desaliento, pero también una enorme capacidad de autoanálisis. Los relatos (ficciones o ensayos) son testigos y memoria de una actitud continuada en el tiempo, que proporciona su centro a la identidad nacional y su durabilidad al fenómeno contemporáneo “de lo americano”.

El estilo paranoico

A mediados de los años sesenta la revista Harper´s Magazine publicaba un artículo de Richard Hofstadter con el sugerente título de “The Paranoid Style in American Politics”.

A estas alturas del siglo XXI resulta útil recuperar en él aspectos que en la época de su edición parecían secundarios y en cambio ahora adquieren relevancia. El autor destacaba que la política americana había sido siempre un escenario para mentes irritadas, sectores muy conservadores por ejemplo, que habrían llevado su enfado al extremo del estilo paranoico. La paranoia se sustentaría en tres ideas cruciales: a) me atacan, b) el enemigo no se deja ver, y c) este enemigo invisible quiere arrebatarme lo que es mío, a saber: el “modo de ser americano”. El enemigo siempre se cuela por las grietas del sistema desprotegido.

Abuela con bebé enfermo en Arizona. Dorothea Lange / Wikimedia Commons

La detección y denuncia de los fallos del gobierno (el judicial, el empresarial, el social, el académico…) constituye parte ostensible de la crítica que acompaña a lo americano. El mejor estadounidense sería pues el que denuncia la podredumbre del sistema y lo desestabiliza. También es este el que mejor nos cae a los europeos. Las élites alternativas, los estudiantes, las mujeres pioneras, los grupos en minoría… han expresado su frustración y su ira, bien en el activismo de salón bien en la calle, por medio de la filantropía y el arte, con la voz y los gestos.

La percepción de esta constante lleva a Charles Duhing en un reciente texto a sostener que América ha sido siempre una nación enfadada, que la desazón y la rabia son un clásico de la historia de los Estados Unidos. Un ejemplo reciente ha sido el modo en que se desenvolvió la designación del juez Brett Kavanaugh como miembro de la Corte Suprema de Justicia. Durante todo el proceso fue visible la retórica histriónica de ambas partes: defensores y detractores del polémico juez.

El enfado popular se encarna a lo largo de la historia contemporánea estadounidense en grupos y partidos políticos cuya finalidad es depurar el sistema. En ocasiones populista, cuesta etiquetar al votante iracundo dentro del marasmo de opciones partidistas que no encajan en el todopoderoso binomio formado por los Republicanos y los Demócratas.

José María Lassalle sugiere que estos grupos conforman una “derecha sociológica” que vive “atemorizada por los cambios culturales del siglo XXI”, incluso de “un apoliticismo trasversal que aglutina una multitud de malestares frente a la hegemonía intelectual de la izquierda”. Hoy comprobamos que el populismo y el “estilo paranoico” han colonizado los extremos de la política: los Alt-right y los Alt-left.

La cultura del desencanto y de la ira

Los archivos Getty guardan infinidad de imágenes en las que estadounidenses de toda etnia, género y condición han expresado su crítica profanando los emblemas de la patria. La libertad de expresión les ampara. El arte pop en los cincuenta –Jasper Johns– usaba la bandera a su antojo ymancillar los símbolos llegó al culmen de la extravagancia cuando en 1969, en el Festival de Woodstock, Jimi Hendrix violentó el himno nacional con los acordes de su guitarra hasta un irreverente caos auditivo.

Los estadounidenses tampoco se han privado de escribir sobre su desencanto, desesperanza y ansiedad. El pesimismo es una parte bien reconocible del legado cultural estadounidense: la desafección por la sociedad de referencia y la huida, el aire autodestructivo de los personajes, la traición, las conspiraciones y profecías, la figura del criminal solitario y el crimen organizado, los héroes muy a su pesar o las comunidades abúlicas que resisten y sobreviven.

El libro Las uvas de la ira de John Steinbeck (1939) empujaba al lector hasta la cotidianidad de asuntos universales como la guerra, el totalitarismo, el hambre, el desempleo, la desesperación… La ira de Steinbeck se rebajaba al sustrato de la experiencia con nombre propio. Steinbeck muestra que el dogma de la democracia americana es irrelevante (y hasta obsceno) cuando sus hijos caen en el camino muertos por el hambre.

Fotografía de una familia de Missouri con el camión estropeado en California. Dorothea Lange / Wikimedia Commons

Para llegar a la narración de la ira Steinbeck había cubierto la información, ayudado (o ayudando él) por el soberbio trabajo de la fotógrafa Dorothea Lange sobre la crisis de los granjeros camino a California como consecuencia del período de sequía extrema en las llanuras del centro del país conocido como Dust Bowl (1935 y 1936). De este viaje saldría a finales de los años treinta el libro Los vagabundos de la cosecha.

¿Dónde queda el mítico optimismo de frontera de los estadounidenses? ¿Dónde la virtud que corresponde a la democracia y el sueño americano?

De igual manera que el estadounidense lame sus heridas, también es capaz de soportar –y contar– sus esfuerzos titánicos para salir del agujero. Tras la calamidad en que se siente atrapado, no hay otra opción que resistir y renacer.

En la interpretación del horror del 11 de septiembre de 2001 está la idea de un mundo inadecuado que ha colapsado, una hoguera de cuyas ascuas surgirá una América correctora, al menos de los excesos liquidados por la imprevisible acción terrorista. El ataque injustificable al corazón del Imperio ha de ser también una ocasión para enmendar las faltas del pasado.

Jay Mclnerney, en La buena vida, nos brinda los primeros días de la “limpieza” de Manhattan tras los atentados, lavado a fondo como autopurga, oportunidad para dar al traste con el estilo de vida despilfarrador de los años noventa. Pero esto no es todo, no es un punto y final. La historia y los relatos del desencanto estadounidense seguirán con nosotros por mucho tiempo.The Conversation

Montserrat Huguet, Profesora Historia Contemporánea (Catedrática acreditada) Historia Internacional, Historia Actual, Estudios Culturales, Universidad Carlos III. The Conversation

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