Edulcación

Por Jesús Ausín | Ilustración de LaRataGris

La hormiga y la cigarra

Érase una vez, en un país muy, muy, muy cercano, en el que vivían una hormiga y una cigarra. La hormiga pasó todas su infancia y juventud, aprendiendo en la escuela de las hormigas, dónde enseñaban a reconocer las plantas, el entorno, los mejores productos para fabricar el hongo del que se alimentan, las estaciones del año y a distinguir a sus depredadores.

Mientras la hormiga estudiaba, la cigarra canturreaba subida en un árbol, viendo como lo hacían sus mayores. Tumbada a la bartola, tomaba el sol, jugaba a los parecidos que tenían las nubes con los animales y con las cosas de su entorno y dormía. Sobre todo dormía.

Llegado el verano se acabó la escuela. Entonces la hormiga tuvo que salir del hormiguero a trabajar. Se pasaba el día yendo y viviendo de la pradera al hormiguero, del hormiguero al bosque, del bosque al hormiguero y del hormiguero a los campos de trigo. Llegada la tarde, la hormiga estaba tan cansada que en cuanto se recostaba en su cubil, se quedaba dormida. Así día tras día y noche tras noche.

La chicharra, en cuanto llegó el verano, dormía de día y se pasaba todas las noches de juerga, tocando las patas y haciendo reír a otros animales que miraban asombrados el gracioso comportamiento de la cigarra. No tenía problema para comer porque solo tenía que chupar la chorreante savia que subía por la rama de la acacia en la que descansaba.

Así pasaban los días. La hormiga trabajando de sol a sol y la cigarra tumbada en su rama desde el amanecer hasta bien entrada la noche. Luego cánticos, juerga y jarana.

El calor pasó y la hormiga debía de hacer aún más esfuerzo bajo las primeras lluvias  del otoño. Porque ahora, además de tener que recorrer el doble o el triple de distancia para encontrar productos que almacenar en las bodegas del hormiguero dónde crece el penicillium que la alimentará durante el invierno, debía trabajar en la embocadura de su casa para que el agua no entrase.

La cigarra ya no cantaba, pero seguía pasando el tiempo dormitando en su rama chupando el néctar de la acacia. Aunque más escasa, todavía era posible alimentarse sin problemas.

Día tras día, lluvia tras lluvia, arcoíris tras arcoíris, los días fueron haciéndose cada vez más cortos y el calor, dio paso a la templanza y después al frío. Llegó el momento en que la hormiga se introdujo en su madriguera dispuesta a descansar tranquilamente durante el invierno. Después de una dura infancia de esfuerzo en el colegio, y de una más fatigosa juventud de trabajo con ahínco, llegaba el turno de una plácida madurez en la benignidad climática del hormiguero dónde solo había que comer, dormitar y descansar.

Llegó el momento en el que el árbol en el que vivía la cigarra, fue perdiendo sus hojas y con ellas el caldo que las alimentaba y del que comía la chicharra. El frío empezó a apretar y la cantaora sintió la necesidad de buscar refugio. Bajó entonces del árbol y llamó al hormiguero dónde pidió amparo a la hacendosa hormiga que ya se disponía a dormitar. Esta, con la máxima educación,  le abrió la puerta de forma cortés y preguntó que se le ofrecía. La chicharra dijo estar muerta de frío y de hambre y la hormiga le explicó que no podía quedarse en su casa, porque no había ni sitio, ni comida para las dos. Le entregó unos cuantos gramos del hongo que tenía en las bodegas pero le advirtió que no podría darle más porque era el sustento de su jubilación.

La Chicharra, marchose triste. Comenzó a deambular por el campo y encontrose con un grupo de hormigas león al que había divertido unos meses atrás. Les contó que no tenía comida ni alojamiento y que la hormiga tenía la despensa llena y una casa dónde pasar el invierno. Las hormigas león caminaron junto a la chicharra rumbo al hormiguero. Una vez allí, reventaron la entrada y desahuciaron a la hormiga. Se metieron dentro e invitaron a la chicharra a quedarse con ellas.

La pobre hormiga protestaba. No era justo que ella se hubiese pasado la vida trabajando para asegurarse el descanso en el invierno y que ahora la fuerza se impusiera a la razón.

Pero en aquel lugar tan, tan cercano, la fuerza y la incultura, habían acabado hacía tiempo con la justicia.

 

Edulcación.

