Si lo personal es político, la cosa no pinta bien. Neuróticos, estresados, suspicaces, eternamente malhumorados, hemos destruido las viejas formas de la felicidad, que se basaban en aceptar un límite, y también, lo que es peor, algunas formas posibles de una infelicidad donde al menos eras dueño de tu dolor. Lo que tenemos a cambio, y no menos las mujeres que los hombres, es un modo intransigente del Yo que salta a la mínima. Padres, hermanas, cuñados, sobrinos y abuelos sufrirán las consecuencias de una nueva intolerancia doméstica espoleada por el estrés de la vida social y laboral, también por la autoconciencia progresista del saber. Somos ecologistas y no tenemos por qué aguantar viejos hábitos de comida y costumbres. Somos progresistas y no tenemos por qué aguantar en silencio algunas autoridades no elegidas. Igual que nuestra moralina laica tampoco soporta el velo de las niñas musulmanas en el aula.
Lo hemos deconstruido casi todo, desde la tortilla de patata hasta lo más íntimo de nuestras almas. La sed de castigo que mantenemos hoy en la caza del criminal (pronto tocará el turno del mediocre Woody Allen) ruge en proporción directa a nuestro callado malestar, necesitado de un sucedáneo de inocencia que calme esta mutilación civil que nos hemos inducido. La corrupción global de los políticos nos apasiona porque tapa la nuestra, impotente y discreta. Si los periodistas tienen más poder que los curas de ayer es porque son imprescindibles en esta labor de exorcización diaria. Los vicios privados sostienen las virtudes públicas.
Las pasadas vacaciones de Navidad fueron una ocasión inmejorable para calibrar este estado de nuestro malestar «anticapitalista». Las terrazas, el vino blanco, el sol, el ocio entre los árboles: el verano es benigno. El hielo del invierno nos cuartea, deshuesando la ficción social de nuestra cobertura. Ante el simple reto de mantener algo de los ritos comunitarios de nuestros padres, las vacaciones navideñas son una muestra del nivel patético en que ha quedado la revolución laica de los hijos de la vieja sociedad patriarcal, de su denostado autoritarismo cristiano, conservador, socialista o comunista. No hace falta ningún conflicto familiar grosero, ninguna falta de respeto chirriante para mostrar que nuestra ideología progresista, ecológica y feminista, es una coartada que cubre nuestro retiro diario de cualquier bonhomía personal, de su humor o franqueza.
Nuestro nivel de vida es una trituradora para las almas sencillas. Hemos pulverizado la capacidad de sacrificio y de trabajo, la familia, la fidelidad a los amigos, la generosidad comunitaria y cualquier relación directa con la dureza de vivir. A cambio, nos sentimos libres, también de un pasado que injuriamos a diario, revisado en el esquema cinematográfico y televisivo. La identificación con emblemas de liberación masiva repetidos en consigna explica que los hijos del 68, también sus hijos, ya no aguanten nada. A la mínima, como reyes intocables, nos decimos «todo a la cara»; por supuesto, sin hablar de nada, sin hacer ninguna confesión. No es extraño que nuestras reuniones familiares se sostengan por un hilo. Ni que nuestros descendientes ecofeministas
En las aulas, en la empresa y el hogar, la crueldad de esta última humanidad que representamos es tan silenciosa como eficaz. Los pequeños crímenes cotidianos que cometemos entre amigos se justifican, sin siquiera hablar de ello, porque son compartidos en una estrategia implícita de selección permanente. La información y su constante caza de brujas, Facebook o Instagram configuran el realismo socialista que tapa una penuria personal que nadie ha de mirar de frente porque está envuelta por el útero de mil imágenes subtituladas. Invirtiendo la vieja frase de Emerson, se podría afirmar que el ruido de lo que decimos, nuestra espectacular libertad de expresión, acalla el rumor siniestro de lo que hacemos a diario, siguiendo el guión de un conductismo personalizado en masa. Tenemos además, una y otra vez, la coartada de la ideología progresista, consumiendo también un pasado precocinado que nos justifica.
¿Qué diría Marx de esta superestructura virtual que ha conseguido consumir cualquier infraestructura real? Acaso el Muro cayó porque su forma de control era todavía ingenua, toscamente uniforme y carente de tecnologías de personalización. Desde entonces se ha acentuado esta opresión amniótica, compartida y horizontal, en la que flotamos ensimismados. Pasamos del autoritario encierro heteropatriarcal de antaño a un prisión abierta, entretenida con una interactividad homomatriarcal. ¿Vencimos entonces a los oxidados regímenes del Este con un microestalinismo múltiple, divertido y a la carta? Dogma colectivo que, a diferencia de los anteriores, cuida a fondo el narcisismo de sus miembros.
Vivimos acosados por el maltrato de la indiferencia, que es el de la ausencia de trato.
Se ha dicho más de una vez que el vanidoso estrellato virtual de cualquiera, en esta incesante guerra de egos que es nuestra vida social, es lo que cubre en red una intolerable humillación sumergida. No solo nuestra economía puede ser informal o sumergida; sobre todo lo es nuestra violencia. Las redes aseguran una veloz cobertura, personalizada al instante, para que nadie se vea los pies. Recordemos que ya el week end inglés vino después de una nube de hollín. Ahora la contaminación ha sido felizmente descarbonizada, dispersa en una coloreada nube numérica. Cambio climático, pues. Además, tenemos en el tiempo libre y las vacaciones, que se cuelan (sin cigarrillos ni humo) en cualquier instante tecnológico, la ilusión virtual que compensa el sometimiento real. Hasta los animalitos que amamos (los nuevos osos pardos de las montañas españolas) obedecen a este triste modelo de mansedumbre agradecida. Claro que tendrá sus accidentes, con estallidos inesperados. Lo que hemos aguantado desde septiembre estallará en Navidad en una intransigente sinceridad a toda costa (¡abajo la hipocresía de antaño!) que, a la mínima, le montará un pollo a cualquier madre, hermana o cuñado.
