El derecho a la ciudad y a un turismo sostenible

Por Rafael Silva

 

Turismo sostenible es aquél que tiene plenamente en cuenta las repercusiones actuales y futuras, económicas, sociales y medioambientales para satisfacer las necesidades de los visitantes, de la industria, del entorno y de las comunidades anfitrionas

(Definición de la Organización Mundial del Turismo, OMT)

El mayor desafío al que se enfrenta la política en lo que respecta al turismo es en hacer partícipe de sus beneficios a los habitantes de las ciudades, más allá de otorgarles unos trabajos temporales y precarios

(Antonio Maestre)

El debate ya estaba encima de la mesa desde hace algunos años, pero los recientes acontecimientos ocurridos en Cataluña, País Vasco y Baleares lo han vuelto a catapultar a primer plano de la actualidad. Y es que algunos grupos juveniles de la izquierda de estas comunidades han protagonizado algunos actos vandálicos contra determinados recursos turísticos (autobuses, bicicletas, locales, etc.) y han lanzado determinadas propuestas políticas, tales como la expropiación de determinados parques temáticos u hoteles. Enseguida, las fuerzas políticas adheridas al neoliberalismo más decadente (léase PP, C’s y PSOE) no tardaron en criminalizar estos actos y a sus provocadores, pero como se ha insistido desde varias fuentes, el problema de fondo es mucho más profundo y obedece a causas de mayor calado, traspasando las fronteras banales que pretenden denunciar las fuerzas políticas de la derecha. Básicamente estamos hablando de un modelo turístico que no se sostiene, y que como una hidra venenosa, abarca con sus tentáculos infinidad de frentes: precarización del trabajo, aumento de los beneficios de las grandes empresas multinacionales que gestionan los enormes recursos turísticos, masificación turística de las grandes ciudades, destrucción del territorio, permisividad ante los modelos de turismo «de borrachera», surgimiento de plataformas digitales que se aprovechan de determinados limbos legales, etc. Y en el epicentro de todo ello, una única palabra: sostenibilidad. Porque el problema de fondo que desde la izquierda transformadora llevamos denunciando desde hace tiempo es precisamente ese, es decir, la existencia de un modelo turístico absolutamente insostenible desde los puntos de vista humano, social y medioambiental.

No se trata por tanto de ningún ataque repentino de «Turismofobia», como muchos ya han calificado a los ataques de los grupos juveniles de izquierda, sino del hartazgo social que provocan todos los flecos de un modelo turístico completamente pernicioso. Hay que poner en debate imperiosamente cada uno de esos flecos: ofertas turísticas, masificación, empleos en el sector, alquileres ilegales, derecho a la ciudad por parte de sus habitantes, etc., es decir, el sector turístico español necesita toda una reconversión y adaptabilidad enfocada hacia su sostenibilidad, porque en caso contrario, de seguir ignorando estos problemas, el camino nos conduce hacia estallidos sociales de mayor envergadura. En el fondo, nos topamos con realidades sociales que hay que poner en debate, y que confluirían en el modelo de ciudad que queremos, en su diversificación productiva, en el respeto hacia los usos y costumbres socioculturales de las ciudades, y en su relación con el desarrollo turístico sostenible. Y ello pasa también por fortalecer los mecanismos de la democracia local, y de los modelos de gobernanza urbana en relación al turismo, para garantizar que no se vuelven a producir conflictos vecinales como los que se llevan produciendo durante los últimos meses y años. De entrada, el propio desarrollismo nos impone sus propios ritmos, ante los cuales hay que actuar: el número de visitantes aumenta, las comunicaciones y sistemas de transporte mejoran, y las ofertas de alojamiento, restauración y servicios turísticos crecen y se adaptan. Pero todo ello, como decimos, lejos de constituir únicamente «buenas noticias» para el sector y para todo el PIB nacional, debe llevarnos a debatir ampliamente sobre la sostenibilidad del propio modelo turístico, y todos los problemas que se esconden detrás, muchos de ellos invisibilizados hasta hace poco tiempo.

