Cultura | El Estalinismo

Por Eduardo Montagut

El estalinismo puede ser considerado como la versión totalitaria y nacionalista que terminó por adoptar el comunismo ruso en tiempos de Stalin. El marxismo en sí no es una ideología totalitaria, ya que pretende una sociedad libre sin clases ni estructuras políticas como objetivo último, aunque el paso previo a ese paraíso en la tierra, es decir, la dictadura del proletariado, estadio planteado por Marx y plenamente desarrollado por Lenin, establece un Estado todopoderoso. Tampoco el marxismo es nacionalista, ya que apela a la solidaridad obrera frente a la existencia de fronteras, al internacionalismo.

Stalin es el gran creador de la versión totalitaria y nacionalista del marxismo, sin ser un teórico, ni mucho menos. En realidad, fue el menos intelectual de todos los bolcheviques que protagonizaron la Revolución Rusia. Stalin no estaba muy preocupado por las ideas, al contrario que Lenin, al que es innegable considerarle un genio ideológico al haber conseguido adaptar el marxismo a una nueva realidad para la que Marx no había escrito, la de un país que no se encontraba en un estadio superior de desarrollo capitalista. Stalin estaba más interesado por su poder y por el fortalecimiento del Estado. Esa preocupación le hizo desarrollar un fuerte nacionalismo ruso, tanto en relación con otras nacionalidades del antiguo Imperio Zarista, como hacia el exterior. En este sentido, la Segunda Guerra Mundial tuvo un marcado carácter nacionalista fomentado desde el Kremlin.

La primera consecuencia del estalinismo fue la eliminación de los posibles rivales de Stalin. El principal enemigo fue, sin lugar a dudas, Trotsky porque era el más brillante entre sus antiguos camaradas revolucionarios y por su teoría de la revolución permanente e internacional. La revolución se debía dar en un país: en la URSS.

Otra de las consecuencias del estalinismo fue el desarrollo de un rígido centralismo jerárquico en el partido y en el gobierno de la URSS y, sobre todo, por la aplicación de una intensísima política de represión de cualquier disensión, a través de purgas, juicios, encarcelamientos, ejecuciones, deportaciones y el gulag.

Una vez que la planificación económica comenzó a dar sus frutos y el régimen contaba con un apoyo mayoritario entre la población parecía que se entraría, a comienzos de la década de los años treinta, en una etapa de mayor tranquilidad en todos los ámbitos, pero, a partir de 1933 se desató una profunda crisis dentro del Partido Comunista. En ese momento comenzaron las purgas internas, motivadas por el deseo de Stalin de terminar con cualquier tipo de disidencia o crítica interna, unido a una verdadera obsesión enfermiza que le hacía ver conspiraciones en todas partes. Se dieron tres oleadas de depuraciones. Las dos primeras, desarrolladas en 1933 y 1934, depuraron el partido con un gran número de expulsiones. Pero la tercera oleada planteada entre 1936 y 1938, con los conocidos como los Procesos de Moscú, fue la más importante. Fueron juzgados y ejecutados, acusados de crímenes inexistentes y hasta absurdos, casi todos los antiguos dirigentes bolcheviques que habían hecho la Revolución, así como muchos oficiales del Ejército Rojo. Esto provocó el surgimiento de nuevos cuadros de dirigentes afines y leales a Stalin, al que se le comenzó a dedicar un intenso culto a la personalidad.

La sociedad soviética de los años treinta había cambiado sustancialmente desde la época de la Revolución. El régimen soviético se había consolidado y el Partido Comunista dominaba todos los ámbitos de la vida política, económica, social y cultural de la URSS. Además, el país se había convertido en una potencia económica mundial en un mundo en crisis. El aumento del nivel de vida, el retorno al orden, la paz después de un largo período de Revolución y Guerra Civil, la potenciación oficial del sentimiento patriótico, la propaganda constante y eficaz, así como un evidente desarrollo educativo y cultural, junto al hecho de que la represión no afectó de forma sustancial a la población común, explican el amplio consenso que disfrutó el régimen, aunque se hubiera conseguido a cambio de un alto precio humano.

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