¿Deberíamos abolir las prisiones?

En su nuevo libro, Tommie Shelby sostiene que los reformistas radicales y los abolicionistas deberían hacer causa común. (Getty Images)

Las cárceles son tremendamente deshumanizadoras e injustas. El filósofo político Tommie Shelby debate sobre la abolición de las prisiones y el tipo de cambio radical que exige la justicia.

El encarcelamiento masivo sigue siendo una plaga devastadora en Estados Unidos, con efectos especialmente destructivos para los pobres y la gente de color. Sin embargo, personas de todo el espectro político son cada vez más conscientes de la flagrante injusticia del sistema penitenciario estadounidense y están tomando medidas para cambiarlo.

En la izquierda, quienes se oponen al régimen carcelario del país se dividen entre «reformistas» y «abolicionistas». Los reformistas sostienen que nuestras prácticas actuales de encarcelamiento son terriblemente injustas y deben cambiarse radicalmente, aunque admiten que las prisiones, en alguna de sus formas, pueden ser socialmente necesarias y moralmente legítimas. Los abolicionistas, por su parte, consideran que la prisión es una institución fundamentalmente podrida: nuestro objetivo no debería ser hacer las prisiones más justas o más humanas, sino eliminarlas por completo.

El eminente filósofo político Tommie Shelby aborda este debate en su nuevo libro, The Idea of Prison Abolition. En el libro, Shelby examina con simpatía y espíritu crítico los argumentos de los principales abolicionistas en favor de su postura, centrándose especialmente en la obra de Angela Davis. John-Baptiste Oduor, de Jacobin, entrevistó a Shelby sobre lo que encuentra valioso en el pensamiento abolicionista, con lo que no está de acuerdo, y por qué pensar en cómo sería una sociedad justa es esencial para el proyecto socialista.

Su libro La idea de la abolición de las prisiones es en parte un extenso diálogo con Angela Davis y otros abolicionistas. ¿Qué contribución cree que han hecho estos autores a nuestra comprensión de las prisiones?

En el libro me centro en los escritos de Angela Davis y otros abolicionistas afines de la tradición radical negra, con su enfoque crítico sobre el racismo, la opresión de clase y el capitalismo. Se trata de una tradición de pensamiento político que considero propia y que, en mi opinión, es la corriente más convincente de la teoría abolicionista. Davis, antigua presa política, lleva más de cincuenta años reflexionando sobre el sistema penitenciario y resistiendo a él, y es la principal filósofa abolicionista. Sus escritos sobre las prisiones son una piedra de toque en el movimiento abolicionista y ejemplifican la forma de teoría crítica negra que examino en el libro.

Aunque soy crítico con algunas ideas y argumentos abolicionistas, me adhiero firmemente a varias ideas clave de los abolicionistas. Por ejemplo, los abolicionistas subrayan con razón que el encarcelamiento puede ser un instrumento de represión política y que se ha utilizado repetidamente para socavar la lucha radical por la libertad de los negros. Al permitir que el Estado utilice el encarcelamiento para controlar la delincuencia, el público también está dotando a los funcionarios del Estado de los medios para contener y silenciar a los enemigos políticos con el pretexto de garantizar la seguridad pública. Este es un grave peligro de la práctica que debe ser afrontado con franqueza por cualquiera que defienda las prisiones.

Los abolicionistas también argumentan de manera convincente que la incapacidad de abordar de manera significativa la injusticia estructural —en particular la injusticia racial, de género y económica— conduce casi inevitablemente al uso del encarcelamiento para hacer frente a problemas sociales que se abordarían mejor desarraigando las condiciones opresivas que circunscriben las vidas de tantas personas. Y, al centrarse en el complejo industrial penitenciario, ponen de relieve las numerosas formas en que los capitalistas se benefician de las prácticas jurídicas penales y exacerban la delincuencia, al tiempo que contribuyen poco o nada a combatir las infracciones penales o a reparar los daños que éstas causan.

Muchos tachan a los abolicionistas de pedir cambios sociales drásticos que no son realistas. Pero algunas de las dimensiones utópicas del pensamiento abolicionista son las que me parecen más atractivas. Al insistir en que las prisiones son innecesarias, desafían nuestra aceptación acrítica de las prácticas de encarcelamiento e instan a quienes se preocupan por la justicia y por las víctimas de malos tratos a experimentar con formas menos dañinas y más eficaces de responder a las fechorías perjudiciales. Aunque no estoy seguro de que pueda lograrse nunca plenamente, considero valiosa la aspiración a crear unas condiciones sociales en las que nadie se sienta tentado o dispuesto a dañar gravemente a los demás.

