¿Vamos a dejar que nos roben las pensiones? (I de II)

Por Mario del Rosal con ilustración de Iñaki y Frenchy

La cuestión de las pensiones públicas es uno de los temas más controvertidos y polémicos de los últimos tiempos en nuestro país. Los pensionistas, por fin, han salido a la calle a reclamar sus derechos y nos están dando una lección de dignidad que, ojalá, sirva para hacer frente al expolio que la política gubernamental está perpetrando en España desde hace años en este ámbito.

La sabiduría convencional, aquella que trata de convencernos de que su verdad es la verdad, insiste en varios puntos para hacernos tragar como hecho incuestionable que las pensiones públicas son insostenibles. El razonamiento se puede simplificar del siguiente modo.

1) Debido al aumento de la esperanza de vida, el tiempo durante el cual los jubilados perciben la pensión se extiende cada vez más y, por consiguiente, la proporción que este colectivo representa sobre la población total aumenta inexorablemente. De hecho, la esperanza de vida al cumplir los 65 años ha alcanzado en 2015 en España los 23 años en las mujeres (la 3ª mayor del mundo) y los 19 en los hombres (la 7ª más alta del mundo). Esto supone 6 años más en el caso de ellas y 5 más en el de ellos, en comparación en la situación en los años setenta.Como consecuencia, mientras que la proporción de mayores de 65 años respecto a la población total era en 1970 del 9,6%, en 2013 alcanzó el 17,9%.

2) A causa de lo anterior, la carga que suponen las pensiones para las arcas del Estado crece de manera imparable, lo que pone en peligro la sostenibilidad de la Seguridad Social. Así parece demostrarlo el hecho de que el gasto en pensiones públicas ha pasado de representar el 6% del PIB en 1980 al 11,4% en 2013.

3) Dado que los ingresos públicos con los que se pagan las pensiones proceden mayoritariamente de las cotizaciones sociales y éstas se cargan sobre los salarios, la presión sobre los trabajadores es cada vez mayor. Máxime, cuando la caída de la tasa de natalidad ha hecho aumentar aún más la proporción entre jubilados y trabajadores activos. Esta cuestión se puede resumir en una evidencia aparentemente incontestable: el aumento imparable de la tasa de dependencia. En efecto, esta tasa, que representa la proporción que representan los jubilados en relación a los trabajadores activos, ha pasado en España del 15,4% en 1970 al 29% en 2016, lo que supone un aumento del 88%. La inversa de este dato es aún más reveladora, ya que indica el número de trabajadores que hay por cada pensionista, cifra que ha pasado de 6,5 a 3,5 en ese mismo periodo. Esto quiere decir, en términos sencillos, que cada pensión era mantenida por 6,5 trabajadores en 1970 y ahora ha de ser soportada por 3,5.

En pocas palabras: el gobierno, el Banco de España, la Unión Europea y todas las demás instituciones al servicio del capital insisten una y otra vez en que, debido a un “problema” demográfico, el Estado no puede garantizar las pensiones públicas porque hay demasiados pensionistas a los que mantener y pocos trabajadores para mantenerlos.

Nada hay tan peligroso como el sentido común cuando defiende el interés de quienes deciden cómo debe ser.

Ante esta situación tan aparentemente grave como irrefutable, se nos dice que la única solución pasa por tres (o cuatro) vías complementarias:

1) Retrasar la edad de jubilación con el fin de disminuir el número de pensionistas y aumentar el de la población activa. Para ello, la reforma de 2011 impulsada por el PSOE aumentó esa edad de los 65 a los 67 años. “Envejecimiento activo”, lo llaman.

2) Reducir la cuantía de las pensiones. Según nos cuentan, en España son demasiado generosas, ya que, en 2016, la prestación media equivalía al 82% del salario promedio. Para paliar este supuesto problema, en 2011 se aumentó el periodo de cotización obligatorio para cobrar la pensión completa de 35 a 37 años y se amplió la base reguladora para el cálculo de la retribución de 15 a 25 años. Además, en 2013, la reforma del PP diseñó un doble mecanismo de ajuste automático: un Factor de Equidad Intergeneracional, que reduce la pensión a medida que aumenta la esperanza de vida; y un Factor de Revalorización Anual, que ancla el aumento de las pensiones a la situación presupuestaria en lugar de indexarla a los precios, de modo que no garantiza ni siquiera el mantenimiento de su poder adquisitivo. Como mínimo, las pensiones subirían el ya famoso 0,25% y, como máximo, la tasa de crecimiento anual del IPC más un 0,5%.

3) Estimular los planes de pensiones privados. Para ello, el gobierno ha dado recientemente una nueva vuelta de tuerca en su política a favor de este producto financiero al hacer posible la retirada de fondos a los 10 años de su primera imposición. Esta política servil con la banca es de larga data, ya que ha ido acumulando ventajas fiscales cada vez mayores desde su primera regulación, aprobada en 1987, y por las sucesivas versiones del Pacto de Toledo. Nos dicen que este sistema complementario es necesario para garantizar unas pensiones adecuadas en el futuro y que, además, en España es poco utilizado en comparación con otros países. Aquí, las pensiones privadas representan un magro 0,6% del PIB, un punto porcentual inferior a la media de los miembros de la OCDE, mientras en países como Dinamarca, Estados Unidos o Australia, ese porcentaje supera el 5%.

4) Ampliar las fuentes de financiación de las pensiones públicas con impuestos. Hasta ahora, las pensiones públicas en España han estado sufragadas exclusivamente por cotizaciones sociales, por lo que algunos partidos políticos y expertos autodenominados progresistas (es decir, reformistas, en el mejor de los casos) recomiendan crear nuevos tributos finalistas o rediseñar los ya existentes para incorporar una nueva fuente de ingresos. El PSOE, por ejemplo, desde una visión muy próxima a la de Podemos, ha lanzado recientemente una propuesta de impuesto a la banca con este objetivo.

¿Qué conclusiones podemos extraer de este escenario? ¿Es verdad que las pensiones públicas son insostenibles? ¿Debemos resignarnos, pues, a aceptar estas medidas como quien acepta un castigo divino? ¿Están nuestros hijos condenados a una vejez con más estrecheces que la nuestra y la de nuestros padres?

La respuesta es NO.

Como veremos en la próxima entrega de esta columna, estos razonamientos son interesados, atentan directamente contra la clase trabajadora y, sobre todo, son falsos. Pueden parecernos de sentido común (o, mejor dicho, nos los venden como si fueran de sentido común), pero debemos recordar que ese mismo sentido común es el que nos dice que es el sol el que se mueve cuando miramos al cielo, que la jirafa tiene el cuello tan largo porque lo estira mucho al comer las hojas más altas de los árboles o que la pobreza no se puede erradicar porque siempre ha existido. Nada hay tan peligroso como el sentido común cuando sirve a la tradición, cuando responde a la pereza mental o cuando defiende el interés de quienes deciden cómo debe ser.

La ciencia se caracteriza precisamente por no confiar en el sentido común, en las apariencias, porque ni son garantía de verdad ni sirven para comprender el mundo. Por eso debemos recurrir a ella, para defendernos de quienes esgrimen estos argumentos pedestres como arma de dominación. Como dijo Marx: “toda ciencia sería superflua si la forma de manifestación y la esencia de las cosas coincidiesen directamente”.

(Todos los datos ofrecidos han sido extraídos de Ameco y de las bases de datos de la OCDE y el Banco Mundial).


Segunda parte: 

¿Vamos a dejar que nos roben las pensiones? (II de II)

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