Creer o no creer, esa es la cuestión

Mario del Rosal | Illustración de JRMora

Las próximas elecciones al “Parlamento” europeo no importarían a casi nadie en nuestro país –como casi siempre– si no fuera porque coinciden con las autonómicas y las municipales, lo que hará que muchos, ya puestos, incluso decidan echar esa tercera papeleta. Total, no cuesta tanto trabajo.

Tanto los partidos clásicos del sistema –PSOE y PP– como las nuevas incorporaciones –Ciudadanos y Unidas Podemos– hinchan el pecho en pro de la Unión Europea como logro histórico de las naciones del viejo continente, como garantía de estabilidad y futuro, como pilar básico sobre el que sustentar el Estado del bienestar y como epítome de las bondades de la democracia liberal bajo el capitalismo[1]. Entre ellos, los creyentes más acérrimos –PP, PSOE y Ciudadanos– insisten en que la UE es la mejor, la única opción que tenemos los países europeos para afrontar los retos de la economía globalizada y que sus logros son incuestionables. Para estos partidos, poner en duda cualquier aspecto de eso que llaman “proyecto europeo” es poco menos que una herejía impropia de demócratas y solamente posible entre extremistas, ya sean de izquierdas o de derechas.

Otros creyentes aparentemente más tibios –en general, Unidas Podemos– afirman básicamente lo mismo, aunque admiten que ciertos aspectos de las políticas sociales y económicas de la Unión se han vuelto regresivos y que, por lo tanto, la UE necesita una reforma. Entienden por lo tanto, que hubo una Unión benéfica en el pasado, sobre todo, antes del euro, pero que ahora, a fuerza de austeridad, se ha vuelto demasiado neoliberal y que debe rectificar su rumbo. La misma opinión que en su momento mostrara con su habitual desparpajo el ínclito Varufakis: “en su primera encarnación, la Unión Europea fue un proyecto magnífico”.

Como es obvio, ambas posiciones son una y la misma. Quizá no en la forma, pero sí en el fondo. Ninguna cuestiona desde su raíz la UE como lo que es: una estrategia implantada desde arriba para crear y garantizar mercados abiertos y liberalizados, para favorecer la explotación de la fuerza de trabajo europea y para estimular la acumulación de los capitales europeos. Veamos cada uno de estos aspectos con algo más de detalle.

“Despotismo benigno”

En primer lugar, la UE es y siempre ha sido una estrategia implantada desde arriba. Esta afirmación no es solamente obvia por el llamado “déficit democrático” de la UE, término tan manido como engañoso[2], sino por sus orígenes y su propia razón de ser. Si nos fijamos en las biografías de los considerados “padres fundadores” de la UE, notaremos un tufo ciertamente sospechoso y más bien contrario el propio concepto de democracia. Por ejemplo, Jean Monnet, era, además de tecnócrata vocacional, banquero, estrecho colaborador de Roosevelt y Chang Kai-shek, y muy próximo a varios de los más poderosos clanes capitalistas estadounidenses, como los Rockefeller, y europeos, como los Wallenberg. Otro ejemplo es Robert Schuman, en proceso de beatificación, y miembro del el gobierno de Vichy bajo las órdenes de Pétain. O el democristiano Konrad Adenauer, tan conocido por su autoritarismo como por el infame papel que, como alcalde de Colonia, desempeñó durante la represión de la Revolución Alemana de 1918-19.

Pero no sólo el inquietante perfil de estos señores nos da pistas sobre el carácter esencialmente antidemocrático de la UE. Para comprenderlo adecuadamente, tenemos que ver con claridad la función que en su momento tenía la Comunidad Económica Europea y que, en mayor medida aún, sigue siendo la misma que tiene ahora tanto la UE como la Unión Económica y Monetaria: el fomento de la acumulación mediante la liberalización de los mercados, la represión de la clase trabajadora y la disminución del poder de los Estados nacionales. Para ello, la UE nació como un proyecto intergubernamental alentado –o, mejor, exigido– por los Estados Unidos. Un proyecto totalmente ajeno a la lucha de clases dentro de cada Estado en el que los trabajadores fueron absolutamente ignorados y donde los capitales europeos y americanos marcaban con total impunidad el ámbito, los ritmos y los límites de eso a lo que llamaron “integración”.

