El duelo, en su forma, es la aceptación de ese dolor, la rendición ante la realidad de la pérdida, el aprender a vivir con la ausencia como parte de nosotros.
Por Isabel Ginés | 1/09/2024
No sé si alguien lo entenderá, pero el duelo siempre golpea de una manera inesperada, arrolladora, tan íntima que el mundo exterior parece quedarse en silencio mientras la pérdida grita en nuestro interior. Vivir un duelo es ser arrastrado por una contradicción: estás bien porque aceptas que esa persona nunca más estará contigo, pero al mismo tiempo, echas de menos con todas tus fuerzas. El corazón se debate entre la aceptación de la realidad y el deseo irracional de que esa persona aún esté aquí, compartiendo cada pequeña cotidianidad, como siempre lo hacía.
Yo que perdí al amor de mi vida y yo que perdí a gente que ame. Entiendo de fases y dolores pero cada dolor y duelo es tan diferente. Yo pensaba que del dolor me iba a morir y ahora me aferro a sobrevivir y recordar.
Cada canción que le gustaba, cada suceso que quisieras ir a contarle, cada evento en el que sabes que se le hubiera gustado ir o un concierto brutal. Y luego, ese jersey con su olor, la foto suya que cae de un libro sin previo aviso. Son pequeñas emboscadas de la memoria, relámpagos de nostalgia que revelan la paradoja del duelo: la aceptación de la muerte y el dolor de vivir sin ese alguien que se ha ido.
Cuando amas a alguien profundamente, cuando el último beso es un beso frío, sus labios fríos y su cuerpo inerte sin vida, cuando su corazón ya no late y te apoyas en un pecho sin latidos, ya no hay vida en el que era tu vida, el duelo se convierte en un dolor punzante. Extrañar se convierte en un dolor físico; la ausencia se siente como un agujero negro que todo lo consume.
Piensas en ese ser amado cada vez que miras al cielo, imaginando que, desde alguna estrella, cuida de ti. Pero la realidad del duelo es brutal: la parte más dolorosa es esa imposibilidad de compartir momentos, alegrías o tristezas, y darte cuenta de que nunca más podrás hacerlo.
La poeta Ana Blandiana, con una gran ternura, describe cómo, si la casa aún estuviera llena de micrófonos, los vigilantes la escucharían hablando con esa persona ausente, pidiéndole consejo, contándole las noticias del día, diciendo «te amo» en presente, como si el tiempo se hubiera detenido. La muerte para Blandiana no es un final, sino una pausa en la conversación, un malentendido que aquellos que escuchan no logran descifrar.
Heidegger, en su pensamiento profundo, también ve la muerte como un evento trascendental en la existencia humana. No es solo el final de la vida, sino la culminación de nuestra libertad y autenticidad. Solo al enfrentar la finitud de nuestra vida, al aceptar la muerte, podemos comprender realmente nuestro propósito en la existencia. La muerte, lejos de ser un límite, es el acto final que da significado a todo lo demás.
San Agustín, por su parte, ofrece una visión diferente: «La muerte no es nada, solo he pasado a la habitación de al lado. Yo soy yo, vosotros sois vosotros». Su perspectiva es un descanso para el dolor: seguir siendo quienes somos, llamándonos por nuestros nombres de siempre, riendo de las mismas cosas, sin solemnidad ni tristeza. La muerte no es un muro, sino una puerta entreabierta. Pero también encierra la negación de lo que ha pasado, esa fase del duelo que rechaza la realidad, que se aferra a la ilusión de la continuidad, del «estoy bien», antes de caer en el abismo de la aceptación definitiva.
Porque el duelo no es solo un proceso que enfrentamos cuando alguien muere. Lo experimentamos en cada pérdida significativa: una ruptura de pareja, una amistad que se deshace, un trabajo que dejamos atrás. Cada vez que perdemos algo que era parte de nosotros, iniciamos un duelo, un doloroso reajuste de nuestra identidad.
La parte más desgarradora del duelo es deshacerse de las cosas materiales. En un mundo donde el contacto físico es esencial, donde tocar al otro es una forma de reconocer su existencia, cuando esa persona se va, solo queda lo tangible: una jersey, un libro con sus anotaciones, su pulsera, su bolígrafo. Es como si la persona se hubiera desparecido poco a poco y lo único que nos conecta con ella fueran esos objetos imbuidos de su presencia.
“Somos aquello que perdimos. Y somos también el mundo que podemos crear a partir de lo perdido.” Estas palabras de Gabriel Rolón en su libro El duelo capturan la esencia de lo que significa enfrentar la pérdida. El duelo es, a la vez, un precio y una invitación. Es el precio que pagamos por habernos atrevido a amar, por habernos permitido la vulnerabilidad de abrir nuestro corazón a otro. Pero también es una invitación a reconstruir, a redefinirnos en el vacío que queda tras la ausencia.
Quienes acompañan a alguien en su duelo deberían entender que no hay consuelo en decir que «la vida sigue», “todo pasará”, “todo pasa” que «hay que cerrar la herida poco a poco». Porque cuando estás en duelo, no quieres que nada siga, te llena de rabia que todo continúe como si nada hubiera pasado. Ver que la vida continúa es una tortura, es la indiferencia del mundo ante tu dolor. Porque existir duele. Y el duelo, en su forma, es la aceptación de ese dolor, la rendición ante la realidad de la pérdida, el aprender a vivir con la ausencia como parte de nosotros.
El último beso, el abrazo cálido, los «te amo» murmurados al oído, la forma única en que nos llamaban por nuestro nombre nuestra abuela, las charlas con el abuelo, las charlas con una birra con el colega, el perfume que las mujeres de nuestra vida llevaban… todas esas cosas se convierten en pequeños retales de memoria. Y es ahí, en esa intersección entre lo que hemos perdido y lo que aún nos queda, donde nos encontramos con la verdadera naturaleza del duelo: un recordatorio de que, en el fondo, amar es perder, y perder es vivir con el vacío de lo amado. Pero más vale haber conocido y poco a poco recuperar la cotidianidad que no haber sentido.
Precioso.Emocionante buceo en lo más intimo de una pérdida.