Las clases dominantes nos imponen un discurso positivo, amparado en la fuerte proyección empresarial, política y mediática, donde el turismo es presentado como un pilar básico de nuestra economía, y como un motor privilegiado para el crecimiento de la misma, asociado al bienestar y a la creación de empleo. Pero detrás de estos grandilocuentes discursos, nos encontramos con incómodas e insostenibles realidades que es preciso afrontar con determinación. Y así, el propio turismo de masas, la privatización de espacios públicos, el comportamiento de determinados segmentos de turistas, la triste y precaria realidad laboral de la mayoría de sus sectores, o la creación de nichos de negocio ilegales creados al amparo de la masificación turística, descubren la otra realidad turística de nuestro país. Y al igual que todo el mundo entiende y ve razonable que debamos limitar el número de turistas que visitan las Cuevas de Altamira o la Alhambra de Granada, para proteger sus recursos ante la masificación, todos debiéramos entender que también hemos de poner límites a las licencias turísticas de los pisos céntricos de las grandes ciudades, porque en caso contrario, simplemente, estamos echando a las personas de sus viviendas, dejando que la iniciativa empresarial acabe con el derecho a disfrutar y a vivir en nuestras ciudades. Resumido en otras palabras: no poner límites a determinados aspectos turísticos es, simplemente, insostenible. Hemos de entender el turismo como un fenómeno integral, como un todo industrial y cultural, en el que hay que actuar para regular y mejorar, para conducirlo hacia parámetros, valores y niveles sostenibles. La cuestión central reside en la reorientación de la oferta turística y en las estrategias políticas y empresariales vinculadas a la planificación, promoción y desarrollo de las actividades turísticas.

Y es que el concepto de «sostenibilidad» aplicado al turismo se adscribe a múltiples facetas, tales como los establecimientos hoteleros (en cantidad y calidad), el número y tipo de los puestos de trabajo (cantidad y calidad), el tipo de negocios que circulan en torno a su industria, la regulación del patrimonio cultural, natural e histórico, o el cuidado de recursos naturales como el aire, el agua, los bosques, etc. En este sentido, los principios de sostenibilidad del desarrollo turístico incluyen una triple dimensión que es necesario cuidar (medioambiental, económica y sociocultural) buscando un equilibrio adecuado entre las mismas. Y evidentemente, si damos prioridad únicamente al factor del crecimiento y de la presencia empresarial, confundiendo la riqueza entendida como sus beneficios empresariales que engordan nuestro PIB, llevamos muy mal camino. Un modelo de turismo sostenible ha de velar también por la viabilidad económica, por la prosperidad local, por la calidad del empleo, por la equidad social, por la satisfacción del visitante, por el bienestar de la comunidad, por la riqueza cultural, por la preservación del medio ambiente, por la protección del patrimonio ambiental, histórico y natural, y por el respeto a la biodiversidad local. Si no tenemos en cuenta todos estos factores, nuestro modelo de turismo no será sostenible durante mucho tiempo. Y aquí, hay que denunciar que la pasividad de la clase política, junto a la voracidad insaciable de la clase empresarial, nos han llevado a modelos absolutamente catastróficos. El modelo turístico también debe servir para revertir sus beneficios en mejoras para las comunidades anfitrionas, orientándolo al desarrollo social comunitario y a la generación de puestos de trabajo estables y de calidad, que vayan más allá de la típica estacionalidad.

La oferta turística ha de estar integrada en un nuevo modelo productivo que posea un carácter más amplio y diversificado y que supere los estereotipos de ciertas ciudades y comunidades.

De igual modo, la oferta turística ha de estar integrada en un nuevo modelo productivo, hoy día inexistente, que posea un carácter más amplio y diversificado, y que supere los estereotipos de ciertas ciudades y comunidades. ¿Se cumple todo ello actualmente? Pues evidentemente, estamos muy lejos de alcanzar dicho modelo. Nuestro modelo turístico se basa únicamente en la explotación de determinados nichos de negocio, en la adscripción a fórmulas turísticas de oferta limitada y estacional, en la explotación laboral de las personas que trabajan en ellos, y en la permisividad y descontrol sobre la actividad de las empresas, todo lo cual nos aboca a un modelo turístico masificado, monolítico, explotador e insostenible. Y en la rebelión social ante dicho modelo es donde hay que enmarcar las actividades de protesta ciudadana de carácter vandálico que han sufrido algunas de nuestras ciudades. Pero seamos justos: más que ante ataques puntuales de «turismofobia» se trata de manifestaciones de protesta y reivindicación ante las terribles consecuencias de un modelo injusto y depredador que se nos impone desde la iniciativa empresarial privada, ante la connivencia (y en muchos casos complicidad) de una clase política incapaz de enfrentarse al problema con determinación y radicalidad. Las proclamas encendidas que estos grupos juveniles han dejado («El turismo mata los barrios») son la lógica consecuencia de la inacción ante este modelo tóxico de turismo. Los vecindarios de determinados barrios padecen continuamente la apropiación del espacio público por parte de determinadas empresas, lo cual limita sus actividades de ocio y esparcimiento, de paseo y recreo ciudadano, y de funcionalidad del espacio público. Y qué decir sobre las agresivas actuaciones de ciertas plataformas presentes en Internet que controlan las viviendas turísticas, así como de la cada vez mayor precariedad laboral que sufren ciertos sectores en la hostelería.

