Ecología | ¡Torero asesino!

Por Daniel Seijo | Ilustración de JRMora

Pecamos en muchas ocasiones, al debatir sobre la abolición de la tortura taurina (perdonen que no utilice el término tauromaquia, pero jamás me permitiré ensuciar de esa forma a la palabra arte) en caer en los propios argumentos de los torturadores. Perdemos energía y tiempo en debates absurdos sobre la legitimidad de las subvenciones, el arraigo popular o el grado de sufrimiento del toro durante la barbarie producida entre banderillazos y estocadascuando el debate debería ser, y en esencia es, mucho más sencillo.

La disputa sobre la tortura taurina, debería centrarse únicamente en la conciencia y la madurez de un país que no puede ni por un segundo más, seguir manteniendo vivo el recuerdo más zafio de su pasado. La memoria de un tiempo, en  donde una cantidad ingente de turistas, alguno de ellos famosos artistas o escritores, se dirigían a España con el sentimiento propio de quien cruza la última frontera antes de inmiscuirse en un país mitad civilizado, mitad sociedad salvaje. Un estado enfermo de barbarie y denodado tribalismo, en donde bellas mujeres bailaban al ritmo de guitarras árabes y hombres simples, pero en apariencia “valientes”, se jugaban la vida enfrentándose a un animal indómito, al parecer por un mero rito ancestral.

¿Cómo lograr perseguir eficazmente al maltrato animal cuando se denomina maestro al torero? ¿Cómo proteger nuestra fauna cuando se tortura y se asesina sin piedad un símbolo nacional?

Un país anclado en ritos ancestrales en donde no reinaba la lógica, ni la razón humana. Con el simple hecho de cruzar los Pirineos, uno podía sentirse a la vez maravillado y moralmente superior, ante tan lamentable espectáculo en una sociedad anacrónica para Europa. Todo ello, si es que finalmente tras contemplarlo, uno era capaz de mantenerse ajeno a la locura, a espectáculos como el de Tordesillas, en donde la sinrazón y la barbarie dan un paso más cara a la perturbación, al delirio de la sangre animal como entretenimiento y el zoquetismo patrio como seña de identidad.  La tortura animal en Tordesillas simboliza el fiel reflejo de una comunidad que dice representar el sentir de la España medieval, un festejo; si es que a la muerte se le puede llamar festejo, que hunde sus raíces en la enfermiza relación entre hombre y animal, en un período histórico donde los animales no suponían nada más allá de una fuente de alimento y recursos. Triste la sociedad que avanzado el sentido de la historia, permanece anclada en tan oscuros tiempos, para denominar cultura al hecho de que decenas de picadores y lanceros persigan a un toro para lancearlo hasta la muerte.

Todavía hoy, libros, canciones y viejas películas, alaban el valor del torero como un héroe que se resiste al paso del tiempo, guiños antropológicos de quienes observan nuestro delirio desde la más absoluta equidistancia entre la fascinación y el asco. Un guiño puede que rebelde, lanzado en ocasiones por pseudointelectuales afectados por el síndrome de Peter Pan, que los mantiene anclados en una época ya pasada, en la que artistas como Enest Hemingway, Federico García Lorca, Pablo Picasso o Orson Welles, alababan la tortura animal como un arte, en medio de un mundo en donde muchas veces,  la propia vida del ser humano no valía nada.

La percepción cambia cuando es uno el que tiene que convivir en su propio país, con esa tortura animal a la que llaman arte, la vergüenza de la sangre en sus calles, en sus plazas, la consciencia de quien siendo amante de los animales, reconociendo sus derechos, ve como sus propios impuestos sirven para fomentar y perpetuar a los asesinos y su negocio. Una realidad que sin duda se torna kafkiana en nuestro siglo, y que quizás lamentablemente, se encuentre en el origen de muchos de nuestros males. ¿Cómo lograr perseguir eficazmente al maltrato animal cuando se denomina maestro al torero? ¿Cómo proteger nuestra fauna cuando se tortura y se asesina sin piedad un símbolo nacional? En el fondo de nuestra psique colectiva, la permanencia del toreo en nuestra sociedad, representa una de esas anclas que nos retrotrae a la España más ancestral, a esa España de la que avergonzarse, con la que sentirse culpable y bajar la cabeza ante determinados temas.

La disputa sobre la tortura taurina, debe centrarse únicamente en la conciencia y la madurez de un país que no puede ni por un segundo más, seguir manteniendo vivo el recuerdo más zafio de su pasado

El toreo nos hace menos Europa y a su vez,  también menos humanos. La persistencia del maltrato animal a un símbolo patrio como es el toro en nuestro país, habla más de nosotros como sociedad de lo que quizás podría hacerlo un toro libre, un toro orgulloso y salvaje. Puede que en el fondo el toreo se trate simplemente de eso, un recuerdo de una España triste, aletargada y avergonzada de sí misma, que todavía hoy, se niega a marcharse. Una España, que llama arte a ver al toro desangrarse en la arena.


Dedicado a todos los toreros, con la firme certeza de que serán las futuras generaciones, las que deban cargar con el peso y la vergüenza de vuestros actos.

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