
Tonga se desmarca de la tendencia general en la región, dado que hasta día de hoy el grueso de su comercio se focaliza en Nueva Zelanda, Australia y Estados Unidos, a partir de la pandemia de Covid-19 la presencia comercial china se ha disparado a un ritmo sin precedentes
Por Alex Santos Roldan / Descifrando la Guerra
El 15 de enero de 2022 el volcán Hunga Tonga, que llevaba aproximadamente un mes de erupción, estalló de una manera extremadamente violenta, transformándose rápidamente en un gran tsunami que dio a parar a las costas de Tonga. La ola chocó contra una nación sumergida en una sempiterna dicotomía entre modernidad y tradición, en una constante lucha entre las influencias foráneas y las locales.
En ocasiones, como si de una novela de Gabriel García Márquez se tratara, en la geopolítica el realismo mágico hace acto de presencia. La erupción de dicho volcán parece funcionar como una especie de alegoría o de sombría premonición con respecto a la reciente y notable acumulación de tensiones geopolíticas en el Pacífico Sur. Pareciese que las tensiones entre humanos filtraran la tierra y se acumularan hasta estallar violentamente.
Dicha explosión en términos geopolíticos se dio con la confirmación de un tratado bilateral entre China y las Islas Salomón que supone la posibilidad de la instalación de bases militares navales chinas en la región. Y, al igual que en la naturaleza, la explosión ha hecho levantar un gran “tsunami geopolítico”, que de manera idéntica a su contraparte natural amenaza con llegar a las costas de Tonga.
Cómo ya atestiguamos en su momento, dicho acuerdo supone el pistoletazo de salida para una carrera entre las potencias mundiales y regionales por la supremacía sobre las naciones oceánicas. Y entre ellas hay una que a tenor de los recientes acontecimientos amenaza con perfilarse cómo el nuevo epicentro de las tensiones regionales.
Ante esto, es contingente preguntarse: ¿Qué valor estratégico tiene dicho archipiélago para las grandes potencias?.
Pero antes de responder esta pregunta y con el objetivo de captar en su plenitud la forma en que los intereses foráneos interactuaran con la política interna tongana y su estructura social, debemos realizar una breve radiografía del país en cuestión.
Una sociedad de sangre y honor
Tonga es una excepción regional en sí misma. Si bien la fisonomía geográfica del continente favorece sistemáticamente el asentamiento de grupos humanos altamente aislados e independientes entre sí, cosa que a la larga imposibilita la formación de estados, el caso de Tonga es radicalmente el contrario.
El pequeño tamaño de las islas polinesias ha obligado históricamente a sus habitantes a vivir en el mar, y es dicha dependencia del ámbito marítimo lo que sitúa al archipiélago tongano, territorio rodeado por las principales corrientes marinas de la zona, en la cuna de un imperio y de una civilización únicas en el planeta.
Los orígenes del conocido como Imperio Tui Tonga fueron la llegada de individuos procedentes de otras islas de Polinesia como Samoa o Fiji, hecho que propició que los primeros gobernantes en el naciente estado se legitimaran mediante la divinización de sus mandatarios, forjando a su vez una sociedad basada en una estricta jerarquía clánica en la cual el poder y el prestigio se miden por el rancio abolengo.
Con una comunidad ya totalmente asentada y con unos códigos de conducta claramente definidos, los gobernantes del imperio se lanzaron a una doble campaña de conquista de su vecindario basada en la construcción de una amplia flota de sofisticadas canoas y en el aprovechamiento de su privilegiada posición en lo que respecta a la navegación: por un lado, una empresa militar que les aseguró el control directo de gran parte de la Polinesia y la Micronesia así cómo un amplio margen de influencia sobre Melanesia, por otra, dicho control fue consolidado a través de la creación de una extensa red comercial.
Y fue el mismo elemento que cimentó en primera instancia la cultura política del imperio, la sangre, el principal causante de su eventual desestabilización, la cual se materializó en forma de guerras civiles, sucesivas tiranías y la pérdida del control de sus posesiones.
La volatilidad del “momentum” político que transitaba el archipiélago reclamaba del surgimiento de una fuente de legitimidad, y dicho guantelete fue recogido por el bautizado cómo George Tupou I, fundador de la actual dinastía gobernante y el cimentador de la Tonga moderna.
