Despreciar nuestras lenguas es despreciar nuestra democracia

Detrás de ese gesto no hay solo una opinión. Hay una negación profunda. Una voluntad de invisibilización. Un desprecio político e ideológico hacia todo lo que no sea castellano.

Por Isabel Ginés | 10/06/2025

La escena fue inequívoca. Durante la última Conferencia de Presidentes, Isabel Díaz Ayuso se negó a colocarse un pinganillo, una herramienta mínima, técnica, neutral, para poder escuchar al lehendakari Imanol Pradales hablar en euskera. Y no solo eso. En cuanto comenzaron a sonar palabras en una lengua distinta al castellano, Ayuso se levantó y abandonó la sala. No lo hizo por error ni por despiste. Lo hizo como gesto. Como declaración de intenciones. Como desafío. Y al hacerlo, no solo faltó al respeto a quien intervenía en ese momento. Faltó al respeto a todos los que hablamos, sentimos, recordamos o defendemos alguna de las lenguas cooficiales que forman parte de la realidad de este país.

Porque detrás de ese gesto no hay solo una opinión. Hay una negación profunda. Una voluntad de invisibilización. Un desprecio político e ideológico hacia todo lo que no sea castellano, como si hablar otra lengua fuera un ataque, una amenaza o una ofensa personal. Pero no lo es. Hablar otra lengua es ejercer un derecho. Un derecho recogido por la Constitución Española, esa misma Constitución que muchos de los que atacan la diversidad lingüística dicen defender con tanto fervor. El artículo 3.2 lo deja claro: “Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos.” No hay ambigüedad. No hay matices. Es un reconocimiento legal, democrático y cultural. Negarse a escuchar esas lenguas en un foro oficial no es solo un gesto de arrogancia: es situarse fuera del marco constitucional.

Lo más grave de todo es que esto no ha sido un error, ni un exceso aislado. Es una estrategia. Se busca agitar un conflicto identitario donde no lo hay. Hacer creer que hablar gallego, euskera, catalán o valenciano es un privilegio, cuando en realidad es una lucha constante contra la marginación, la censura histórica y el desprecio institucional. Ayuso no rechaza los pinganillos. Rechaza todo lo que los pinganillos simbolizan: reconocimiento, diversidad, convivencia. Y lo hace por cálculo electoral. Porque ha identificado un nicho de votantes para los que cualquier lengua que no sea el castellano representa una amenaza. Y ha decidido alimentar ese miedo, esa intolerancia, esa ignorancia.

Yo hablo valenciano a veces pero mis abuelos como padres es su lengua “oficial”. Pero esto no va solo del valenciano. Va de Galicia, de Euskadi, de Catalunya, de Baleares, del País Valenciano. Va de todas las personas que han crecido escuchando lengua a pese a todo, que les han negado hablarlo en una dictadura, que han tenido que traducir constantemente su mundo para que les entendieran. Va de quienes han sido silenciados por hablar su lengua. Va de quienes han tenido que justificar una y otra vez que lo suyo también era España.

Las lenguas cooficiales no dividen. Lo que divide es la intolerancia. Lo que divide es el nacionalismo excluyente, que se disfraza de patriotismo para imponer una única manera de ser, de hablar, de sentir. La pluralidad lingüística no es un problema: es una riqueza. Es la prueba de que este país no es uniforme, sino múltiple. Que su historia está tejida con muchos acentos, muchas palabras, muchos silencios también. Y que cada una de esas lenguas representa un legado irrenunciable que no pertenece solo a una comunidad autónoma, sino a toda la ciudadanía.

Lo que vimos en ese acto fue algo más profundo que una falta de educación. Fue un acto de negación cultural. Un desprecio a la institucionalidad. Una burla al espíritu democrático. Y, sobre todo, fue una herida para quienes hemos crecido en una lengua que durante décadas fue silenciada, castigada, ridiculizada. Que aún hoy lucha por existir en igualdad de condiciones. Que sigue teniendo que justificar su valor ante quienes ni siquiera quieren escucharla.

No se puede amar un país si no se ama su diversidad. No se puede defender la Constitución si se desprecia uno de sus pilares más hermosos: el reconocimiento de nuestras lenguas. Y no se puede representar con dignidad a la ciudadanía si se utiliza una presidencia para humillar, provocar y dividir.

Quien desprecia nuestras lenguas, desprecia nuestra historia. Quien se niega a escucharlas, está diciendo a millones de personas que su voz no importa. Que su memoria no cuenta. Que su forma de nombrar el mundo no tiene lugar.

Y eso, simplemente, no lo vamos a permitir.

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