La existencia del porno funciona como pilar fundamental en el mantenimiento de la cultura patriarcal permitiendo, a todos aquellos varones que lo deseen, presenciar y deleitarse con la posesión y sumisión de esas mujeres deshumanizadas
Por Eva López
A pesar de que en la actualidad aún no se ha acometido una reconstrucción seria y rigurosa sobre la historia de la pornografía, sabemos que tuvo su génesis entre finales del siglo XVIII y las primeras décadas del siglo XIX donde aparecían representaciones en la cultura impresa, facilitando así a las masas la obtención de escritos e ilustraciones pornográficas. Entre 1740 y 1790, la literatura pornográfica francesa estaba acompañada de críticas dirigidas a la clase política, a la monarquía, al clero y a la corte. Es curiosamente en este punto de la historia cuando nace el feminismo, a la par de las grandes transformaciones materiales e ideológicas que trajeron la Revolución Francesa y la Revolución Industrial. En la década que sucede a la revolución francesa, la literatura pornográfica adquiere esa capa de perversión que se mantiene hasta nuestros días, siendo la literatura del Marqués de Sade su máximo exponente. A partir de 1830, la pornografía pierde la connotación política hasta derivar en el inconmensurable nicho de mercado macabro que tenemos a día de hoy, destacando la época situada entre 1957 y 1973, denominada “edad de oro del porno” por el elevado consumo de revistas pornográficas como Playboy, en las cuales, además de difundir imágenes de mujeres desnudas en poses sugerentes, notables autores reconocidos como Nabokov o Bradbury publicaban sus artículos.
En la actualidad, y a pesar del cierre de cientos de ediciones impresas, asistimos a una inmensa proliferación de conglomerados mercantiles digitales, cuyo único fin es satisfacer las expectativas de un consumidor cada vez más extremo, tanto en sus peticiones como en la cantidad de veces que recurre a la pornografía, lo que se traduce para esas empresas en un negocio de ingentes ingresos de miles de millones de dólares anuales, ya que la ganancia se obtiene rentabilizando la publicidad de las productoras que se anuncian, aprovechando ese elevado tráfico, en las páginas pornográficas. Una ganancia más elevada que la de cualquier red social, empresa o evento deportivo e incluso mayor que el PIB de muchos países. Es así como el legado sadista, de la mano de las políticas económicas liberales, ha llegado hasta nuestros tiempos, bajo la forma de páginas web pornográficas, cuyo acceso es extremada y peligrosamente fácil para ese consumidor que tiene a su disposición un vasto catálogo de contenidos gratuítos.
Lo que en pornografía actúa como estímulo sexual para el consumidor no es la visión de la desnudez en sí misma sino el acto de presenciar el acceso ajeno al cuerpo de una mujer que es despersonalizada frente al objetivo de una cámara. Por lo tanto, es el valor de esa exposición el que pasa a ocupar el primer plano, transformándose así en un espectáculo macabro. Cuanto más expuesta y despersonalizada se encuentre la mujer, más satisfactorio resultará para el pornero y más beneficios económicos otorgará a las productoras. La misoginia, por ende, actúa como núcleo vertebrador de la pornografía.
La existencia del porno funciona como pilar fundamental en el mantenimiento de la cultura patriarcal permitiendo, a todos aquellos varones que lo deseen, presenciar y deleitarse con la posesión y sumisión de esas mujeres deshumanizadas, sin importar la hora, ubicación geográfica, edad, sin coste alguno, ni repercusiones legales, de ahí que la crítica que el feminismo realiza a la pornografía o la petición para abolir la misma, sea recibida por esos mismos hombres con una agresividad y un dramatismo acorde a tamaño atrevimiento, pues la idea de un mundo sin pornografía resulta inimaginable para todos esos defensores del derecho (ficticio) que tienen como consumidores a poder masturbarse mientras ven a mujeres siendo humilladas y degradadas.
Es común para quienes la defienden ampararse en la supuesta libre elección que las mujeres tienen para entrar en la industria pornográfica mientras deciden omitir deliberadamente la ausencia real de una salida, pues tanto los vídeos como las imágenes son propiedad de las productoras e incluso en el caso de las mujeres que consiguen escapar de la industria, las empresas siguen (y seguirán) lucrándose de la violencia sexual que ellas han padecido mientras los hombres siguen (y seguirán) masturbándose antes esas agresiones.
Quienes lo consumen no reparan en las consecuencias físicas y psicológicas que la explotación sexual tiene sobre ellas, tampoco en que una gran parte de los contenidos que se encuentran en esas páginas han sido grabados y difundidos sin el conocimiento de las mujeres (también llamado pornovengaza), deciden ignorar adrede que la pornografía infantil campa a sus anchas en este tipo de webs, que en no pocos casos es ubicada en categorías como “teen” o “jovencitas”, mucho menos analizan el efecto que esta tiene en la sociedad, en especial para los menores que la consumen, y eluden los vínculos existentes entre la pornografía y la prostitución.
Tampoco reparan en cómo la maquinaria misógina se aprovecha de colectivos o grupos más vulnerables, como son las mujeres migrantes o discapacitadas, para satisfacer las demandas sádicas de unos consumidores que cada vez en mayor cantidad disfrutan erotizando el desvalimiento social o corporal, ni en cómo este tipo de páginas se nutre y difunde múltiples grabaciones de violaciones grupales, como fue en el caso de “La Manada”. Para los pornófilos todo este argumentario carece de valor, pues al igual que en los vídeos pornográficos, lo único que importa es que el pene, símbolo de masculinidad y poder, obtenga el placer que busca.
Paradójicamente, así como la alta sociedad francesa de la época del Marqués de Sade vivía un período de extrema lujuria cuyo lema era “obtener placer a cualquier precio”, la involución en los principios morales de gran parte de la población en nombre del neoliberalismo, pretende hacer de esa consigna un dogma, hasta el punto de escuchar en instituciones gubernamentales discursos de representantes públicos que buscan defender la pornografía realizando burdos intentos de blanqueamiento.
En conclusión, si hay algo seguro, es que el legado de Sade perdura gracias a los hijos sanos del patriarcado y este se puede ver en la existencia, defensa y proliferación de páginas pornográficas como Pornhub.
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