Tupou I fue capaz de derrotar militarmente a sus rivales en una larga y cruenta guerra civil, así cómo de mediante matrimonios concertados concentrar la sangre más noble del país en su familia. Una vez asentado en el poder consiguió evitar la colonización, llegando a establecer un estado de tipo occidental con su propia constitución y con el cristianismo cómo religión oficial.
Dichas reformas implicaron necesariamente un cierto grado de ruptura con la arquitectura social de la nación, puesto que en estas se incluyen la emancipación de los siervos, la limitación del poder de los caciques locales y el reconocimiento de derechos inauditos hasta la fecha, cómo la libertad de prensa o el derecho a la propiedad.
Sin embargo, y como se demostró posteriormente, estas reformas necesitaban del respaldo de un liderazgo con un amplio capital político, del cual Tupou I disfrutaba. En contraste, su heredero, quien se encontraba abrumado por el legado de su padre, debió ceder ante las presiones de las demás familias nobiliarias; viéndose obligado a aceptar la protección del Imperio Británico, quién temía una eventual invasión germana del archipiélago, a modo de “póliza de seguros” para mantenerse en la jefatura del estado.
Así en la práctica las reformas de Tupou I fueron abolidas, no obstante, dicha remodelación de la política y la sociedad tonganas tuvo efectos de gran calado sobre esta comunidad, dando pie a la formación del cleavage noble/plebeyo que condiciona la agenda política tongana hasta el día de hoy.
La gran bufonada
La contrariedad de las decisiones de los gobernantes de la dinastía Tupou creó un enorme cisma entre dos tendencias que arrastraban a la sociedad tongana durante el siglo xx: la primera, consistente en un férreo tradicionalismo, mantenía la mayor parte del poder, así cómo de la titularidad de las tierras en manos de la monarquía y de la aristocracia, la segunda, impulsada por la influencia occidental transmitida a través de la cultura, la educación y la tecnología, abogaba por una transición política hacia estándares democráticos.
Ante tal circunstancia, el cuarto mandatario de la dinastía Tupou, quien dirigía la nación durante la proclamación de independencia, consciente de la falta de legitimidad de su estado debido a la confluencia de corrientes opuestas, optó por consolidar su poder mediante una remodelación total de la estructura económica del país, la cual seguía basada en buena medida en la agricultura.
Dicha empresa no tardó en suscitar un profundo dilema, puesto que Tonga no posee recursos naturales y en un mundo que se encontraba dividido entre Estados Unidos y la Unión Soviética, cuya rivalidad se concentraba en los Océanos Atlántico y Ártico, su posición privilegiada en el Pacífico Sur era de escasa relevancia geoestratégica, cosa que limitaba enormemente las posibilidades de modernización de su economía.
Frente a dicha situación, desde las administraciones se optó por convertir a Tonga en un centro financiero caracterizado por su escasa regulación contable, lo cual atrajo a multitud de especuladores que vieron en la laxitud de Nuku’alofa una clara oportunidad de enriquecimiento.

A la cabeza de todo este chiringuito financiero se encontraba Jesse Bogdonoff un ex-asesor financiero del Bank Of America, quien previamente contaba con una reputación cuestionable, empleado por el gobierno de Tonga y nombrado “bufón oficial de la corte”, y cuyas principales credenciales para controlar la hacienda pública era la simpatía que sentía hacia él el monarca Tupou IV.
Bajo la tutela de Bogdanoff la hacienda tongana se dedicó a invertir sus ahorros en inversiones altamente cuestionables, de las cuales supuestamente el propio Jesse (él sigue negándolo en la actualidad) y sus colaboradores recibían cuantiosas comisiones.
Las políticas económicas de Tupou IV tuvieron cómo consecuencia la ampliación de las desigualdades socioeconómicas, ya preexistentes debido a la fuerte jerarquización de la sociedad tongana, las cuales llevaron a una incipiente emigración hacia Nueva Zelanda, Australia y Estados Unidos, cosa que a su vez tuvo las siguientes repercusiones sobre dicha sociedad: hizo de la economía tongana una economía altamente dependiente de las remesas y recrudeció la lucha de clases.
La refriega entre los diferentes sectores de la sociedad supuso el auge del movimiento democrático, cuyo máximo representante era el político Akilisi Phovia. Así, durante los años posteriores al estallido del escándalo en torno a Jesse Bogdanoff, el movimiento prodemocrático aumentó enormemente su influencia.
