Dinero inteligente

La hipertrofia financiera a la que hemos asistido a lo largo de los últimos cincuenta años clama por un cambio estructural.

Por Ricard Bellera

El reciente espectáculo de la banca mundial no tiene desperdicio. Tres semanas después de presentar resultados y vanagloriarse de los beneficios extraordinarios, el sector financiero pasa a correr como pollo sin cabeza por las moquetas de las bolsas para susto de accionistas y banqueros centrales.

Repasando los últimos 15 años, aquel mecanismo legendario propugnado por la economía neoclásica según el cual un mercado de competencia perfecta, dotado de armoniosos atributos, había de garantizar un crecimiento permanente y equilibrado, es lo más parecido a un chiste. A un chiste malo, claro. Si la supuesta armonía del capitalismo nos la venden con la imagen de una vaca bucólica, preferentemente suiza, que pace en un prado alpino, la realidad es que es lo más parecido a un toro mecánico, desbocado, salvaje e impredecible, que va lanzando jinetes por la sala, dando coces a diestro y siniestro. Las sacudidas, temblores, achaques y quebrantos de la banca sugieren hoy un flamante carácter bipolar que la aboca de la euforia instantánea a la más infausta depresión.

Ayer la banca nadaba aún en la abundancia, con beneficios que, en el caso de las seis principales entidades españolas, superaban, en 2022, los 21.000 millones de euros. Y sin embargo, a pesar de tener, así la Autoridad Bancaria Europea, la peor ratio de capital, no quiere ni oír hablar de depositar los beneficios como garantía para prevenir riesgos futuros, y mucho menos aún de pagar un impuesto sobre beneficios extraordinarios que no superaría el 6% de los beneficios netos del año pasado.

La banca ingresó en 2022 ocho millones por hora en intereses y otros tres en comisiones, pero aún así nadie pondría la mano en el fuego que de aquí a dos semanas no acabemos endeudando el país para salvar a quien, de nuevo, será demasiado grande para caer. Hace poco el simple aleteo de una pequeña banca californiana desencadenó un tornado sobre el lago Zurich, que a punto estuvo de convertirse en un terremoto en toda regla a las orillas del río Meno, amenazando a un gigante alemán con pies de barro que, ya en una sacudida anterior, en 2016, perdió un 40% de su valor.

Los tiempos han cambiado y, como escribe Manel Pérez, hoy “el miedo se desplaza a velocidad de vértigo”. La banca digital facilita movimientos instantáneos que no sólo permiten que, en las bolsas mundiales, se muevan 76 millones de dólares cada segundo, sino que si cunde el pánico, este pueda transmitirse y realimentarse con las redes sociales, de tal manera que empiecen a vaciarse depósitos poniendo en evidencia la falta de cobertura de la banca privada, y lo limitado de la garantía que aportan altisonantes acrónimos como CETS (capital mínimo de calidad) LCR (coeficiente de cobertura de liquidez) o CDS (permutas de cobertura por impago). Ya puede haber sido el banco lo suficientemente listo como para hacerse con dinero a interés bajo y prestarlo a interés alto, o poco hábil a la hora de comprar deuda a interés bajo y quedarse así sin liquidez, que si la situación se complica, no pasa la prueba del algodón ninguno de ellos. Así estos gigantes, demasiado grandes para caer, se han convertido en el tótem de un modelo económico ineficiente e injusto, que ni de lejos compite en igualdad de condiciones, ni es equilibrado, ni mucho menos armonioso.

La gran banca, empezando por algunas grandes entidades europeas, ha sido acusada de falsear la competencia manipulando los mercados de deuda durante la gran recesión, de blanqueo de capitales y también de la manipulación interesada de tasas de referencia como el libor. Si cunde hoy la desconfianza en la solidez del sistema bancario es porque sobran motivos. Los intentos socorridos de la banca central, también la europea, a la hora de aplicar un doble rasero que penaliza a la economía real con la subida de intereses, mientras favorece la economía financiera con su política de liquidez y de gestión de activos, ponen de relieve el callejón sin salida al que se ha abocado la economía mediante una cultura de la tolerancia y la impunidad que han pervertido el sistema hasta la médula. Mientras a las familias y al tejido productivo se le penaliza con la subida de los tipos de interés que se trasladan a créditos e hipotecas, a las grandes entidades bancarias se les abre una ventanilla en la trastienda para que continúen operando como si no pasara nada.

La hipertrofia financiera a la que hemos asistido a lo largo de los últimos cincuenta años clama por un cambio estructural. Como en todo, el problema de fondo no es tan sólo definir el modelo, sino gestionar la transición, tanto más cuando no tan sólo los beneficios sino también el poder político del sector ha alcanzado un tamaño sin precedentes. La reflexión y propuesta que se haga tendrá que centrarse en el papel que juega el ‘dinero’ en la economía, e incorporar también el potencial que aporta el progreso tecnológico. Por hacernos una idea, cuando se habla del ‘euro digital’ se plantea un cambio que puede ser radical. El dinero digital, si es público, permite la trazabilidad en cuestión de impuestos, convierte cuentas bancarias en monederos digitales, impide la creación ‘privada’ de dinero y permite integrar al fin política fiscal y monetaria, penalizando por ejemplo el dinero que permanece demasiado tiempo apalancado sin otro objetivo que el de especular. Las posibilidades que abre el dinero que además de ‘público’ sea inteligente, son así muchas, y enfrenta su principal amenaza en la resistencia que sin duda ofrecerá una banca que no peca de inteligente, pero si de lista.

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