Gracias a los esfuerzos de Bruselas, los Estados de la UE han renunciado voluntaria y plenamente a políticas económicas de enorme calado

La tormentosa relación de la UE con la democracia puede constatarse con total claridad echando un vistazo a su interesante colección de resultados en los referendos populares que se han celebrado en distintos países acerca de cuestiones relacionadas con su negociado. Y no sólo por los resultados, sino por las vergonzosas estrategias puestas en marcha desde Bruselas cuando dichos resultados eran poco apetecidos con la intención de obligar a los gobiernos de turno a forzar nuevas consultas, como ha ocurrido en varias ocasiones en Irlanda y también en Dinamarca. Por no hablar del evidente y absoluto desprecio que desde la UE han mostrado hacia la voluntad popular de los griegos mostrada en las urnas.

En efecto, y a pesar de la incesante propaganda oficial de los principales partidos en todos y cada uno de los casos, la consultas negativas han sido múltiples y muy significativas. Por ejemplo, los noruegos han rechazado la adhesión en dos ocasiones (1972 y 1994), los daneses se negaron a aceptar el Tratado de la UE en 1992 (aunque luego repitieron el referéndum al año siguiente con condiciones especiales, con lo que finalmente el gobierno consiguió la aceptación), los mismos daneses dieron la espalda al euro en 2000, los suizos rechazaron considerar la incorporación en 2001, los irlandeses dijeron no al Tratado de Niza en 2001 (aunque, también ellos, fueron de nuevo consultados al año siguiente para tratar de que aceptaran el texto con algunas modificaciones, cosa que por fin se consiguió) y los suecos prefirieron seguir con su corona antes que asumir el euro en 2003. Eso por no hablar de los sonados portazos de franceses y holandeses a la mal llamada Constitución Europea en 2005 y que, además de provocar la cancelación de las consultas populares que estaban previstas en otros seis países, dieron al traste con esa pretendida carta magna, lo que no fue óbice para que la UE se sacara de la manga el Tratado de Lisboa para imponer prácticamente lo mismo sin tanta alharaca populista y desorden democrático. Incluso, ya rizando el rizo, ese mismo tratado fue rechazado de nuevo por los tozudos y poco razonables irlandeses en 2008, aunque al año siguiente consiguieron –¡por fin!– votar bien, aceptándola con algunas modificaciones. Qué decir, además, del famoso “oxi” que los valientes griegos dijeron en 2015 a la UE para rechazar su plan de continuar con las políticas depredadoras e inhumanas ejemplarizantes que habían impuesto en el país y que fue ignominiosamente ignorado por el gobierno de Syriza. Aunque, last but not least, la palma se la lleva, por supuesto, la madre de todos los referendos: el Brexit.

No parece difícil entender en qué estaba pensando el propio Jacques Delors cuando definió la política de la UE como “despotismo benigno”.

Mercado y acumulación

En segundo lugar, la misión original de la CEE no era otra que liberalizar los mercados, tanto los de mercancías como, después, los de capital y fuerza de trabajo. Así, desde su nacimiento y a través de sucesivas etapas, los países firmantes fueron destruyendo paulatinamente todas y cada una de las regulaciones que ellos mismos habían implantado y que, como es obvio, suponían un obstáculo muy incómodo para la libre circulación que tanto anhelaban los capitales europeos (y no europeos). Comenzando por el propio Tratado de Roma de 1957, los hitos hacia la desregulación se han ido sucediendo uno tras otro. Por mencionar solamente los más relevantes: la Unión Aduanera en 1968, el Acta Única Europea de 1986, la liberalización del movimiento de capitales en 1990, el Mercado Común en 1992 y, por supuesto, la Unión Monetaria a partir de 1999.