De esta forma, en 2005 se convocó la mayor huelga general de la história del país, que fue respondida por parte de las autoridades con la supresión de facto de la libertad de prensa, el arresto de Phovia y el aumento del control estatal/ aristocrático sobre la propiedad de los medios de producción.
Estas acciones demostraron ser el detonante de las iras de buena parte de la comunidad, especialmente de la población urbana, la cual se amotinó en la capital Nuku’alofa, produciendo graves disturbios en forma de saqueos e incendios de comercios. Ante tal situación, las autoridades optaron por pedir el auxilio de los hegemones regionales: Australia y Nueva Zelanda.
Ambas naciones enviaron contingentes militares para evitar la caída del régimen, y una vez fallecido por causas naturales, el monarca contemporáneo, su sucesor, Tupou V, optó por renunciar a buena parte de su poder promulgando una reforma constitucional y nombrando a Feletti Sevele, un político de orígenes plebeyos cómo primer ministro.
Y es en esta coyuntura de profunda crisis estructural del sistema político tongano y de eventuales desestabilizaciones del mismo en la que un nuevo jugador internacional comienza ha hacer acto de presencia de manera cada vez más contundente: China.
Tanteando el terreno
En el litigio por el control de Oceanía, Pekín lleva, sin ningún atisbo de dudas, la iniciativa, puesto que sus aspiraciones de consolidarse cómo una superpotencia pasan inevitablemente por convertirse en una potencia talasocrática cosa que a su vez requiere de la implantación de bases militares navales a lo largo y ancho de los océanos que pretende controlar.
La transición entre el estatus de potencia continental y el de talasocrática es una conversión de tipo cualitativo, puesto que el mantenimiento del poderío de dichos estados requiere de un esfuerzo logístico inconmensurable. Y es en este punto en el que el archipiélago de Tonga comienza a adquirir relevancia en las ambiciones del gigante asiático.
Tonga no destaca por ser un puente entre las diferentes subregiones del continente, cómo sí lo es la vecina Fiyi, ni por poseer recursos naturales cómo Nueva Caledonia o Papúa Nueva Guinea, sino que su potencial es logístico.
Aparentemente, y en contra de otras diminutas islas con un potencial similar, cómo es el caso de la isla de Diego García en el océano Índico, Tonga no tiene una situación estratégica. Por lo tanto, dicha facultad reside bajo las aguas que rodean al archipiélago.
En otro ejercicio de “realismo mágico” la naturaleza vuelve a colocar a este territorio en el panorama geopolítico mundial. Las corrientes marinas que fluyen alrededor de Tonga, las corrientes Ecuatorial sur y Subtropical sur, hacen de esta tierra, tal y como se demostró durante la expansión tanto militar cómo comercial del llamado imperio Tui Tonga, un enclave ideal para abastecer servir de nexo logístico a un eventual despliegue naval de una potencia talasocrática.
A su vez, y en esta ocasión por culpa de las acciones humanas, Tonga se encuentra en medio de las tensiones geopolíticas regionales debido a su pertenencia a la llamada “tercera cadena de islas”. Un concepto extraído de la “Island Chain Strategy” estadounidense (estratégia de contención naval de China en el Pacífico norteamericana consistente en el despliegue de su marina en torno a tres “cadenas de islas” desplegadas de norte a sur en dicho océano), la cual se vería sumamente perjudicada si además de la base naval china en las Islas Salomón se le suman centros logísticos en Tonga.
El interés de Pekín en Nuku’alofa se remonta a finales de la década de los 90, durante la cual esta superpotencia, bajo el pretexto de la disputa por el reconocimiento internacional con Taiwán, su influencia sobre las naciones oceánicas que con el tiempo se han ido estrechando.
En este sentido, Tonga se desmarca de la tendencia general en la región, dado que hasta día de hoy el grueso de su comercio se focaliza en Nueva Zelanda, Australia y Estados Unidos, a partir de la pandemia de Covid-19 la presencia comercial china se ha disparado a un ritmo sin precedentes, convirtiéndose Pekín en el mayor poseedor deuda pública de Tonga, en lo que, con los recientes anuncios de futuras inversiones en infraestructura, se perfila cómo una tendencia general de acercamiento financiero y económico (al menos por el momento) a China.