 

Escuchaba el otro día en la radio, que en el nuevo proyecto de ley de educación, que el Gobierno de Pedro Sánchez está redactando para acabar con la LOMCE, los estudiantes podrán obtener el título de bachiller aun teniendo una asignatura suspensa.

La mayor parte de las personas que comentaron el asunto reaccionaron contra esa medida, alegando cosas tan triviales como el esfuerzo, la competitividad y la justicia. Hubo quién incluso se fue por los Cerros de Úbeda, calificando el proyecto como el premio a la mediocridad y a la holgazanería, asegurando que estamos convirtiendo a los chavales en vagos.

Todas estas personas que hablaban del esfuerzo y de la justicia, sin embargo, ven ajustado, medido y proporcional que un policía gane más que un ingeniero con dos másteres o, que un camarero, que se pasa todo el día de pie trabajando doce horas diarias, cobre ochocientos euros. De igual forma, cuando se refieren a las Kellys, ni se les pasa por la cabeza que limpiar habitaciones por dos euros va contra el principio del esfuerzo y la justicia social, y seguramente a ninguna de esas personas se les ocurriría pensar que acaban teniendo enfermedades que les impiden trabajar y que el estado no reconoce como profesionales.

Lo que quiero decir es que  el esfuerzo y la justicia, poco tienen que ver generalmente con la recompensa. Es el convencionalismo moral el que establece lo que es justo.

Lo que yo veo detrás de esa medida de que se pueda ser bachiller habiendo suspendido una asignatura, nada tiene que ver con la constancia o el tesón. Uno puede sacarse el carnet de conducir habiendo fallado dos preguntas u obtener una licencia de armas siendo un fascista. Porque la normativa se establece bajo unos preceptos. Y estos se acuerdan con criterios que nada tienen que ver con la justicia social, si no con los prejuicios y sobre todo con el convencionalismo moral.

Lo que muestra este articulado sobre el bachiller, no es nada más que un síntoma de la fugacidad de esta coyuntura absurda en la que los problemas no se intentan atajar por la raíz, sino cubrirlos con una mano de pintura para que no se vean. Bajo mi punto de vista, el de un padre ligado a las AMPAS desde la guardería hasta segundo de Bachiller en centros públicos, lo que esta medida atiende es una necesidad coyuntural de titulitis en la que es más importante lo que diga un “papel” que los conocimientos, en la que es más importante la estadística que la formación, en la que es más importante que el político o el director de turno, queden bien en los numerosas encuestas sobre la calidad educativa y en los rakings sobre centros educativos, que el aprendizaje de los alumnos. En la mayor parte de las encuestas educativas, como esta del Foro Económico Mundial, lo que establece es que España es uno de los países del mundo con mayor número de personas en edad escolar matriculadas, y sin embargo, uno de los mediocres a la hora de acabar los estudios. Por su parte, los rankings sobre centros, enseñan el porcentaje de aprobados sobre los presentados y no sobre la totalidad del alumnado. Ninguno de esas clasificaciones se acuerda de los chavales que quedaron en el camino por falta de atención, por la falta de psicólogos en los centros o por la dejadez de la administración en combatir la pobreza y la marginalidad. Hasta el punto que, en algunos centros, al alumno mediocre en resultados, en lugar de ofrecerle ayuda, se le conmina a cambiar de centro, a que se pase a la Formación Profesional o se le ofrezce abandonar el curso con la excusa de que, si lo hace a tiempo (antes de marzo), no le correrá convocatoria para el máximo de oportunidades establecidas por ley para acabar la secundaria o el bachillerato. Esta necesidad de aprobar a toda costa, llega al extremo de que lo que antes era COU (Curso de Orientación Universitaria) y ahora es Segundo de Bachiller, se ha convertido en un año dedicado a superar la selectividad, en lugar de preparar a los chavales para que puedan elegir que es lo que quieren estudiar y de incidir en la formación específica que necesitarán con mayor calidad formativa en los estudios universitarios o no que vayan a elegir al salir del instituto.

