¿Vamos a dejar que nos roben las pensiones? (II de II)

Primera parte

¿Vamos a dejar que nos roben las pensiones? (I de II)


Por Mario del Rosal con ilustración de Iñaki y Frenchy

En la anterior entrega de esta columna expuse los argumentos más típicos que suelen utilizarse para justificar el expolio de las pensiones que está sufriendo la clase trabajadora en nuestro país en los últimos tiempos. En esta ocasión, intentaré mostrar las falacias que se esconden detrás de estas supuestas razones.

Para ello, debemos recordar en primer lugar que el salario, en tanto que parte pagada del valor creado por la fuerza de trabajo destinada a sufragar su reproducción, puede dividirse en dos categorías básicas: el salario directo y el salario socializado. Este último, consta de salario indirecto y salario diferido.

El salario directo es el importe que recibeel trabajador en dinero o especie y que constituye su fondo de consumo actual (y futuro, si es que logra ahorrar algo), ya que le sirve para adquirir los medios de vida necesarios.

El salario socializado es la parte del salario que la empresa no paga directamente al trabajador, sino que se lo entrega obligatoriamente al Estado “en su nombre”. Como hemos comentado antes, podemos dividirlo en salario indirecto y salario diferido.

El salario indirecto es la parte del salario socializado entregada a la Hacienda pública en concepto de impuesto sobre los ingresos salariales. El Estado la utiliza para financiar los servicios públicos, como la sanidad, la educación o la protección civil, además de para otros fines distintos, como el gasto militar, las subvenciones a empresas, los gastos institucionales y de representación, el pago del servicio de la deuda, el sostenimiento de la Iglesia, etc.

El salario diferido, por su parte, es la fracción del salario socializadotransferida a la Seguridad Social en concepto de cotizaciones. Esta institución lo utiliza para financiar algunos bienes y servicios públicos, como la sanidad o los medicamentos, y para pagar al trabajador un sustituto (o, a veces, un complemento) de su salario directo en forma de coberturas sociales ante ciertos eventos, como la vejez, el desempleo, la enfermedad, la incapacidad o las pérdidas familiares.  Aquí se incluyen, obviamente, las pensiones de jubilación que estamos tratando.

Antes de continuar, hay algo que debo destacar para evitar confusiones ampliamente extendidas: las pensiones públicas no son financiadas por los trabajadores y las empresas, sino que son pagadas íntegramente por los trabajadores. Que las cotizaciones sociales se dividan en las llamadas cuota obrera y cuota patronal no ha de llamarnos a engaño, ya que ambas son dos expresiones contables distintas que reflejan exactamente lo mismo: la parte del valor de la fuerza de trabajo que la empresa deja de pagarle al trabajador en forma de salario directo para entregársela al Estado en forma de salario diferido. Una cuota aparece contablemente en la nómina y la otra no, pero ambas forman parte del coste salarial.

A tenor de lo dicho, cuando el Estado reduce las pensiones públicas, está robando a los pensionistas, al menos, por dos razones:

– En primer lugar, porque disminuye el salario diferido cobrado hoy por los pensionistas actuales sin que esto implique ninguna devolución por las aportaciones realizadas por esos mismos pensionistas en el pasado. En términos puramente financieros o actuariales, esto es un robo, puesto que el efecto final es que una parte de las aportaciones realizadas en años anteriores ha sido eliminada del cálculo de la pensión a la que finalmente se tiene derecho.

– En segundo lugar, porque esta degradación de las pensiones públicas es un caso flagrante de atentado contra los principios de seguridad jurídica y de no retroactividad de la ley, tan cacareados en otras ocasiones por los voceros del capital. Es evidente que, si los pensionistas actuales cobran menos de lo que creían que iban a cobrar cuando estuvieron aportando para su jubilación, entonces han sido engañados, porque ese “contrato social” con el Estado ha cambiado de condiciones unilateralmente, sin consentimiento de la otra parte y con efectos retroactivos.

Y no sólo esto. Además, cuando los representantes del Estado “nos aconsejan” contratar planes privados de pensiones, no sólo están haciendo dejación de sus obligaciones constitucionales[1], sino que también están incitando al robo. ¿Por qué? Pues porque un plan de pensiones privado se paga con el salario directo del trabajador, no con el diferido, y, por lo tanto, conduce, en primer lugar, a un empeoramiento de la capacidad de consumo del trabajador (y también de ahorro voluntario y disponible). Y, por otro, claro está, abre al Estado la posibilidad de reducir la parte del salario diferido correspondiente a las pensiones.

Esto nos lleva a la primera gran contradicción del argumentario oficial contra las pensiones públicas. Al parecer, no hay dinero para pagarlas, pero sí para contratar planes privados de pensiones. Pero, ¿acaso no sale el dinero del mismo sitio, que no es otro que el bolsillo del trabajador? ¿Por qué sí es factible que el asalariado pague un plan privado a costa de su salario directo, pero no es posible aumentar la parte correspondiente al salario diferido para acometer esta supuesta crisis de las pensiones? Obviamente, la cuestión no tiene nada que ver con lo que es o no es posible, sino con quién lo paga y quién se beneficia. Las pensiones públicas se pagan con las cotizaciones y, por lo tanto, aumentar su financiación supone incrementar dichas cotizaciones, lo que implicaría un aumento del coste salarial para las empresas. Las pensiones privadas, por el contrario, corren por cuenta del trabajador, de forma que no afectan de ningún modo al coste salarial. Y en cuanto a quién se beneficia, no creo necesario recordar el suculento negocio que los planes privados de pensiones suponen para la banca.