La estrategia de Pekín en esta micronación insular ha tenido cómo eje principal la financiación de proyectos de obra pública y privados mediante un aluvión de préstamos a la administración local que se antojan impagables. Créditos a fondo perdido que son utilizados por el gigante asiático a modo de palanca para su influencia, tal y cómo atestigua la forzosa entrada de Tonga en la iniciativa “Nueva Ruta de la Seda” en 2018 ante la incapacidad de las autoridades de devolver el dinero.
A su vez, una relevante comunidad de etnia Han se ha asentado de manera segregada en la capital, controlando buena parte del comercio minorista, así como tomando un papel destacado en el prominente tráfico de drogas que transitan por las aguas del archipiélago en dirección a los suculentos mercados de Australia y Nueva Zelanda.
Dicha estrategia está resultando altamente fructífera para China, puesto que con la complicidad de la élite político-económica tongana, las relaciones entre ambas naciones han cimentado un esquema económico consistente en la extracción de recursos y la explotación de la estratégica posición del archipiélago por parte de China, al tiempo que está inunda Tonga con sus productos y su capital.
Si bien China “ya ha jugado esta partida” en numerosas ocasiones, tanto en otras regiones del mundo cómo en otras naciones de la región en Tonga deberá recurrir a diferentes mecanismos de influencia de los usualmente empleados por dicha superpotencia, habida cuenta de que cómo mencionamos en apartados anteriores su historia ha forjado una idiosincrasia política altamente particular para los estándares regionales.
Esto sumado a que dicha nación se encuentra en el área de influencia natural de Nueva Zelanda, actor geopolítico que tiene una agenda y un modo de actuar sensiblemente diferenciado del australiano, previsiblemente forzarán a Pekín a hacer uso del “soft power” en una mayor medida que en otras naciones de la zona, cómo por ejemplo las Islas Salomón.
A este respecto cabe preguntarse: ¿Cuál es la posición geoestratégica neozelandesa ante el sustancial aumento de la influencia china en su tradicional “patio trasero”?.
El dilema neozelandes
Ante un tsunami tanto de cariz natural cómo geopolítico, la inacción se antoja utópica y contraproducente. Dicha situación es en la que se encuentra la administración de Jacinda Ardern.
En vista de la proximidad de las disputas geopolíticas mundiales a su nación y a la esfera de influencia de esta, el liderazgo de Ardern se ve fuertemente comprometido, puesto que, por un lado, su gestión se caracteriza por la primicia de los asuntos domésticos, especialmente aquellos vinculados a causas sociales, acorde con su incipiente papel cómo nueva figura exitosa de la socialdemocracia, y por otro, la cercanía del litigio, obliga no solamente a dicha administración, sino a todo el appartement político de Wellington a replantearse su papel en el mundo.
La posición neozelandesa en la geopolítica global ha sido desde su adquisición del estatus de dominio en el antiguo Imperio Británico definible cómo altamente dicotómica. Paralelamente, los sucesivos gobiernos neozelandeses se mantuvieron alineados con sus socios anglosajones tanto durante la Segunda Guerra Mundial cómo la Guerra Fría, al mismo tiempo que trataban de preservar su área de influencia y perfilar una agenda propia.

La contraposición entre ambas tendencias se acentuó con la caída del muro de Berlín y el ascenso de Pekín cómo una superpotencia. Durante la década de los 90 y la de los 2000, Wellington secundó las iniciativas intervencionistas promovidas desde Canberra que se materializaron en el aislamiento de la Fiyi post-golpe de Estado y en la intervención militar de ambas naciones, tanto en las Islas Salomón cómo en Tonga.
Contrariamente, Nueva Zelanda, atraída por los ingentes beneficios que reportaba este, se volcó al comercio con China, consiguiendo al mismo tiempo un socio comercial de primer orden y la tan ansiada independencia estratégica. Y es en este punto en el que, según algunos expertos, radica el error político neozelandés, puesto que, siguiendo las premisas liberales que abogaban por una futura democratización del régimen chino, permitió el aumento progresivo de la influencia de Pekín en su vecindario sin ejercer prácticamente ningún contrapeso.
A medida que la relación entre sus socios anglosajones, Estados Unidos y Australia, con China transitaba desde la cooperación comercial a un elevado grado de asertividad, la posición neozelandesa se estancó en el multilateralismo.