En esta coyuntura de hijoputismo especulativo, en el que la formación de los jóvenes ha pasado a un segundo plano para incidir en las titulaciones, en la que se ha desmontado lo público para primar lo privado que además de aprobar “a necesidad” adoctrina en los preceptos necesarios para que no se discuta el sistema, nadie parece haberse dado cuenta que para que no sea necesario ser bachiller con una asignatura suspensa, lo que hace falta es inversión en educación pública. Si un instituto tiene un ratio de 38, 40 alumnos por clase, malamente la profesora (o el profesor) les va a poder dedicar la atención que necesitan, sobre todos los menos dotados de la virtud del estudio programado y la constancia. Y para aquellos que ahora mismo, al leer esto, estén pensando que esos mejor que lo dejen, les recuerdo John Gurdon, premio nobel de Medicina en 2012, en una prueba en Eton School, acertó  2 preguntas de 50, lo que le impidió desarrollar normalmente su carrera como biólogo y que de él su tutor dijo lo siguiente: “Su rendimiento, sus resultados, son insatisfactorios. No asimila bien. Las notas donde apunta sus experimentos están rasgadas y confusas. A menudo se encuentra perdido, porque no escucha. Insiste en hacer las cosas a su manera. Me ha llegado la noticia de que quiere ser científico. En las circunstancias actuales, me parece algo ridículo. Si no puede ni siquiera aprender las bases de la biología, no tiene posibilidades de desempeñar el trabajo de un especialista. Sería una pura pérdida de tiempo no solo para él, sino también para los que deberán enseñarle”.

O Stephen Hawking, que en unas declaraciones decía recordar sus años de universidad como un periodo de “aburrimiento y sensación generalizada de que no le merecía la pena esforzarse”.

Nadie parece haberse dado cuenta que no todo el mundo puede o debe ser médico, ingeniero, informático, abogado,… Que también tenemos la necesidad de llevar el coche al taller, de que nos instalen la calefacción o el aparato de aire acondicionado, de que necesitamos personas que construyan nuestras casas o que tengan cabras, vacas, o siembren trigo o cereales. Alguien tiene que arreglar los enchufes o hacer una instalación eléctrica. Alguien tiene que actuar, grabar las películas o asfaltar las calles. Y sobre todo, que, a pesar de lo que la gente cree, no es fácil hacer bien todas esas cosas y que ser autodidacta, como hasta ahora, produce graves perjuicios a la economía nacional. Nadie parece haberse dado cuenta que los practicantes del hijoputismo especulativo también han causado catástrofe en la Formación Profesional, apostando, de nuevo, por la privatización de la mayor parte de los módulos que tienen una fácil salida al mercado laboral y habiendo dejado en mínimos las plazas públicas, reduciéndolas casi exclusivamente a aquellos oficios destinados a la explotación laboral.

Es evidente que este es un punto de vista muy personal y de lo que conozco, Madrid, y que me consta que en lugares civilizados como el País Vasco, las cosas no son así. Quizá por eso ellos tienen mejores salarios, mejor nivel de vida y dedican más mano de obra a la industria que a los bares.

Hemos creado una generación, los millenials, sin futuro. Una generación con muchas relaciones en redes sociales, con muchos conocimientos informáticos, pero con baja autoestima y menos madurez. Acostumbrados a tener todo lo que han querido y al instante, son incapaces de esperar, de reflexionar y de pensar que la vida no se acaba en dos horas. Y somos nosotros los culpables, no ellos. Vivimos en un mundo donde triunfa la inmediatez de Amazon o Globe, que funcionan gracias a la precariedad laboral y a la explotación de otros. Hemos creado un mundo en el que la lectura es cosa de otros tiempos y el conocimiento algo que no es inmediato y que, por tanto,  no se le ve la utilidad. Estamos creando licenciados y doctores que son auténticos berzas culturales. Hemos creado un infierno en el que la televisión nos dice que pensar, como actuar y como vivir la vida para ser aceptado por los demás. El sistema se las ha arreglado para que pensar esté mal visto. La formación hace mujeres y hombres libres y la libertad plantea preguntas e inconformidad, algo que este hijoputismo especulativo no está dispuesto a tolerar.

Un régimen que paga más a sus policías que a sus profesores, es un sistema político que apuesta por la represión en lugar de por el diálogo, por la sumisión, contra la libertad de pensamiento y actuación.

De cada dos euros invertidos en una educación publica, igualitaria y suficiente, retornan al sistema cinco. A cambio, hay que pagar más y mejorar las condiciones laborales. Y eso es algo que quienes legislan no van a permitir. Porque les va la silla en ello.

 

Cuando una bandera te toca más el corazón que las personas, la sociedad ha llegado al zenit de la indecencia. Solo podemos mejorar.

 

Salud, república y más ESCUELAS públicas y laicas.

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