Y, sin embargo, nada de esto es lo realmente importante. La clave de la falacia tan insistentemente repetida está en su argumento aparentemente más irreprochable: el del aumento de la tasa de dependencia. Según esto, si cada vez hacen falta más asalariados para mantener a cada pensionista, el sistema está condenado al colapso y, por lo tanto, debe ser revisado en profundidad. Puede parecer obvio, pero es falso. ¿Por qué? Vayámonos al campo a descubrirlo[2].

En 1970, un 30% de la población activa en España pertenecía al sector agropecuario, lo que significa que, grosso modo, cada agricultor daba de comer con su trabajo a unas 10 personas. Hoy, menos del 5% de la población activa se dedica a estos menesteres, lo que supone que cada agricultor debe alimentar a unas 45 personas. Esto supone un aumento de la “tasa de dependencia” de los habitantes del país respecto de los agricultores del 350%. ¿Cómo ha sido posible esto?

Evidentemente, es una cuestión de productividad. El incremento de la capacidad de producción en el campo ha sido tan enorme que ha permitido casi quintuplicar el número de personas a las que cada agricultor puede mantener.

En ese mismo periodo, como vimos en la entrega anterior de esta columna, la tasa de dependencia de los pensionistas respecto a los asalariados en activo aumentó en un 88%, un incremento cuatro veces menor que la de los habitantes respecto de los agricultores. Esto significa que cada pensionista ha pasado de ser mantenido por 6,5 asalariados a serlo por 3,5. ¿De verdad es esto un problema? ¿Acaso no puede sostenerse, igual que en caso del sector primario, gracias a los incrementos en la productividad?

Alguien podrá decir que la productividad general de la economía no ha crecido tanto como la del campo y que, por lo tanto, este razonamiento es tramposo. Bueno, lo cierto es que, según los datos de la OCDE, la productividad general de la economía española, medida como PIB por hora de trabajo a precios constantes y en paridad del poder adquisitivo, ha crecido un 167%. Es verdad que es mucho menor que la del campo, pero no deja ser ser ¡casi el doble que la tasa de dependencia de las pensiones!

¿Qué quiere decir esto? Pues, sencillamente, que si las mejoras en la productividad se hubieran distribuido de forma adecuada, la tasa de dependencia actual de las pensiones sería aproximadamente la mitad de lo que es. O, dicho de otra manera: la pensión de cada jubilado sería soportada por 5 asalariados, en lugar de solamente 3,5.

Por lo tanto, la mejora de la esperanza de vida no es necesariamente un problema. Tampoco lo es la supuesta generosidad de las pensiones en España[3]. Sí lo es el hecho de que las mejoras en la productividad de la fuerza de trabajo, por un lado, han sido mediocres y, por otro, que el resultado de esa mejora, en lugar de aumentar los salarios (y, con ellos, las cotizaciones), ha hecho crecer en mayor medida las ganancias del capital. Esto significa que la tasa de plusvalor o de explotación no ha dejado de crecer en las últimas décadas[4].

¿Cuál es la conclusión final de esta reflexión? Sencillamente, que nos están mintiendo, que debemos negar la mayor. El sistema público no está en peligro, sino que lo están poniendo en peligro.

Las pensiones son un derecho, una conquista histórica lograda por el movimiento obrero tras años de durísima lucha, no un lujo que el Estado no pueda ya permitirse ni un botín que debamos poner a disposición de la banca.

Dígamoslo claramente, sin someternos a la lógica perversa de quienes quieren convencernos de que hay que resignarse: ¡no vamos a permitir que nos roben las pensiones!

(Todos los datos ofrecidos han sido extraídos de Ameco y de las bases de datos de la OCDE, el Banco Mundial y el INE).

[1]      Todos recordamos el inane artículo 50 de la Constitución Española: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad. Asimismo, y con independencia de las obligaciones familiares, promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio”.

[2]     En el ejemplo numérico que damos, no tenemos en cuenta el comercio con otros países. Sin embargo, las conclusiones no se ven afectadas, ya que la disminución del empleo en el sector primario es un fenómeno universal.

[3]     Como decíamos en el texto de la anterior entrega de esta columna, la tasa de reposición en España llegó al 82% en 2016. Puede parecer una cifra elevada, pero es ocho puntos inferior a la que teníamos en 2014 (y cayendo). Además, hay, de momento, hasta 14 países con tasas mayores que las nuestras, entre los que se incluyen países como China, Chipre, Bulgaria, Argentina, India, Turquía o Portugal.

[4]     Como muestran diversos trabajos empíricos (como recoge la tesis doctoral defendida por Fco. Javier Murillo en la UCM en 2015), tanto el salario relativo (es decir, la parte que representan los salarios sobre el ingreso total) como, sobre todo, el salario relativo ajustado o coeficiente salarial (que relaciona el salario relativo con la tasa de asalarización) han caído continuamente en las últimas décadas, tanto en España como en la mayoría de las economías desarrolladas.

 

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