Gracias a los esfuerzos de Bruselas, los 29 (o 28) Estados de la UE han renunciado voluntaria y plenamente a políticas económicas de enorme calado, como la política comercial o la industrial, y han visto menguar hasta extremos ridículos sus competencias en otras, como la política fiscal o la de empleo. Por no mencionar la cesión plena de la política monetaria y de tipos de cambio que los 19 miembros de la zona euro han tenido a bien hacer.

No es casualidad que Bruselas sea la segunda ciudad del mundo, tras Washington, con el mayor número de lobbistas.

En tercer lugar, la UE ha sido una apisonadora tanto para el poder de los sindicatos en la esfera nacional de cada país como para la clase trabajadora europea en general. La tensión competitiva incrementada por la liberalización y la absoluta carencia de restricciones o controles para el movimiento de capitales y para las deslocalizaciones intracomunitarias han hecho que los proletarios de todos los países, lejos de poder unirse, se hayan visto forzados a una competencia cada vez más feroz entre ellos. Los capitales europeos pueden situar sus fábricas donde les plazca, cada vez con más facilidad, y eso supone una losa para la capacidad real de los trabajadores a la hora de luchar en el ámbito de sus propios Estados por defender sus derechos laborales y salariales. La UE no ha hecho sino dejar a la intemperie a los trabajadores europeos, debilitando a sus sindicatos, erosionando las legislaciones nacionales que trataban de regular el trabajo, y enfrentarlos entre sí. Sin duda, este es uno de sus mayores logros en favor del capital.

Y en cuarto lugar, a tenor de lo explicado y, sobre todo, de las evidencias históricas, parece difícil impugnar la idea de que la UE es un proyecto al servicio de la acumulación y la explotación. Y no solamente porque haya puesto en marcha políticas neoliberales, sino porque todo su entramado legislativo y político está diseñado para eso. No es casualidad que Bruselas sea la segunda ciudad del mundo, tras Washington, con el mayor número de lobbistas.

No digas europeísta, di eurocrédulo

En resumen, la UE, dada su razón de ser y sus funciones, ni es ni podría ser democrática, ni protege ni podría proteger los logros de la clase trabajadora europea y, por supuesto, ni dejará ni podría dejar de ser un proyecto al servicio de la acumulación.

Pretender convencernos de que la actitud reaccionaria de la UE es un problema reciente debido de la crisis o a una deriva neoliberal es absurdo. Tan absurdo como querer hacernos creer que ese problema podría resolverse mediante reformas o que, en el fondo, la UE está al servicio de los ciudadanos. Y tan falso y malintencionado como insistir en que estar en contra de la UE es estar en contra de la democracia, la paz o el progreso.

Sin embargo, la presión de la mayor parte de los medios de comunicación, de los políticos y, por supuesto, del aparato cultural y educativo es enorme. Gracias a su poder, han logrado convencer a la inmensa mayoría de que hay que meter en el mismo saco a todos los que criticamos la UE. Y que ese saco tiene una sola etiqueta: “euroescépticos”.

Fuera de ese saco se acomodan todos los que promulgan y todos los que se tragan los lugares comunes sobre la UE, todos los que la defienden y todos los que la disculpan, aun en contra de toda evidencia histórica y actual. A esos los llaman “europeístas”.

No cometas el mismo error. No los llames europeístas. Llámalos eurocrédulos.

 

[1]En principio, no tendría mucho problema en incluir en este mismo grupo a Vox, aunque lo cierto es que la puerilidad de su argumentario político y las continuas y crecientes contradicciones de sus propuestas hacen difícil situarlo con claridad en relación a la cuestión comunitaria.

[2]¿Qué significa exactamente ese “déficit democrático”? ¿Acaso es sobrevenido o, más bien, estructural? ¿Acaso admite algún tipo de solución cuantitativa, como cualquier otro déficit? ¿Acaso puede haber, en contraposición, un “superávit democrático”? Preguntas que deberían ser lógicas y que, sin embargo, resultan absurdas por lo absurdo del concepto.

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