De Watchmen a Minneapolis: la cultura del racismo

El asesinato de George Floyd es la punta del iceberg del racismo estructural que atraviesa todos los estratos del sistema capitalista.

Adrià M. Mejias

Era 31 de mayo de 1921, hace casi un siglo, cuando el Tulsa Tribune, un periódico local de la ciudad de Tulsa, Oklahoma, publicó una noticia, presumiblemente falsa, en la que acusaba a un menor  negro de abusar de una joven blanca en un ascensor. En esta noticia, el periódico no se limitaba a informar de un hecho sin prueba alguna sino que además alentaba al linchamiento público del menor. Con todas sus consecuencias. Y así ocurrió.

Esto parece el inicio de una serie, y en efecto lo es, pero también se trata de un hecho real. Así arrancó el pasado octubre Watchmen – muy aclamada por la crítica, por cierto -, con la masacre de casi 300 afroamericanos  en una sola noche: negocios destruidos, cines en llamas y cuerpos por todas partes. Los lazos que supuestamente unían a la población negra y blanca tras luchar juntos en la Gran Guerra se esfumaron de un plumazo, dejando el barrio conocido como “Black Wall Street” reducido literalmente a cenizas. 

Todo esto nos suena lejano, la palabra “siglo” nos hace alejarnos un poco de esta realidad, como también lo hizo la amnesia autoinducida por parte de los historiadores, la masacre de Tulsa nunca se registró en los libros de historia y las noticias al respecto fueron sistemáticamente eliminadas. No se rescató este suceso hasta 1997. No hubo protestas, nadie se quejó, no salió en los medios, y ni en Madrid, ni en Londres, ni en Barcelona, ni en ninguna ciudad del mundo salió la gente a la calle a clamar por los derechos de las personas racializadas. Es obvio: por aquellos tiempos era mucho más fácil hacer desaparecer un capítulo indeseable de la historia. Quienes habían ganado lo sabían. Punto.

Para los más avispados es factible incluso aventurar que el racismo está estrechamente vinculado con la condición de clase.

Pero ahora estamos de lleno en el siglo XXI, las “fake news” nos parecen un invento moderno, la brutalidad policial y la segregación racial un hecho incuestionable y bien documentado, y para los más avispados es factible incluso aventurar que el racismo está estrechamente vinculado con la condición de clase. Bien, eso creemos. Las burbujas ideológicas son muy bonitas. Empatizar con el adversario y entender el alcance de su pensamiento es un poco más complicado. 

Y es que la historia de los Estados Unidos de América tiene sus cimientos en las masacres de los nativos americanos y en el transporte y explotación de esclavos africanos. Esto pocos lo cuestionan, es el pasado, está escrito, y aunque nos parezca horroroso, hay cierto consenso en su interpretación. Pero lo más complicado es entender cómo esta ideología ha atravesado cinco siglos, para posarse en un solo vídeo,  grabado por un móvil, donde un policía presiona con su rodilla el cuello de un hombre negro hasta provocarle la muerte por asfixia. No estamos en Tulsa en 1921, estamos en Minneapolis, un siglo después. Pero la impunidad es la misma. La lectura es la misma. Los privilegios, los mismos. Hombre blanco pisa a hombre negro. Solo que esta vez esto no puede esconderse, tenemos internet y el vídeo corre como la pólvora. Y por supuesto que no hablamos de un hecho aislado, hablamos de la chispa que lo hace estallar todo, como ocurrió en  las protestas de Los Ángeles en el 92 o tras la muerte de Martin Luther King allá por el 68. Quizá es porque nadie se acostumbra a la impotencia de vivir siempre con esa rodilla como espada de Damocles, que pende a capricho del que se sabe dueño del  guion. 

Conscientes de su inmunidad casi total se acomodan en el regazo de un gobierno y de una prensa que no sólo no les llama terroristas, sino que los alienta.

Ahora  corren los tiempos del alt-right y de los grupos fascistas como los Proud Boys, herederos del Ku Klux Klan, que campan a sus anchas armados hasta los dientes, fanáticos de Trump y de Bolsonaro, que berrean por la superioridad blanca y que promueven la violencia política contra sus adversarios. Conscientes de su inmunidad casi total se acomodan en el regazo de un gobierno y de una prensa que no sólo no les llama terroristas (aunque lleven más asesinatos a sus espaldas que el terrorismo yihadista en los últimos 20 años), sino que los alienta, quizá con algo más de sutilidad que como lo hizo el Tulsa Tribune aquel ominoso 31 de mayo. 

A este lado de la pandemia, Santiago Abascal, líder de Vox, tuiteaba apoyando a Donald Trump en relación a las protestas que derivaron de la muerte de George Floyd, el joven negro asesinado por la policía. Para reforzar su argumentario, Abascal adjuntaba un vídeo de una joven negra que clamaba airadamente contra una reportera blanca. Esta primera le reclamaba que porqué nadie se quejaba cuando los negros se mataban entre ellos, que sólo veía lo que quería ver. Y además añadía que ella era libre y no por ser negra había sido menospreciada ni había sido privada de nada.

Esta vez el alt-right español regaba su discurso con algo más que una fake new. Lo hacía con la banalización más básica del racismo. Para empezar, el hecho de ser una mujer negra negando la existencia del racismo ya le presupone más autoridad moral. Aunque no es difícil inducir que un mayor número de asesinatos entre población negra puede estar derivado de factores como la segregación por barrios y ciudades, la desatención por parte de las autoridades y quizá también por las diferencias de poder adquisitivo. Y por supuesto, que no hayas sufrido el racismo en tus carnes, no significa que este no exista. Todo esto ya lo decía Malcom X hace más de 50 años, pero hoy en día todo parece nuevo y bonito en nuestras relucientes pantallas, y un discurso refrito con una nueva imagen puede convencer al que esté un poco despistado. 

Decía Clint Eastwood en Sin Perdón que “cuando matas a un hombre le quitas todo lo que podría haber llegado a ser”. Y cuando esa rodilla damocliana exime del último hilo de oxígeno a George Floyd no sólo le está privando de todos sus sueños y de todas sus aspiraciones, también de cualquier redención. George Floyd no será recordado por su enorme carisma, ni por sus ideas, ni por sus discursos furiosos contra el racismo.  Él no era un predicador, ni un académico, ni un gran defensor de los derechos humanos. George Floyd, lamentablemente, tan sólo será recordado por su muerte. Y como él, todos los nombres de todos los negros asesinados por la policía en Estados Unidos. La muerte les une y les dignifica. La muerte, como en Tulsa en 1921, solo es el ejemplo, la punta del iceberg del racismo estructural que atraviesa todos los estratos del sistema capitalista.

 
 

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