Cuando la libertad de expresión absorbió el derecho a la información

Por María Martín

Este mes, como todos los demás, hemos tenido un buen número de declaraciones de hombres y mujeres con cargos públicos que han ocupado portadas con declaraciones falsas, tergiversadas, sacadas de contexto. Verdades a medias que son medias mentiras. Y mentiras sin el menor disimulo, patrañas, paparruchas.

La más abominables de todas, totalmente innecesaria y fuera de contexto ha sido la declaración de un líder de laultraderecha fascista española sobre las 13 rosas, las republicanas falsamente acusadas y condenadas y ejecutadas en la dictadura. La mentira, más que el mentiroso, ha ocupado titulares en los medios digitales y en papel. Los promotores de la ignominia se vuelven a frotar las manos viendo su mensaje misógino, machista, racista, clasista, homófobo o fascista consiguiendo la difusión que no encontrarían de decir la verdad. Porque no tienen suficientes verdades que decir, si es que tienen alguna.

¿Cuáles de sus verdades van a decir a las claras? ¿Que quieren a las mujeres pariendo porque es su fin natural? ¿Que las quieren sin derechos y fuera del mercado laboral porque así no pueden decidir sobre sus vidas? ¿Que las necesitan como instrumentos al servicio del mercado del deseo patriarcal, como putas y vasijas? ¿Que no quieren que decidan cuándo y cómo ser madres porque no creen que tengan derecho a decidirlo? ¿Que las quieren maltratadas, calladas y sumisas y a las órdenes de un hombre? ¿Que quieren en la cárcel a quienes amen o deseen a personas del mismo sexo? ¿Qué de buena gana abandonarían en el mar o dejarían a su suerte ―o algo peor―a quienes huyen del hambre y la miseria porque les creen seres inferiores, apenas humanos? ¿Que solo les importa que violen a mujeres si las violan hombres de otros países, pero si las violan españoles algo habrán hecho para provocarlos? ¿Que quien vive en la pobreza se lo merece y cómo van a sentar a un pobre a su mesa y hacer caridad sin pobres?

Paparrucha es la palabra que el castellano tiene para lo que hoy conocemos mejor como noticia falsa. Parece que paparrucha tiene cierto tono de cachondeo, que no acaba de ajustarse a la gravedad del asunto. Digamos noticia falsa pero ¿y si ni siquiera sería noticia porque lo que se da como elemento noticiable nunca existió?

Cuando quien tiene por misión la representación de la ciudadanía hace de la mentira su oficio, poco puede esperarse de la cosa pública. Mucho menos de la salud de la democracia, que va pasando de herida leve a pronóstico de gravedad.

Apelamos a la libertad de expresión como si fuera un derecho absoluto pero, como todos los demás, es un derecho fundamental limitado por el resto de ellos. Veremos cómo el encaje de bolillos entre derechos que configura el mapa de nuestra ciudadanía puede convertirse rápidamente en un sinsentido de nudos imposibles de deshacer. Nudos que ahogan nuestra ya débil democracia.

La libertad de expresión incluye la libertad de opinión, la de expresión y la de prensa. Es, además, la herramienta para ejercer otros derechos, o reivindicarlos. Por eso los límites tienen que ser pocos, justificados y proporcionados. No aparece solo en la Constitución Española, antes de ella la recogen otros mecanismos internacionales, obligatorios para el Estado español por estar ratificados. Por ejemplo, la tenemos en el artículo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos donde, conforme a los principios enunciados en la Carta de las Naciones Unidas:

  1. Nadie podrá ser molestado a causa de sus opiniones.
  2. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección.
  3. El ejercicio del derecho previsto en el párrafo 2 de este artículo entraña deberes y responsabilidades especiales. Por consiguiente, puede estar sujeto a ciertas restricciones, que deberán, sin embargo, estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para:
  4. a) Asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás;
  5. b) La protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas.

La Constitución, en el artículo 20, asume así el mandato internacional reconociendo escalonadamente una serie de derechos en los diferentes apartados:

  1. a) derecho a «expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción».
  2. b) derecho a «la producción o creación literaria, artística, científica y técnica».
  3. c) derecho a la libertad de cátedra.
  4. d) a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión.