Se supone que el uso del término «abolición» establece una conexión entre el sistema de encarcelamiento masivo de Estados Unidos y la esclavitud. Es innegable que la fuerza polémica de esta comparación ha contribuido a llamar la atención sobre las injusticias que se cometen en las cárceles estadounidenses. En su opinión, ¿cuál es la limitación de esta comparación?

Como estrategia retórica para concienciar sobre el encarcelamiento masivo y movilizar a la gente en favor del cambio, sugerir que el encarcelamiento es similar a la esclavitud o que es un legado de la esclavitud puede tener sus ventajas. Además, muchas de las prisiones existentes tienen características comunes con la esclavitud que las hacen objetables. Citaría, por ejemplo, el control mínimo que los presos suelen tener sobre su propio trabajo y la escasa compensación que suelen recibir por dicho trabajo. Pero esta queja sugiere reformas obvias que no requieren el desmantelamiento de las prisiones, y la objeción a algunas prisiones no demuestra que la práctica del encarcelamiento sea intrínsecamente mala como lo es la esclavitud.

Por ejemplo, el encarcelamiento no equivale a la muerte social. En muchos sistemas penitenciarios, los presos gozan de libertades constitucionales efectivas, incluido, en algunos países y algunos estados de EE.UU. (Maine y Vermont), el derecho al voto. Los funcionarios de prisiones no tienen por qué tener, y generalmente no tienen, un poder absoluto o arbitrario sobre la vida y el trabajo de los presos. No es una característica inherente ni siquiera típica de las prisiones que los presos sean comprados y vendidos o utilizados como garantía en tratos comerciales.

La prisión implica confinamiento. Pero a veces es legítimo confinar a las personas e impedir que escapen del confinamiento, como ocurre con los prisioneros de guerra o los niños suicidas y las personas altamente peligrosas internadas en hospitales psiquiátricos.

Para zanjar el debate reforma-versus-abolición, debemos distinguir los rasgos esenciales del encarcelamiento de aquellos rasgos de las prisiones existentes que pueden alterarse sin perder la función de control del crimen de la práctica. También debemos distinguir los usos típicos de las prisiones en una sociedad marcada por la injusticia estructural de los usos que se les podría dar en una sociedad con una estructura social justa. Invocar analogías con la esclavitud no ayuda en ninguna de las dos tareas.

En general, creo que las analogías con la esclavitud se utilizan demasiado en la crítica social radical. Entiendo la estrategia de acusar a una práctica que muchos consideran legítima mostrando su similitud con una práctica que casi todo el mundo estaría de acuerdo en que es tremendamente injusta. Sin embargo, las prácticas pueden ser erróneas, incluso profundamente erróneas, en todos los sentidos sin que sean equivalentes a la esclavitud. Infravaloramos los recursos morales de la crítica social cuando recurrimos a la esclavitud para condenar cualquier injusticia.

El uso excesivo de analogías con la esclavitud no se limita al radicalismo negro, sino que se extiende al marxismo más ortodoxo. La acusación de que el capitalismo es «esclavitud asalariada» tampoco es convincente. Tengo un empleador y carezco de riqueza suficiente para arreglármelas económicamente sin trabajar para alguien. Pero no hay ningún sentido significativo en el que yo sea un esclavo, y sería insultante para mis antepasados esclavizados sugerir lo contrario.

El castigo suele considerarse uno de los principales objetivos del encarcelamiento. Algunos opositores radicales a las prisiones rechazan la idea de que el Estado deba castigar a los ciudadanos. Pero usted distingue entre el castigo como retribución y el castigo como disuasión. ¿Por qué considera defendible el segundo y no el primero?

Cuando muchos oyen «castigo», piensan inmediatamente que debe implicar retribución o represalia, una especie de venganza sancionada por el Estado. Los retributivistas suelen defender la práctica del encarcelamiento por tres motivos principales. Creen que los culpables de delitos merecen sufrir la privación de su libertad, de sus posesiones o incluso de su vida. Sostienen que los culpables deben sufrir en proporción a la depravación moral de sus actos ilícitos: cuanto peor sea el delito, más deben sufrir. Y piensan que imponer sufrimiento a los culpables no es un mal necesario (por ejemplo, para prevenir el delito), sino un bien intrínseco (por ejemplo, un requisito de la justicia). Los retributivistas piensan que este sufrimiento es bueno al margen de las consecuencias sociales beneficiosas que puedan derivarse de él.

