Apenas llevo unos días encerrado en este cuarto, a veces, hablo con mi madre o mi padre por el pasillo, pero la realidad es que estoy aquí solo. Una soledad que poco tiene que ver con la elección, quizá ese sea el único motivo por el cual parece ser más soportable. Mi abuelo tiene mayor castigo, con su pájaro, apenas disfrutando de alguna llamada al teléfono, pero finalmente, sin ver la cara a nadie.
Si antes los encuentros me parecían extraños, ahora son imposibles. Para sobrevivir a este encierro hay que tener una rutina casi estalinista. Una rutina que no tiene nada que ver con lo higiénico, incluso el aburrimiento tiene que ser programado. Ta vez, estar más de cinco minutos en el mismo cuarto que mis padres nos exponga. Ellos, al fin y al cabo, tienen que seguir saliendo de casa para trabajar.
Si cuando era pequeño me pedían que estudiase para que tuviese “calefacción en invierno y aire acondicionado en verano” ahora también podrían añadir: “Teletrabajo frente a pandemias”. Para sobrevivir hay que abandonar la sociabilización que estábamos perdiendo ¿este retiro nos salvará de algo?
A las nueve de la mañana en pie, café con tostadas, si estas preparado vete a comprar. Espera, cuando no haya nadie en la calle. Occidente ha resucitado sus viejos campos de concentración —aun no consigo tener una idea fija—. Nuestro “bienestar” se ha convertido en la potencialidad de nuestras tumbas. En Italia ni quedarse en casa es sinónimo de sobrevivir. Parece que la premisa es acepta tu posible muerte, sin llevarte a nadie.
Hace dos días decidí quitarme las redes sociales, verdaderamente, he entregado el total de mi móvil al silencio. No estoy preparado para toda la toxicidad que viene. Un país entero encerrado, viendo la calle desde la ventana. “Hoy no me apetece salir, mejor me quedo en casa” he bromeado con mi madre. Pero claro, esa decisión de “supervivencia” poco puede aguantar. El coronavirus no podrá pasar la puerta de casa —obviamente lo hará— pero el trabajo consigue filtrarse por cualquier rendija.
Mis perros me dan una especie de pasaporte a la liberación, puedo comerciar con ello. Netflix y algún juego online, prometen hacerme la cuarentena más cómoda, pero incluso para ello hay que tener un horario. Tres capítulos una partida y a leer. Duerme la siesta, despierta, dúchate. Tres capítulos, una partida y a leer. Sal al salón, saluda.
Creo que voy a invitar a alguien a tomar una cerveza, aun no sé cómo. El no querer ver el mundo choca con la idea de ser olvidado. Es cierto que quien no tiene redes no vivía, pero esa exageración se ha hecho real ahora. Quizá mi idea de desconexión no deja de ser un deseo de relación con la idea de muerte. Aprender a relacionarnos con lo “letal” es lo que, de algún modo, nos puede alzar a la supervivencia.
Lo peligroso de este encierro es la fragilidad de nuestra existencia. Más allá del coronavirus, lo que verdaderamente puede acabar con nosotros es la fragilidad del “yo”. No hay una base sobre la que levantarnos. Sin subjetividades en nuestro suelo, no hay un encuentro. No hay comunión posible porque no podemos mirar.
Las voces más optimistas hablan de quince días en casa, quizá sea suficiente ¿Qué ocurrirá cuando hayan pasado siete largos días? Ahora mismo tenemos las energías de un aire que respiramos hace cuatro noches ¿Qué ocurrirá cuando nos duela la espalda de nuestras camas? ¿Cuándo no queramos seguir viendo la misma pantalla? Hay que gestionar el cansancio, incluso yo puedo ser optimista.
El horario, esa vieja relación con el tiempo, es lo único que puede tranquilizarnos. Necesitamos una mentalidad espartana con el tiempo. Creo que aun es pronto. Lo que ocurre ahí afuera es una suma de contagiados —conocidos o no— que nos cierran la puerta.
No, nunca habíamos vivido esto. Podemos estar ante el trauma del siglo XXI. Occidente ha pecado de tranquilo, mientras el virus llegaba a nuestra tierra, nosotros creíamos estar a salvo de todo mal —siempre ocurre allí afuera ¿Quién ha estado en Wuhan? — Pero lo natural vuelve, aunque hayas escapado de ello. Y al aparecer aquí, sin saber muy bien como ha llegado, no estábamos preparados.
Alguien más sabio que yo me comparo la mentalidad occidental con la de aquella banda que tocaba en el Titanic ¿reconoceríamos el caos si llamase a nuestra puerta? Toda gestión posible, es una gestión a medias. Tengo la extraña sensación de que la salvación que hemos elegido es el clima. Esperar que llegue el calor, tener paciencia.
En Italia ya hablan de tener que elegir entre uno u otro enfermo ¿tan desarrollados estábamos? Cuando China —ese gigante asiático que no es solamente una fábrica— movilizaba todo el país para luchar contra la enfermedad, solo mirábamos. El covid-19 nos recuerda de algún modo que aun pertenecemos a esta Tierra.
¿La redes que estamos construyendo serán eternas? Parece que cuando se decreta un estado de alarma, ese mismo cambio ocurre en todo cuerpo. Es decir, la sanidad ahora es pública, ahora es de todos. Ahora los sanitarios son héroes —los cajeros o repartidores no— La capacidad de mimetización de los ciudadanos es abrumadora. ¿se podría no colaborar? Con los aplausos en la ventana, sentirse parte de algo, ¿quién podría no aplaudir?
La idea es la siguiente; al ser invisible el enemigo, nosotros lo somos. El virus tiene nombre, pero el orden recae sobre personas. Agamben deja escrito algo parecido en su país ¿se podría estar en contra de la cuarentena? ¿no seria estar en contra de todos? Sin ninguna idea clara, es difícil no pensar en cualquier tecnología de control ya conocida.
Sociabilizar es terrorista. Hoy un niño me miraba mientras se alejaba cada vez más. Cada uno de nosotros es una muerte en diferido que llega. Si nos saltamos la pantalla, aunque sea para pasear a los perros con tu amigo, puedes ser multado. No obstante, trabajar sigue estando permitido. Parece una guerra contra la comunidad —la salvación es privada— más que contra la enfermedad.
Aun así, estamos en casa. No podemos no estarlo, porque no sabemos si es verdad todo lo dicho. Porque es la mejor solución. Cuando Boris Johnson dice aquello de: “seguid, la economía mata más” ¿No nos escupe, de alguna manera, el cinismo europeo? Imaginemos que el mundo se parase así en cualquier país subdesarrollado.
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