Cultura | El turnismo político en la Restauración

Por Eduardo Montagut

El turno de partidos se inspiraba en uno de los pilares básicos del sistema canovista: el bipartidismo. Los dos partidos dinásticos –conservadores y liberales- no estaban tan alejados como se puede pensar a primera vista, aunque los liberales eran más tolerantes hacia la oposición real al sistema como republicanos y obreros, aprobaron la ley de asociaciones,  el sufragio universal, y la ley del jurado frente a los conservadores más preocupados de mantener el orden y restringir los derechos. Pero ambos aceptaban el juego político trucado para el turno pacífico en el poder. El turnismo no fue un fenómeno exclusivamente español, ya que se puede ver en otros lugares de Europa: destra y sinistra en Italia y el rotativismo portugués que, en realidad, fue anterior al modelo español.

Los dos partidos se relevaban en el poder de manera pacífica y se concedían plazos razonables en el poder. Ambos aceptaban los cambios que realizaba el otro partido en el gobierno al regresar al poder. Cuando un partido consideraba que había llegado su momento lo pactaba con el otro y con la Corona que, según el poder que le confería la Constitución, mandaba formar gobierno al otro partido, disolvía las Cortes y convocaba nuevas elecciones que, debidamente, manipuladas, proporcionaban la mayoría necesaria al partido en el gobierno. El partido saliente se convertía en la oposición y esperaba su turno.

Aunque la opinión del cuerpo electoral no importaba la farsa para ser completa debía venir legitimada a través del sufragio. Los dos partidos tenían sus redes organizadas para asegurarse los resultados electorales adecuados cuando les correspondiese el turno. Existía una red piramidal. En Madrid estaba la oligarquía o minoría política dirigente integrada por los altos cargos políticos y personajes influyentes de los dos partidos y vinculada a las clases dominantes. En las capitales de provincia se encontraban los gobernadores civiles. En comarcas, pueblos y aldeas estaban los caciques locales, que eran personalidades de la zona con poder e influencias, bien por su riqueza económica, bien por su prestigio y contactos, de forma que podían controlar a mucha gente: para conseguir trabajo, una licencia administrativa, recomendación o para no despertar su peligrosa enemistad.

Con esta estructura se organizaba el fraude electoral, bajo la coordinación del ministro de la Gobernación correspondiente, que era el que confeccionaba el encasillado o lista de diputados que debían ser elegidos en cada distrito electoral, reservando algunos escaños a la oposición dinástica. Los gobernadores civiles se encargaban de imponer el encasillado en su provincia, a través de los caciques, que eran el último eslabón de la cadena y se encargaban de la manipulación directa de los resultados electorales por varios métodos: actitudes paternalistas y protectoras hacia los electores, “pucherazos” (retirada de urnas antes del recuento, cambio de urnas, añadido de votos falsos…), pasando por amenazas y extorsiones. La capacidad del fraude era menor en las ciudades que en el medio rural donde se mantenían viejas formas de dominación.

En conclusión, el sistema político de la Restauración era una fachada institucional para ocultar el verdadero control del poder por parte de la oligarquía. El sufragio universal de 1890 apenas cambió el sistema, simplemente hubo que afinar los mecanismos del fraude, aunque manipular se fue haciendo cada vez más difícil en las ciudades donde el republicanismo comenzaría a conseguir actas de diputados. Por otro lado, la fuerza del nacionalismo conservador catalán terminó con el dominio de los partidos dinásticos en Cataluña a comienzos del siglo XX.

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