Cuando fuimos caballos salvajes

los silencios prolongados y las atmósferas pesadas, en las que todos los personajes tienen su propia carga, y se tratan entre ellos como animales acorralados que, en su desesperación.

Por Angelo Nero

Tal vez no exista un elemento tan fuerte en el imaginario gallego como el caballo, ese animal que vaga (casi) en libertad por nuestros montes, más importante para su regulamento que todos los planes forestales de la xunta –que juega más bien a la contra-, puesto que son los caballos los que nos recuerdan a esa naturaleza dura, agreste y bella de la que, hasta hace bien poco, formamos parte y vivíamos en cierta armonía. Este animal nos señala también como ningún otro, como los seres que se han impuesto sobre el resto de las especies, pese a que, físicamente, nuestra inferioridad sea manifiesta –sólo hay que ver, en relación al resto de los mamíferos, lo que tardamos en valernos por nosotros mismos, años, a veces toda una vida-, y tal vez por eso celebremos ritos ancestrales como “a rapa das bestas”, donde acorralamos y marcamos a los caballos salvajes y, además, lo convertimos en un espectáculo fascinante.

En este primer largometraje de Xacio Baño, con guión del escritor Diego Ameixeiras (excelente autor de novelas como “Asesinato no Consello Nacional” o “Baixo Mínimos”), los caballos salvajes forman parte del escenario, son el telón de fondo, aunque no estén siempre visibles, están ocultos bajo la niebla, en la espesura del bosque, en las pulsiones diarias de los protagonistas, que se aferran a ellos como lo único real en sus vidas. Y como los caballos, también los hombres y mujeres de esta historia tienen la piel dura, la mirada salvaje, los movimientos bruscos y el lenguaje animal, bufan, relinchan y, sobretodo, callan, puesto que los silencios ocupan gran parte del guión. Hay dolores que no pueden verbalizarse, que te marcan, como a Carme (una excepcional María Vázquez), y que sólo se calman corriendo, al trote.

El dolor por las pérdidas, por las físicas, como la de la madre que acaba de morir en un accidente de tráfico, pero también las pérdidas de los horizontes, de los sueños, de ese rabo de nube al que agarrarse para escapar de una atmósfera irrespirable como la de Carme, atrapada en un pueblo del interior de Galicia con su padre (el genial Celso Bugallo), al que, según la tradición pertenece y está obligada a servir y obedecer, aunque también parece pertenecer a ese pueblo del que no puede salir –siempre con el anhelo de escapar a la ciudad-, incluso a su jefe, el dueño de la panadería donde trabaja, con quien mantiene una relación puramente física, casi animal. Porque la protagonista es también un caballo salvaje al que acorralan, al que marcan y obligan a marcar el paso, al que niegan su voluntad, al que señalan cuál es su lugar y sus límites.

Hay en todo el film una violencia que no necesita ser explicita, las escenas desencuadradas, los silencios prolongados y las atmósferas pesadas, en las que todos los personajes tienen su propia carga, y se tratan entre ellos como animales acorralados que, en su desesperación, dan coces y bocados al que tienen más próximo. Y que más próximo para nosotros que la familia… Carme carga no solo con la muerte de su madre, si no con el cuidado de su padre, lo que le impide salir del corral, y con la presencia de su hermano, que le echa el cierre, puesto que en el patriarcado rural la mujer tiene la obligación de quedar sirviendo a sus mayores, y no tiene más voluntad que un caballo, aunque, afortunadamente, esto ya haya cambiado mucho en los últimos tiempos. Aunque no porque nadie les haya facilitado la salida del cercado, y les permitiera trotar, sino porque, recordando que son libres, se han puesto a galopar.

Dirección: Xacio Baño.

Guión: Xacio Baño y Diego Ameixeiras.

Fotografía: Lucía C. Pan.

Reparto: María Vázquez, Celso Bugallo, Diego Anido, Tamara Canosa, Melania Cruz

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