Diseña, además, el marco constitucional de los medios de comunicación; las garantías y límites de dichos derechos, y las de las y los profesionales de la información.

El objeto de la libertad de expresión son los pensamientos, ideas y opiniones. Como explica la doctora en Derecho Constitucional dice la profesora Josefa Ridaura, «es un concepto amplio que incluye las apreciaciones y los juicios de valor».

El derecho a comunicar información, de acuerdo con la misma experta «se refiere a la difusión de aquellos hechos que merecen ser considerados noticiables». La diferencia es fundamental porque los hechos tienen que poder probarse, pero no las opiniones y juicios de valor, a los que no les es exigible la prueba de la verdad.

La Constitución española no garantiza en el vacío el derecho a la información. Garantiza el derecho a la información veraz lo que implica —necesariamente― una mínima labor periodística de comprobación, de contraste, de verificación.

La Constitución garantiza el derecho a que demos nuestra opinión si no atenta contra otros derechos fundamentales. No existe un derecho al insulto. No existe el derecho a mentir. No existe un derecho a que nuestra opinión de mierda, si es una opinión de mierda, tenga que ser difundida.

Los discursos conocidos como «de odio» en las redes sociales no están amparados por la ley, y así lo reconocen tanto la jurisprudencia del Tribunal Supremo como del Tribunal Constitucional. La garantía constitucional no amparara a quien, defraudando el derecho común a la comunicación, actúa con menosprecio de la verdad (o, al menos, a la apariencia de veracidad) o a sabiendas de la falsedad de lo comunicado.

Los conflictos que se planteen entre estos derechos se dirimen dilucidando se trata de intromisión ilegítima o permitida. No se hace de cualquier manera, ni a boleo. La ponderación tiene en cuenta:

  • la relevancia pública del asunto.
  • si la persona sobre la que se emite la crítica u opi­nión o información, es un personaje público y, sobre todo, si es o no titular de un cargo público.
  • si contribuye o no a la formación de la opinión pública libre.
  • si tiene visos de veracidad, entendida esta como susceptible contraste de acuerdo a la fiabilidad de las fuentes.

En el caso de las 13 rosas, por ser el más cercano mientras escribo, pero no solo en él: ¿Les parece que lo que se difunde como información cumple alguno de los requisitos? ¿Por qué se actúa, entonces, con tanta torpeza para defender a toda la sociedad de un discurso manifiestamente enaltecedor del odio contra la mitad de esa sociedad −las mujeres― por un lado y numerosos colectivos por otro, difundido por quienes tienen como obligación defender y acatar la Constitución? ¿Cómo nadie es capaz de trazar el hilo conductor entre la misoginia, homofobia y el racismo desatados en el discurso público y el recrudecimiento de la violencia contra las mujeres o de los ataques públicos a gaysy lesbianas, a personas migrantes?

¿Por qué, una mentira abominable contra 13 mujeres extraordinarias ha ocupado los titulares durante días? ¿Quién decide que esa mentira es información? Tú. Y yo.

Si quien pone ese titular recibe un millón de visitas y quien cuenta la verdad recibe cien cada vez que hemos hecho clic para responder diciendo ¡es mentira! Hemos elegido la porquería. Tenemos que ser conscientes cada vez que abrimos una red social de que internet no es un medio de comunicación por sí mismo, es una herramienta difusión, una suerte de entretenimiento que valora la información con instrumentos del mercado capitalista ajenos a la propia información. Los me gusta, los retuit, las etiquetas no miden la calidad de la información. Al mercado no le importa la verdad, ni la libertad, ni el mensaje, ni nuestros derechos. Le importa el clic, la publicidad que cada clic puede comprar y vender.

Si no premiamos −con likes, con visitas, con me gusta, con comentarios, comprando en papel― a quien da información de verdad, el ejercicio del periodismo será cada vez más precario, cada vez más difícil, la libertad de quien informa para informar más restringida por las propias necesidades de supervivencia.

En este país hay partidos, a los que no daré publicidad, que tienen como estrategia electoral la mentira. Cuentan con los medios para hacerlas noticia y con nuestra indignación para propagarla. La pregunta que hay que responder es: ¿Queremos hacerles la campaña?xx

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