El despotismo de los retoños, mimados en esa forma sutil de maltrato que es consentirle todos los caprichos, prolonga el narcisismo de los mayores. Y esta actitud esclavista de los pequeños egos puede comenzar ya a los doce años. ¿Nos extrañaremos de que se acose en la escuela al chico que sea raro o lento, que no interactúa a gritos para conseguir popularidad?
Maternal e interactivo, el actual capitalismo horizontal se alimenta de unas subjetividades que se colectivizan y piden ayuda sin cesar, con los gestos neuróticos de una víctima que nunca es culpable de nada. Egoístas, vanidosos, perpetuamente ofendidos. Maníacos, reservados y siempre estrategas, conservamos una recortada capacidad para las ambivalencias de la soledad común. Y esta minimalista fuerza para lo trágico se manifiesta también en la corta inteligencia para el teatro, la buena educación y la comedia que nos exigiría la vida en común. También el buen humor y la amabilidad han sido deconstruidos por esta narcisista transparencia global.
Hace ya veinte años un taxista de origen palestino comentaba que la caída en picado de la sonrisa madrileña era paralela a un «nivel de vida» cuyo precio en carne ha destrozado la calma. A pesar de sus efectos de metástasis, se ha dicho que preferimos una velocidad que no puede pararse ni comprometerse con nada antes que entrar en las sombras del reposo y hacernos preguntas personales que no tienen respuesta en internet.
Ocurre como si el divorcio perpetuo de cualquier fidelidad, una separación que es anterior a la primera cita, presidiera nuestra estrategia temporal. Vivimos así acosados por el maltrato de la indiferencia, que es el de la ausencia de trato. Tal vez la sociedad del conocimiento sea una suma de millones de almas aisladas y estresadas que buscan solo que no se note el frío. La destrucción de la familia, las lábiles relaciones de pareja y la caída de tasa de natalidad serían una consecuencia del retiro progresista, desde el claroscuro de la existencia, a una reconocible identidad y su autoconciencia de derechos. La nula libertad de acción, en un mundo consensuado al detalle, ha de recompensarse con una despiadada libertad de expresión. No nos callamos nada, nos decimos todo a la cara, porque el nuevo sujeto, frustrado hasta la médula por una macroeconomía que ha entrado en sus tejidos, encuentra en el democrático estalinismo diario un alivio a su frustración. La gloria pública de la imagen compensa la ruina privada de las almas.
La información y su constante caza de brujas, Facebook o Instagram configuran el realismo socialista que tapa una penuria personal que nadie ha de mirar de frente porque está envuelta por el útero de mil imágenes subtituladas
Las luces invasivas que nos obligan a divertirnos ciegan las sombras de nuestros escenarios. El árbol de Navidad, el espectáculo televisivo y las ruidosas cenas son el sucedáneo de la alegría común que nuestra autocrítica civil ha pulverizado. También el sonriente y obeso Santa Claus ha de violar (sin gritos de protesta feminista) al Niño Jesús, a María y a los lentos y magros Reyes Magos. Nuestros símbolos de ayer no eran suficientemente interactivos, divertidos y flexibles. ¿Se imaginan a la Virgen María en una flash mob? Hoy un mandato social, para ser correcto y a la vez viral, debe tomar la forma musical de una «multitud relámpago». Sin vaselina, el sur se deja así penetrar por este nuevo norte cálido en virtud del cambio climático. Norte que además se pasa el día criticándose a sí mismo y arrepintiéndose, a toro pasado, de todos los fríos pecados raciales, autoritarios y patriarcales de ayer. Inteligencia emocional para un nuevo poder emocional. El espectáculo obsceno de las emociones virtuales tapará la indiferencia analógica hacia los entornos y los humanos reales.
Échenle un ojo a The square. Queridísimo norte. En paralelo a Haneke, Östlund muestra que también se puede uberizar nuestra miseria. En la nueva economía colaborativa ninguna esquina sórdida debe quedar sin empleo. Warhol y su invitación a la fama repartida se ha consumado así en este poder acéfalo y su vigilancia sin vigilantes. Para escapar de una interioridad arrasada, todo el mundo vigila que cada cual vigile que todos vigilen… Etcétera. Lo importante es no desviar la vista ni demorarse entorno, mirando militarmente al frente como esas Top Model que trotan en la pasarela. Nadie vigila las cámaras, pero las cámaras vigilan todos los rincones. Nuestro poder social tiende a confundirse así con la pulsación numérica del tiempo. Con razón se ha recordado que las nuevas enfermedades, de la fatiga o la depresión al cáncer, tienden a hacerse crónicas. Sin necesidad de las jerárquicas autoridades de antes, todos obedecemos al terror sonriente de la horizontalidad de moda. Ningún pastor, un solo rebaño. Es probable que, bajo cuerda, el tosco poder de Putin admire la fluidez de una violencia por fin encarnada. Y sexy.
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