Davis no cree que ésta sea una forma moralmente aceptable de responder a las malas acciones, incluso cuando éstas son muy graves. Estoy de acuerdo con ella. Por tanto, estoy con quienes insisten en que el encarcelamiento como castigo debería abolirse.

Sin embargo, creo que el encarcelamiento puede ser una pena justa para males que causan un gran daño o trauma. Este tipo de pena debe imponerse no porque los que hacen el mal deban sufrir, sino sólo si tales penas pueden ayudar a prevenir o reducir delitos graves.

Las prisiones pueden ayudar a prevenir la delincuencia de tres maneras: disuasión, incapacitación y rehabilitación. Si el encarcelamiento es defendible —y yo creo que lo es en determinadas circunstancias— debe ser porque las prisiones disuaden del delito mediante la amenaza del encarcelamiento, o porque las prisiones retienen a personas altamente peligrosas que no podemos contener de otro modo, o porque las prisiones son a veces lugares socioespaciales adecuados para rehabilitar a quienes están dispuestos a hacer daño a otros.

Los abolicionistas radicales —aquellos que piensan que el encarcelamiento nunca está justificado— niegan que las prisiones puedan reducir la delincuencia de forma justa o eficaz. Gran parte de mi libro es un intento de reflexionar sobre los puntos fuertes y débiles de esta postura abolicionista radical.

En lo que respecta específicamente a la disuasión, creo que las penas pueden a veces desalentar conductas ilícitas. Todos estamos de acuerdo, por ejemplo, en que las multas pueden disuadir eficazmente de la conducción temeraria. La amenaza de una multa, o incluso la suspensión del carné, no puede erradicar por completo la imprudencia, pero puede ayudar a reducir el problema a niveles tolerables.

La cuestión es si la amenaza general de encarcelamiento puede reducir eficazmente la delincuencia grave. Aunque hay consideraciones teóricas al respecto, se trata en gran medida de una cuestión empírica, y en este punto existe un desacuerdo razonable. En el libro, expongo mis razones para pensar que el encarcelamiento como pena puede ser a veces un elemento disuasorio eficaz y que las alternativas actualmente disponibles, aunque bienvenidas por otros motivos, probablemente no sean adecuadas en ausencia de prisiones.

Pero incluso si estoy en lo cierto sobre el efecto disuasorio de las prisiones, esto no sería una defensa suficiente de la práctica. También habría que demostrar que penalizar los delitos con el encarcelamiento no tiene por qué ser (aunque a menudo lo es) inhumano, deshumanizador, injusto o explotador. Abordar estas cuestiones morales es mi principal objetivo en el libro.

La izquierda suele mostrarse reacia a la teoría ideal, es decir, a las investigaciones que tratan de especificar cómo deberían ser las instituciones sociales y políticas. Su libro adopta una postura favorable a la teoría ideal. ¿Cuál es su respuesta a los críticos que argumentan que, al preguntarse cómo deberían ser las prisiones, está desviando nuestra atención de la crítica a los innumerables fallos de las prisiones tal y como existen en la actualidad?

Soy partidario de criticar el sistema penitenciario actual y sus numerosos fallos. Pero esas críticas presuponen una posición sobre cómo deberían ser las instituciones sociales, porque la acusación de que esas instituciones son injustas o antidemocráticas es otra forma de decir que no están organizadas como deberían. Las normas de evaluación pertinentes —los principios de justicia o los principios democráticos— simplemente quedan sin enunciar y, a menudo, sin defender. Explicitar estas normas, sistematizarlas y demostrar que están justificadas es la teoría ideal, al menos tal y como yo la entiendo.

Además, no creo que los abolicionistas de izquierdas adopten sistemáticamente una postura hostil hacia la teoría ideal. Su visión abraza la «imaginación radical» sobre un mundo pospenitenciario y no capitalista, y nos piden que nos unamos a ellos para hacer realidad ese mundo. Aunque sus sueños de libertad son quizá menos sistemáticos y exhaustivos que las visiones que los filósofos académicos trazan en sus tratados sobre la justicia, estos sueños de un futuro pospenitenciario son formas de teoría ideal. De hecho, la defensa que hace Davis de la «democracia de la abolición», que se inspira en la filosofía igualitaria de W. E. B. Du Bois, trata precisamente de cómo deberían organizarse las instituciones sociales y políticas, y con razón.

