Del silencio a la palabra, aunque la tierra tiemble

Construir un relato con los jirones del silencio es como llenarse los bolsillos con preguntas, esperando el momento para lanzarlas al viento como piedras, por si hay suerte y tropiezan con una respuesta.

Por Angelo Nero | 4/07/2024

Comencé a intuir las razones que detuvieron el corazón de mi padre, un corazón colmado de silencio. El lugar de la herencia parece un bosque de cuento, a pocos pasos de entrar, no puedes volver atrás. Entre lo que se escapa y pierdes, se enredan en tu garganta antiguas preguntas. Se enredan los afectos, donde no hubo palabras, no las habrá. El bosque de la herencia es un bosque de afectos. Me había empeñado en escuchar las palabras de mi padre. Era un sueño imposible. Soñar con él me hizo ver que no había otro silencio que me doliese más. Me empeñé también en negarle toda responsabilidad. Tenerla requiere libertad. Nadie la tenía. Sin embargo otros contaron. Comía a su lado, y en cada telediario era fácil escucharle decir: sinvergüenzas. Me duele reconocerlo, me duele horrores reconocerlo, si, pero mi padre optó por callar.”

Este es uno de los poéticos fragmentos del documental de Ignacio Castresana, que se adentró en un bosque de silencios, los de su padre, los de su familia, los de todo un país, para descubrir que, en realidad era un bosque de afectos, que buscó protegerlo con la única arma que tenía a mano, precisamente con ese silencio que ocultaba la tragedia, la de su padre, la de su familia, la de todo un país. Es fácil construir una historia con los que hablaron, con los que denunciaron el expolio, la injusticia, el crimen, con los que contaron sus días de cárcel, el nombre de los compañeros muertos, las noches en la que solo te arropaba el miedo, pero no tanto la de los que se callaron las humillaciones, los golpes, el saqueo de su patrimonio, porque construir un relato con los jirones del silencio es como llenarse los bolsillos con preguntas, esperando el momento para lanzarlas al viento como piedras, por si hay suerte y tropiezan con una respuesta.

Ignacio Castresana buscó el rastro borrado de las huellas de su abuelo Ruperto, cartero en el pueblo alavés de Amurrio, militante socialista, que había medrado, gracias a su esfuerzo, y había abierto una fonda y una gasolinera, para descubrir que lo había perdido todo con el golpe de estado de 1936. En Álava triunfó la sublevación, y aunque la represión no alcanzó las proporciones del genocidio que se dieron en Galicia o en la parte de Andalucía que quedó en manos de los fascistas, muchos republicanos huyeron, o lo intentaron, como Ruperto Castresana.

Su silencio evitó exponerme al odio, al rencor y al deseo de venganza. Le debo un agradecimiento inmenso. Callar le tuvo que costar muy caro. Nos costó caro a los dos. El deseo de mis abuelos, olvidar y vivir sin rencor, supuso un mandato para él. Por terror o generosidad, cortaron dos veces la transmisión de violencia y dolor. Optaron por cortarla. No se si perdono, pero no olvido, de eso si estoy convencido. Hasta el final de su vida soñó un sueño de justicia.” Dice en otra parte del documental su director, el nieto de Ruperto, tras un viaje que le llevará a recorrer algunos de los escenarios de la tragedia que su abuelo vivió, como la colonia penitenciaria de la isla de San Simón, en el interior de la Ría de Vigo. Para bucear en la historia de este campo de concentración, Ignacio recurrió al libro “Episodios de terror: durante a Guerra Civil na provincia de Pontevedra. A illa de San Simón”, Gonzalo Amoedo López y Roberto Gil Moure, y al documental “Aillados”, de Antonio Caeiro, pioneros en relatar los horrores que se vivieron en aquella isla prisión.

Y es que Ruperto Castresana, tras huir de Amurrio con su hijo mayor, el padre de Ignacio, sabiendo que había sido denunciado y que su vida corría peligro, fue detenido en Bilbao, cuando la ciudad cayó en manos del ejército sublevado, y condenado a doce años de cárcel, y trasladado en el Upo-Mendi a San Simón, donde se hacinaban los presos en condiciones tan deplorables que para subsistir, aquellos que no eran paseados o fondeados por las sacas falangistas, tuvieron que recurrir a la solidaridad de las vecinas de Redondela, las “madrinas”, que les alimentaban, lavaban su ropa y les hacían de correo. Las cartas al cartero de Amurrio les llegaban por su madrina Mucha Rodríguez, una de esas mujeres valientes y solidarias, que desafiaban al régimen con su humanidad.

Por el documental pasan los valiosos testimonios de Almudena Grandes, Emilio Silva (presidente de la ARMH), Darío Rivas (impulsor de la Querella Argentina), del cantante Lluís Llach, del antropólogo Francisco Etxebarría, y de un puñado de voces más que van derribando ese muro de silencio, no solo el que se levanto durante la “longa noite de pedra” , sino de la que continuó con la Transición, que impuso el olvido y que, a través de la amnistía, decretó una auténtica doctrina de punto final, para que el pasado quedara enterrado en las cunetas.

Mis abuelos paternos dieron a toda la familia el mandato de olvidar y vivir sin rencor, y mis padres lo cumplieron a rajatabla. Personalmente, yo he tenido la suerte de poder resolver esos silencios familiares, pero los sociales España no los quiere ni tocar y las víctimas no están reconocidas. Cada vez que alguien lo intenta parece que tiembla la tierra y eso no solo no resuelve nada, sino que mantiene intactas las cosas, y explica bastante la peculiar situación política de nuestros días.” Declará Ignacio Castresana, a quién no le importa, como a nosotros, que la tierra tiemble y hable, que los silencios de todo un país den paso a la palabra.

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