La bandera no es un trapo de colores. Debería serlo. Debería asociarse a un país para identificarlo, bien en las competiciones deportivas, en el mástil de un barco o en una frontera.
Ocurre que, lamentablemente, algunas banderas – esos trapos de colores – encierran en sí mismas algo más que un distintivo, porque se han servido algunos, en nombre de ella, para someter a otros, o para que ciertos sectores de la población se hallan sentido sometidos por los portadores de dicha bandera. Cuando al trapo de colores se le asocia un sentimiento es cuando ese trapo de colores se convierte en algo nocivo y perverso. Por ello algunas banderas se demonizan por unos y se ensalzan por otros (sucedió con la ikurriña, y sucede con la estelada y la del estado español).
Nuestra bandera fue utilizada por la dictadura franquista, para ensalzar todos los atropellos del estado hacia una ciudadanía que había defendido un régimen legalmente constituido, y que fue tumbado por las armas. Eso ha hecho de esa bandera un símbolo de odio para algunos y de orgullo para otros.
Los que tanto se enorgullecen de la elaboración de la Carta Magna no han hecho jamás el ejercicio de reflexionar sobre el error de mantener una bandera que intervino en un conflicto bélico y, posteriormente, representativa de una dictadura militar.
¿Se imagina alguien que Alemania hubiese mantenido la bandera de la cruz gamada, o que Rusia lo hubiese hecho con la bandera roja de la hoz y el martillo? Esos estados, que demostraron una sabia cordura y una extraordinaria dosis de sentido común, establecieron otros colores para ser representados por su trapo. Una tela que fuese capaz de aunar un nuevo sentimiento de nación, borrando un pasado que todos querían olvidar y fomentando una nueva convivencia.
Por ello, mientras se continúe cargando de simbolismo a nuestra actual bandera, mientras queden muertos en las cunetas y monumentos a la memoria de los representantes del régimen dictatorial del pasado, las heridas continuarán abiertas.
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