La crítica social es sin duda vital. Pero los aspirantes a socialistas deben hacer algo más que destacar los defectos y patologías del capitalismo. Deben defender una forma alternativa de organizar la sociedad, y deben hacerlo a pesar de que esta nueva forma de vida social aún no se ha hecho realidad plenamente en ninguna parte. De lo contrario, pocos se unirán a su esfuerzo por desmantelar el capitalismo, a pesar de los conocidos problemas de ese sistema, porque muchos temerán razonablemente que podamos acabar con algo mucho peor, sobre todo teniendo en cuenta los fracasados experimentos socialistas.

Para atraer a suficientes personas a su causa, los socialistas deben dar a los escépticos razones para creer que este nuevo tipo de sociedad no sólo sería realizable, sino también más justa de lo que jamás podría ser la sociedad capitalista. Para ello, deben articular y defender las normas morales de evaluación pertinentes. Estas normas no tienen por qué ser totalmente nuevas. Podrían ser principios sólidos que ya son aceptados por muchos, pero que la sociedad capitalista es incapaz de encarnar plenamente. Sin embargo, demostrar que este es el caso —que estas normas son sólidas y que el capitalismo no puede cumplirlas— también sería una forma de teorización ideal.

Su libro parece ser, en parte, un intento de convencer a los activistas que actualmente se organizan bajo el lema de la abolición de que, en su lugar, deberían abogar por la reforma. Este argumento parece asumir implícitamente que, dado que muchos de los objetivos de las personas que se autodenominan abolicionistas son compatibles con el reformismo radical, al plantear sus demandas en un lenguaje tan maximalista, los abolicionistas están socavando la posibilidad de coaliciones con los reformistas. ¿Es justa esta caracterización?

Creo que algunos activistas que se organizan bajo los lemas «abolición» o «desfinanciación» abogan en realidad por la reforma. Simplemente utilizan un lenguaje hiperbólico para hacerlo. Estas tácticas propagandísticas pueden ser engañosas y socavar así la lucha política democrática.

Sin embargo, mi libro no se ocupa principalmente de la retórica política elegida por los abolicionistas. Mi principal preocupación es saber si debo abrazar la esencia de su causa.

Algunos abolicionistas, entre ellos Davis, definen su posición política en oposición directa a quienes abogan por la reforma penitenciaria. De hecho, a veces describen a los reformistas como cómplices de la legitimación de una práctica injusta o incluso como partícipes de una forma de contrainsurgencia liberal. Estos abolicionistas ven su apoyo a las «reformas no reformistas» como un compromiso pragmático necesario con la injusticia para mejorar el bienestar de los encarcelados. Tales reformas serían comparables a comprar esclavos para liberarlos. En cierta medida, legitima la práctica, lo cual es ciertamente preocupante, pero quizá sea la mejor opción disponible, considerándolo todo.

Sin embargo, esta postura sólo es defendible si el encarcelamiento es inherentemente injusto, sólo si una sociedad que utiliza las prisiones nunca podría ser justa, como una sociedad esclavista nunca podría ser justa. Aunque creo que merece la pena esforzarse por crear una sociedad que no necesite prisiones, creo que los abolicionistas se equivocan al afirmar que las prisiones son intrínsecamente injustas, e intento demostrarlo en mi libro.

Pero incluso si me equivoco y las objeciones morales a las prisiones son decisivas, los abolicionistas están generalmente de acuerdo en que acabar con las condiciones sociales que hacen necesarias las prisiones llevará probablemente mucho tiempo. Mientras tanto, es imperativo mejorar la administración penitenciaria y las condiciones físicas de las prisiones. También lo es reducir drásticamente la población reclusa. Debemos salvar al mayor número posible de presos de las prácticas debilitantes y a veces mortales de los actuales sistemas penitenciarios.

En este punto, reformistas y abolicionistas pueden trabajar juntos de forma productiva, aunque se separen en principios filosóficos básicos. Considerar a los reformistas comprometidos y honestos como apologistas de un orden social neoliberal, al igual que considerar a los abolicionistas de principios como utópicos políticamente ingenuos, sólo puede inhibir esa necesaria labor colectiva.

En términos más generales, muchos reformistas —especialmente los de izquierdas— creen que para alcanzar la justicia social es fundamental una transformación social de amplio alcance, que vaya mucho más allá del sistema jurídico penal. El encarcelamiento masivo, al igual que los guetos de los que salen tantos presos, es un síntoma de una profunda injusticia sistémica. Según una interpretación de lo que significa ser «radical», de lo que se trata es de atacar las raíces de los problemas sociales. Y aquí los reformistas radicales y los abolicionistas deberían hacer causa común.

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