El anquilosamiento geopolítico de dicha nación se acentuó con la llegada al poder de Jacinda Ardern, cuya administración se desmarcó notablemente de la de sus contrapartes Scott Morrison y Donald Trump en cuanto al auge de China, con el objetivo a priori de convertir a Wellington en un mediador en las disputas entre ambas superpotencias.
Pero, en tanto que el reorganizamiento político internacional, fruto del fin de la unipolaridad estadounidense, intensificó la inestabilidad global, la equidistancia neozelandesa, ejemplificada en su no-adhesión a la alianza AUKUS, se tornó insostenible, siendo el estallido del conflicto ruso-ucraniano y el anuncio de un acuerdo de seguridad entre China y las Islas Salomón, así cómo la reciente gira del primero por la región, los desmanteladores de la estrategia de Nueva Zelanda con respecto a la política internacional.
A día de hoy, una administración presionada tanto interna cómo externamente a posicionarse, da pequeños y tímidos pasos hacia el alineamiento con Estados Unidos, manteniendo una indecisión en su forma de actuar que abre la puerta a que tanto rivales cómo socios aprovechen la coyuntura para quedarse con parte o toda el área de influencia de Wellington.
Y es en este contexto en el que Tonga adquiere una relevancia vital, puesto que su posición dota a quien tenga la prevalencia sobre el archipiélago una postura privilegiada sobre el continente oceánico. De este modo, el resto de potencias presentes en Polinesia han tomado posiciones, tal y como se demuestra con el apabullante crecimiento de la inversión china durante el último año y con la visita de la ministra de exteriores australiana, Penny Wong al país.
De esta forma, el gobierno de Ardern se verá previsiblemente obligado a entrar en liza, en una nación cuyas relaciones con Nueva Zelanda han estado tradicionalmente marcadas por el “neocolonialismo”.
Sin embargo, las recientes declaraciones de la primera ministra en la cumbre empresarial de China en Auckland apuntan hacia el inmovilismo y el enquistamiento en un multilateralismo que según nos muestran los recientes acontecimientos en torno a la isla de Formosa, se encuentra en un evidente punto de no retorno hacia la decadencia.
Por tanto, la evolución durante los meses siguientes del equilibrio de poderes en torno a Tonga, tendrá por consecuencia o bien la desacreditación final de la política exterior neozelandesa o el reafirmamiento de esta, abriendo o cerrando la puerta a la corriente liberal en materia de relaciones internacionales durante las décadas venideras.
Y es que en dicha micronación del Pacífico no solo se está desarrollando un litigio de carácter puramente geopolítico, sino que las implicaciones de este pueden impulsar o hacer retroceder a todo el sistema político democrático, y a los valores morales que le preceden, en toda Oceanía.

Más allá de la geopolítica
La afirmación “Tonga es una excepción regional en sí misma” adquiere profundas connotaciones cuando se equipara a este archipiélago con su vecindario más cercano.
El año 2006 fue un período de inflexión para Oceanía, puesto que en esa temporada se produjeron dos “terremotos políticos” de carácter opuesto: el golpe de Estado exitoso de Frank Bainimarama en Fiyi y las revueltas prodemocráticas en Tonga.
Ambos sucesos instados en última instancia por la mezcla de los problemas estructurales de la región con el incipiente cambio de las tendencias internacionales, proyectaron en su trasfondo sociopolítico una disputa de condición moral que contrapone los valores democráticos occidentales con la réplica autoritaria a estos surgida de los resentimientos anticoloniales.
Así, el triunfo de Bainimarama en Suva ante las presiones del eje Canberra-Wellington, con el apoyo tácito de Pekín, lanzó un claro y conciso mensaje al resto de oligarquías políticas del continente.
Por contra, el apoyo parcial a la monarquía tongana de parte de dicho eje, que culminó en una transición democrática, lanzó a su vez un doble mensaje: ambos hegemones estaban dispuestos a apoyar a un régimen de dudosa calidad democrática a cambio de preservar la estabilidad regional, a la vez, que la perpetuación de dicho apoyo en el tiempo implicaba necesariamente una aproximación hacia los estándares democráticos y los valores liberales.
Hoy, la naciente asociación de Tonga con China no solo crea una compleja coyuntura en términos de seguridad y geopolítica para el eje Australia-Nueva Zelanda, sino que amenaza con derrumbar el prestigio y la credibilidad de ambas naciones en su vecindario más inmediato, lo cual se manifestaría en una más que probable regresión autoritaria en toda Oceanía.
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