Todo ello conforma un peligroso cóctel que acabará por explotar aún más si no tomamos, como sociedad, cartas en el asunto. El turismo y la riqueza generada por el mismo no puede ser la permanente excusa para que determinados sectores empresariales hagan de su capa un sayo, y conviertan el mercado en un ente cada vez más salvaje y desregulado, en perjuicio de las clases trabajadoras y del vecindario de los barrios más céntricos de las grandes ciudades. Más allá por tanto de condenar y criminalizar estos actos, hay que entenderlos como actos simbólicos contra el turismo agresivo e insostenible, al estilo de los que protagonizó el Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT) con la ocupación de ciertas fincas o con la expropiación de determinado material escolar de unos hipermercados. La protesta simbólica ocurre cuando las protestas populares en determinados asuntos de gravedad no encuentran sus cauces ni sus respuestas adecuadas, y por tanto, representan un mecanismo de defensa de la ciudadanía ante el atropello de las prácticas neoliberales, y el silencio cómplice de los serviles políticos que nos gobiernan. Se culpabiliza a estos grupos juveniles por su «violencia», pero se esconden focos mayores de violencia política, económica y social que sufren los/as trabajadores/as y vecinos/as debido al injusto modelo turístico que padecemos. Hay que acabar también con la turistificación, un concepto que se refiere al impacto que sufren los habitantes de un barrio cuando sus instalaciones y servicios pasan a dedicarse de manera casi exclusiva al turista, en detrimento del residente. Todo ello conduce inexorablemente al desalojo progresivo de las clases populares y trabajadoras de sus barrios, pues los negocios y empresas turísticas se los apropian en beneficio del turismo masivo y descontrolado. Al final de este camino se pierde el propio derecho a la ciudad, reconocido en todos los foros internacionales de derechos humanos emergentes.

Antonio Maestre lo ha explicado magníficamente en este reciente artículo para el medio La Marea: «La sobreexplotación a todos los niveles implica el riesgo de crear una burbuja que acabe matando de éxito al modelo. En Mallorca, el año pasado, se empezaron a cancelar reservas porque la masificación hacía insoportable la permanencia de algunos visitantes en la isla. Ya no son sólo los locales los que acaban expulsados por el turismo desaforado, son los propios turistas los que acaban hartos de un modelo masificado que busca el beneficio rápido a costa de expoliar los recursos humanos, urbanos y medioambientales de las ciudades y ofrecer un servicio de escasa calidad. La fobia al turismo es propia de aquéllos que miran para otro lado cuando acaba convirtiéndose en el enemigo de los que tienen que vivir y disfrutar de él, no de los que luchan y claman por un sector sostenible que aporte beneficios a todos los estratos sociales«. A este ritmo, por tanto, es evidente que ni las condiciones laborales que sufren los trabajadores, ni el desgaste de los recursos naturales, ni la degradación del patrimonio histórico-artístico, ni el proceso de continua gentrificación que sufren los barrios, entre otros aspectos ligados al turismo masivo y descontrolado, pueden ser sostenibles en el tiempo. Corremos el riesgo de convertir nuestras ciudades en parques temáticos al servicio de los turistas, mientras se convierten en selvas donde no merece la pena vivir ni trabajar. Hemos de poner en cuestión las bases del modelo turístico español, si es que queremos que la riqueza generada sea socialmente rentable, además de serlo económicamente. Es un debate urgente que no podemos aplazar por más tiempo. El modelo turístico actual nos puede estallar en cualquier momento.

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